Corría el año de 1979, colaboraba por entonces con un pequeño grupito de entusiastas archiveros y documentalistas de la historia de los movimientos sociales en el Centro de Documentación Historico Social de Barcelona, del que ya os he hablado en alguna ocasión anterior. Entre los muchos y excepcionales documentos que allí teníamos, existía el ejemplar de un folletito del año 1871 que explicaba los hechos de la Comuna de París de aquel mismo año. El amigo Nuñez -por entonces el líder incuestionable de aquel CDHS- convino con el editor JJ de Olañeta -cuando aún no era el gran personaje en que se ha convertido - la publicación del mismo y se mé encargó, el trabajo de redactar una introducción al texto, con poco más de diez días de antelación. Ciertamente ya había estudiado los acontecimientos y leído muchos libros, pero el original del folleto de Luís de Carreras no cayó a mis manos hasta pocos días antes de su publicación, por lo que tuve que darme prisa y ello comportó una introducción mucho más breve y poco perfilada, de la que yo creo hubiera sido necesaria.
Pero, así son las cosas, el hombre propone y...
De todas formas creo que aquella introducción aún contiene suficientes elementos informativos y de análisis como para ser publicada hoy en éste mi/vuestro blog.
Como ha sucedido
siempre después de cada una de las batallas libradas entre opresores y oprimidos
a lo largo de la Historia de la Humanidad, las miradas de todas las
inteligencias amantes del Progreso, se han vuelto hacia ellas, al objeto de
descubrir, entre los diferentes aspectos y circunstancias de aquellas, las
lecciones u orientaciones que puedan ser útiles para las futuras y encarnizadas
luchas que han de sucederse aún, en el camino hacia la redención de los
explotados. En éste sentido, pocos acontecimientos
a lo largo de la historia de a Humanidad, han podido recabar en tan gran medida,
la atención de la opinión pública internacional, como la sangrienta guerra
civil que desde el dieciocho de marzo, hasta la última semana de mayo del 1871 enfrentó
a las clases reaccionarias francesas aglutinadas en torno a tres partidos diferentes
monárquicos, bonapartistas y republicanos unitarios, contra el heroico pueblo
de París y que ha llegado hasta nuestros días con el nombre de La Comuna de París.
Pero veamos los hechos: La república
restablecida en Francia con la revolución de 1848, fue barrida en 1851 por un golpe de
Estado que llevó al poder como emperador a Napoleón III. Éste emprendió la
guerra contra Prusia, el más poderoso Estado de Alemania, que se hallaba
enfrascada en la lucha por la unificación nacional bajo la dirección del hábil político Otto
Von Bismarck.
Los prusianos
victoriosos avanzaron sobre París con intenciones de conquista. Ante el invasor alemán,
el pueblo francés exigió armas para defender la patria, pero el gobierno
burgués, temeroso de las masas, prefirió entregar el país y con una actitud traidora comenzó
a negociar la capitulación en condiciones humillantes para Francia.
En aquellas
circunstancias estalló el movimiento revolucionario. Los proletarios y las clases urbanas de la capital se
sublevaron, tomaron el poder.
Este interés que se ha
mantenido vivo a lo largo de más de un siglo y que ha sufrido como es lógico,
los altibajos derivados del flujo de la lucha del movimiento obrero, tiene su
origen en unos hechos que superan con mucho, la anécdota más o menos dramática,
de una insurrección popular armada, que como tantas otras, sucumbió ahogada bajo las ingentes cantidades
de sangre que sobre ella vertieron las
fuerzas de la reacción, y es precisamente esta particularidad, lo que ha permitido calificar a la Comuna de París,
como uno de tos episodios más significativos del desarrollo de la lucha de
clases en el S. XIX a nivel internacional, de cuyo resultado, no tardaron en
sufrir las consecuencias, los movimientos obreros y progresistas del resto de
países europeos.
“Los “vencedores” –
por desgracia casi siempre los mismos- se han encargado de ocultar por todos
los medios a su alcance, la naturaleza, el carácter, los objetivos y las formas
de lucha adoptadas por los “vencidos”, tejiendo a tal fin, un tupido velo de
calumnias, infamias y mentiras, consiguiendo hacer aparecer a los militantes
comuneros como simples “criminales, salvajes y brutales incendiarios”. Lo
triste es que el obligado silencio de los derrotados, apenas permite durante un
determinado lapsus de tiempo, contrarrestar semejantes campañas, de ahí la
validez e importancia de textos como el de Luís de Carreras, que de alguna
manera vienen a clarificar ni que sea mínimamente la realidad de los
acontecimientos.
Para satisfacer este
interés a que hacíamos mención, se han ido produciendo en todos los países y
desde casi todas las perspectivas, una gran cantidad de estudios y escritos que
de alguna manera, permiten tener a nuestra disposición, una amplia y variada gama
de opiniones, con las que poder adoptar un más que suficiente conocimiento, de
aquel acontecimiento tan singular del que aún hoy en día podemos sacar una
multitud de enseñanzas para un mejor entendimiento de nuestra realidad
cotidiana.
Si se ha podido decir
que la revolución europea del 1848, significó el canto de cisne del ciclo
revolucionario de la burguesía europea, con la Comuna de París, se inicia otro
ciclo revolucionario, pero de carácter totalmente distinto, el de la Revolución
Social y en ella, aunque de forma
primitiva, subterránea y mezclados con los signos y formas propias aún del pasado, se encuentran ya los gérmenes
de la sociedad del futuro. Así en la Comuna, es posible ver reflejada una doble
faceta revolucionaria:
*Por un lado, una revolución
democrática y popular, marcadamente urbana, que comportará una auténtica revolución
política.
*Por otro, y en ello reside
la principal novedad de la revolución del 1871, lo que se ha venido a denominar
“la primera irrupción consciente de las masas en la historia" ( 1) y que
implicó por primera vez una lucha orientada a solucionar de una forma clara y decidida,
lo que de una manera un tanto paternalista se denominaba entonces “problema
social” que hacía referencia a tos problemas. inquietudes y ambiciones de las
clases trabajadoras.
Es esta segunda
faceta, la que ha hecho posible que algunos de los intelectuales preocupados
por el conflicto social, así como algunos de los revolucionarios más destacados
de la segunda mitad del S. XIX y de una buena parte del S. XX, hayan dedicado
en una u otra ocasión, una mirada reflexiva y crítica en torno al fenómeno
comunalista, tratando de desprender unas orientaciones y definiciones, capaces
de sustentar con un mínimo de fiabilidad, los pasos que habrá de recorrer la
clase obrera en el camino hacia su emancipación. Así, los representantes de las
diferentes escuelas del socialismo, ya los «autoritarios" como C. Marx,
V.I. Lenin, Kautsky, etc., o los «no autoritarios" como Bakunin,
Koprotkin, etc., hasta los representantes de la pequeña y mediana burguesía –en
nuestro país Pi y Margall entre otros- culminando con una gran cantidad de
escritores, historiadores sociólogos, etc. (2).
Pero sí como hemos
podido fácilmente observar, el movimiento comunero, ha suscitado y suscita aún en
nuestros días un elevado interés, no es menos cierto, que al igual que otros
grandes acontecimientos posteriores -las revoluciones rusas de 1905, de febrero
y octubre de 1917, o la revolución española del verano del 1936, la lucha entre
«comunards» y «rureaux», levantó desde los primeros combates, discusiones acaloradas
y violentísimos debates, que recorrieron todos los países y a todos los grupos
sociales, reproduciéndose en mayor o menor medida, el enfrentamiento que tenía
por escenario las cercanías de París y no puede extrañarnos que en casi todos los
sitios, los bandos viniesen a ser aproximadamente los mismos.
Con Versalles y contra
París, los partidarios del viejo orden social, fundamentado -como en nuestros
días, dicho sea de paso-, en el régimen de privilegio, en la explotación y
miseria de la mayoría en la iniquidad-y en la horrible plaga de la sumisión al
autoritarismo. Por el otro, con ese París que renunciando a la capitalidad, se
ofrece a todos los ciudadanos del mundo para iniciar la construcción de Ia República
Universal del Trabajo, los amantes del progreso y de la Justicia Social, que
tiene por premisas ineludibles Ia igualdad de derechos y deberes, la
Solidaridad y la Libertad.
La Comuna fue vencida,
masacrada, hundida bajo los cientos de toneladas de metralla, que «el partido del
orden" escupió sobre París, y como siempre sucede en estos casos durante
algún tiempo, Ia mentira de los vencedores se convirtió en la única verdad para
todos. Por unos meses, quizás más en la misma Francia y en buena parte de Europa,
la auténtica realidad de lo sucedido, permaneció oculta por las ruines interpretaciones
"oficiales" dadas por los verdugos. Sólo muy lentamente, con el paso
de los años, pudieron ir apareciendo las versiones de los testigos y víctimas
del terrorismo versallés (3), gracias a las
cuales se pudo efectuar la recogida de datos suficientes para estableces la
verdadera historia de la revolución parísina del 1871.
Pero mientras no llegó
ese momento, serán los esforzados textos como el que aquí ofrecíamos,
generalmente poco informados, cargados de errores y en muchos casos repletos de
algunos de los tópicos aireados por la prensa reaccionaria, los únicos que se
atrevieron a poner de manifiesto la brutal represión ejercida por los vencedores,
lo que no podía dejar de soliviantar el ánimo, incluso de los más escépticos y timoratos,
ganando las voluntades en favor de Ia causa comunalista.
Precisamente por esta
razón, todos los partidos que se tenían por democráticos, y las diferentes secciones
de la A.I.T., se libraron a una encarnizada denuncia de los horrores y humillaciones a que era sometido el pueblo de París.
En nuesto País cabe destacar -como es lógico a los obreros internacionalistas y
a los publicistas anarquistas, pero también y con una buena dosis de coraje, a
los republicanos federales, y entre estos al sector denominado «intransigente".
Coincidente con las
posiciones de estos Republicanos federales, el presente texto de Luis Carreras,
titulado: París a sangre y fuego. Jornadas de la Comuna, que en su día reproducimos
de acuerdo con la edición que en aquel año de l87l realiz6 la "Librería
Española de I. Lopez Editor", en un muy serio intento, posibilitaba además
de la lectura de este folleto, contrastar las opiniones aquí expuestas, con una
serie de documentos aparecidos en otros volúmenes, para que el lector interesado,
tuviese la más directa y completa información.
El autor de dicho
folleto, perteneció a ese reducido grupo de obreros ilustrados catalanes, que
se habían alejado progresivamente de la línea del Partido Republicano Federal,
dado que habían asumido una posición relativamente diferente, respecto a la vía
por la que se había de solucionar el denominado "problema social",
llevándoles hasta posiciones parecidas a las sustentadas por el socialismo, pero un
socialismo igualmente alejado, tanto de los postulados bakuninistas -dominantes
en los medios internacionalistas españoles-, como de los marxistas, sostenidos
por la pequeña "Nueva Federación madrileña de la A.I.T.", y algún que
otro acólito aislado en Cataluña.
Precisamente en unión
de estos últimos, al autor participo en la edición del periódico "El
Comunalista" y que llevaba por
subtítulo el muy significado de “Diario Republicano Democrático Federal
Socialista" y el que colaboraban también P. Gener, J. Roig y Munguet, y el
más destacado Baldomer Lostau, elegido por algunas sociedades obreras barcelonesas
para representarlas en las Cortes Españolas. Volveremos a encontrar a Luís
Carreras, en la creación de una “Asociación Nacional de Trabajadores", decididamente opuesta a la Internacional y en
consecuencia a los bakuninistas (4), como podemos suponer, se trataba en realidad
de encauzar la combatibidad de los obreros catalanes hacia las posiciones
sostenidas por los republicanos federales aunque para ello fuese necesario
recubrirse de unos ligeros tintes, de un socialismo muy a lo Louis Blanc, es
decir paternalista, pseudodemocrátíco y pseudorevolucionario.
El autor escribe el
presente texto, en un momento político sumamente complejo, y entre otras cosas,
porque por aquellas fechas se discutió en las Cortes Españolas el asunto de los
refugiados de la Comuna en España, de los que el partido de Pi y Margall, había
asumido la defensa, pero para que esto fuera factible, era preciso reducir el
programa revolucionario de los Comuneros, a algo semejante a lo propugnado por
los federalistas españoles, es decir, resumir la lucha de la Comuna a una lucha
política, acentuando los aspectos de descentralización, de autonomía municipal,
y de organización federalista, y limitándose a dejar entrever que las medidas
sociales-económicas adoptadas por los comuneros. venían únicamente determinadas
por la misma dinámica del enfrentamiento, ocasionado por unos políticos republicanos -a
los que no vacila, en un momento determinado, en llamar demócratas- que se
dejaron llevar por sus pasiones, por sus ansias de poder, obligando a los
comuneros a un radicalismo, que podía haberse evitado, con un acuerdo político.
No le negaremos a Luis
Carreras su parte de razón, resulta evidente que en todos los acontecimientos,
Ia actitud de los individuos influye necesariamente, incluso en ciertas condiciones,
puede precipitarlos, pero tampoco es menos cierto que en todo caso, si el
acuerdo no llegó a producirse, no fue por ia voluntad de los Comunalistas, que
en más de una ocasión enviaron delegaciones a parlamentar con Thiers, siendo
Continuamente rechazadas todas las proposiciones efectuadas para alcanzar un
acuerdo aceptable para ambas partes.
Lo cierto -en nuestra
opinión- es que los aspectos políticos, tan bien explicados por Carreras, son insuficientes
para explicarnos lo sucedido en París aquel año de 1871, resulta fácil de
imaginar, lo bien que hubiese sido acogida, por el entonces prácticamente
recién nacido régimen republicano de los M. Thiers, J. Farre, J. Simon, E.
Picart, etc., una solución ingeniada con los representantes más moderados de
los «comunards», aunque para ello hubiesen tenido que convencer a una Asamblea
Republicana que curiosamente tenía en los lugares de dirección a 12 orlanistas –monárquicos- sobre un total de
13 miembros. Es por ello que podemos afirmar que fueron precisamente los
aspectos marcadamente socialistas y obreristas, los que imposibilitaron que el
régimen republicano trasladado a Versalles, pudiese acceder a las numerosas demandas
de de suspensión de hostilidades recibidas desde todas partes, y lo que le
llevó a negociar con Ias tropas invasoras prusianas, un acuerdo para aplastar a
los insurgentes de París, dando con ello una prueba fehaciente, de Ia capacidad
de las clases dominantes de todos los países, para mostrar su internacionalismo
reaccionario, cuando lo que está en juego son algo más que los principios.
Y es que, aunque et
autor no quiera -o no pueda- reconocerlo, la Comuna de París nace de una gravísima
crisis social, generada por el régimen gansteril de Luis Napoleón, con su
secuela de “hazañas”imperialistas, como la campaña romana, y Ia no menos
heroica, aventura mexicana de Maximiliano de Austria, y que culminarían en la
guerra contra Prusia, de Ia que bien se pudo decir "que los días de permanencia
de los ejércitos prusianos en Francia se contaron por victorias” y que acabaron
por reducir a la gran nación francesa, a Ia ruina más absoluta. Tan sólo París
supo y pudo resistir el incontenible avance prusiano, aunque para ello tuvo que
aguantar un largo sitio de más de 7 meses, los cuales acabaron por hundir lo
poco que quedaba en la cuidad de su anterior ordenamiento económico.
Sí, París se levantará
por motivos patrióticos contra un gobierno que denominado oficialmente de
Defensa Nacional, era vulgarmente conocido por el título de "Traición
Nacional” ya que, además, de renunciar a toda lucha contra la aplastante máquina
de guerra prusiana, había aceptado una paz
onerosa, que permitía Ia entrada en la ciudad de París, de unas tropas
que hasta aquel momento, no lo habían conseguido por la fuerza de las armas.
También, inducirá a la
insurrección, un gesto de ardiente afirmación republicana, al oponerse a una Asamblea
Nacional, que aunque había aceptado la instauración de la República, permanecía
en manos de Ios partidos monárquicos orleanistas y de los bonapartistas.
Pero fundamentalmente,
lo hicieron llevados por unas motivaciones de tipo social, ante la negativa del
gobierno a reconocer una serie de medidas que eran consideradas como imprescindibles
por Ia población parisina, como eran:
* prorrogar el pago de
los alquileres de las viviendas, suspendido prácticamente como consecuencia del
sitio de París por los prusianos;
* prorrogar los vencimientos
de las letras y pagarés,
* y para colmo, Ia
provocación que supuso la supresión de la paga a la Guardia Nacional, etc.,
todo ello equivalía a condenar al hambre, al paro y a la miseria al conjunto de
Ia población trabajadora de la ciudad.
Estos motivos
profundos, ni siquiera dibujados en el folleto, por las razones anteriormente
expuestas, nos permiten una mejor comprensión del porqué de la rápida e inevitable
evolución de la Comuna,
hacia unas posiciones
socialistas, que por muy instintivas, insuficientes e incompletas que sean, no
pierden ni un ápice de su contendido revolucionario. Posiciones que quedaron
perfectamente confirmadas en toda una serie de acuerdos adoptados por la
Asamblea de la Comuna, entre las que enunciaremos:
*Separación de la
Iglesia y del Estado;
*supresión del trabajo
nocturno para las mujeres y los niños;
*sustitución del
Ejército profesional y permanente por la Guardia Nacional, lo que de alguna
manera equivalía al pueblo en armas;
*elección democrática
de todos los cargos de la administración de Justicia;
*Supresión de los
costos para algunas actuaciones de los tribunales;
*exención de pagar los
alquileres para todo aquel que acreditara tener un familiar en la Guardia
Nacional y que fuera herido o hubiese muerto en combate, lo que equivalía a declarar
la vivienda gratuita para todos;
*adopción por la
Comuna de los huérfanos o viudas de los combatientes;
* instalación de unos
comedores populares;
*supresión de la pena
de muerte;
*supresión del impuesto
religioso;
*incautación de las propiedades
de la Iglesia que estuviesen en régimen de manos muertas;
*sustitución del
personal de la enseñanza o de la sanidad que tuviesen condición religiosa por
personal laico y profesional;
*fijación de los
precios de los artículos de primera necesidad;
*municipalización de
los mercados de Abastos;
*lucha contra el paro,
creando oficinas de colocación en las alcaldías de distrito;
*creación de una
Comisión de estudio sobre los problemas de la clase obrera, en la que estaba representada oficialmente la
A.I.T.;
*incautación de aquellos
talleres o fábricas abandonadas por sus propietarios, que fueron entregadas a
las asociaciones obreras,
*racionalización de la
producción de bienes, mediante la reorganización y la unión de fábricas y
talleres dedicados a la misma área de producción.
*racionalización de la
administración pública.
*disminución de los
gastos públicos,
*Salario igual al de los hombres para las mujeres que realizaran igual trabajo.
*Posposición por tres años del pago de las deudas, menores a 10.000 francos.
*Suspensión de la venta de objetos empeñados y liquidación de las casas de empeño.
*Enseñanza gratuita y obligatoria. Apertura de nuevas aulas y aumento de salario a los maestros.
*Salario igual al de los hombres para las mujeres que realizaran igual trabajo.
*Posposición por tres años del pago de las deudas, menores a 10.000 francos.
*Suspensión de la venta de objetos empeñados y liquidación de las casas de empeño.
*Enseñanza gratuita y obligatoria. Apertura de nuevas aulas y aumento de salario a los maestros.
etc.
Pero por si lo
anterior pudiera parecer insuficiente, téngase en cuenta que la Comuna transmitió
a las generaciones futuras, un grandioso mensaje de solidaridad y fraternidad
internacionalista, sería suficiente con recordar que Garibaldi, el gran revolucionario
italiano, fue aclamado continuamente por el pueblo de París, siendo invitado
oficialmente a formar parte de la Comuna, incluso llegó a ser propuesto para
Presidente de Honor de la Comuna de París, pero hemos de tener en consideración
asimismo, que muchos otros extranjeros fueron acogidos por el pueblo
revolucionario en plano de total igualdad, una buena prueba de ello la constituyen
los 1.725 súbditos de otras nacionalidades, que cayeron en manos de los
versalleses, entre los que se encontraban 737 belgas, que estaban organizados
en un destacamento propio -la Legión Federal Belga-, o los 215 italianos
-especialmente garibaldinos-, pero lo más significativo es que algunos de estos
extranjeros ocuparon puestos relevantes en la administración comunalista como Frankel,
Dombrowsky, Wrobeliski, Orlowich, Kiensel, etc. Además, para ser declarado
ciudadano de la Comuna de París, no se requería otro requisito que la
manifestación de la voluntad de querer formar parte de ella. No es menos
significativo que París renunciando a ser la capital de Francia, se ofreciera
en algunas declaraciones como una más de las ciudades que habrían de formar la
Federación Universal…
Por todo ello no puede
extrañarnos la grandeza de dos de los actos más significativos de la Comuna de París:
la elección de la bandera roja como enseña del París revolucionario, y la
destrucción de la Columna Vendôme, como símbolo que era del antiguo poderío
militar.
Continuemos con los hechos:La burguesía acantonada en Versalles y encabezada por Adolphe Thiers desató una ofensiva contrarrevolucionaria en abril, lanzando su ejército contra la Comuna que se había debilitado por no actuar con severidad contra sus enemigos (espías y saboteadores), porque la revolución comunera no pudo extenderse a otras ciudades como Lyon, Tolosa, Marsella, ni aliarse al campesinado.
Los comuneros resistieron heroicamente. Mujeres, niños, ancianos, desenterraron los adoquines de las calles, cargaron piedras, madera, chatarra y cuanto pudiera servir para levantar las barricadas. Una de las heroínas, la maestra Louise Michel, narró así el combate:
“Un puñado de valientes lucha en el cementerio contra un ejército entero. Se combate por entre las tumbas, en las zanjas y en el interior de las bóvedas; se combate cuerpo a cuerpo, con sables, con bayonetas, a culatazos; muchísimo más numerosos, mejor armados, con sus fuerzas frescas reservadas para la represión de París, los versalleses dan muerte implacablemente a los valientes”.
El 28 de mayo cayeron los últimos reductos de la Comuna. El primer Estado proletario del mundo había tenido 72 horas de existencia.
La burguesía desató una espantosa masacre. El periódico Evening Standard, de Inglaterra, publicó acerca de la “semana sangrienta”: “Es imposible que se pueda llegar a saber jamás la cifra exacta de la carnicería que se prolonga, mientras los prisioneros son fusilados en masa y lanzados por doquier en fosas abiertas. Hasta para los autores debe ser totalmente imposible decir cuántos cadáveres tienen”
Se calculan en unos 40 mil los muertos, entre ellos muchos niños y más de 10 mil mujeres, mientras los prisioneros sobrepasaron la cifra de 50 mil."
Es fácil leyendo el texto de Carreras, imaginarnos que los integrantes de la Comuna de París,constituían un conjunto homogéneo y uniforme. Nada más lejos de la realidad tanto en el Comité Central de la Guardia Nacional, como en la Asamblea General de la Comuna, estaban representados miembros de unas muy diferentes tendencias, así: blanquistas, jacobinos, republicanos federalistas, proudhonianos, internacionalistas, y entre los cuales los militantes decididamente revolucionarios quedaron en una situación claramente minoritaria.
Continuemos con los hechos:La burguesía acantonada en Versalles y encabezada por Adolphe Thiers desató una ofensiva contrarrevolucionaria en abril, lanzando su ejército contra la Comuna que se había debilitado por no actuar con severidad contra sus enemigos (espías y saboteadores), porque la revolución comunera no pudo extenderse a otras ciudades como Lyon, Tolosa, Marsella, ni aliarse al campesinado.
Los comuneros resistieron heroicamente. Mujeres, niños, ancianos, desenterraron los adoquines de las calles, cargaron piedras, madera, chatarra y cuanto pudiera servir para levantar las barricadas. Una de las heroínas, la maestra Louise Michel, narró así el combate:
“Un puñado de valientes lucha en el cementerio contra un ejército entero. Se combate por entre las tumbas, en las zanjas y en el interior de las bóvedas; se combate cuerpo a cuerpo, con sables, con bayonetas, a culatazos; muchísimo más numerosos, mejor armados, con sus fuerzas frescas reservadas para la represión de París, los versalleses dan muerte implacablemente a los valientes”.
El 28 de mayo cayeron los últimos reductos de la Comuna. El primer Estado proletario del mundo había tenido 72 horas de existencia.
La burguesía desató una espantosa masacre. El periódico Evening Standard, de Inglaterra, publicó acerca de la “semana sangrienta”: “Es imposible que se pueda llegar a saber jamás la cifra exacta de la carnicería que se prolonga, mientras los prisioneros son fusilados en masa y lanzados por doquier en fosas abiertas. Hasta para los autores debe ser totalmente imposible decir cuántos cadáveres tienen”
Se calculan en unos 40 mil los muertos, entre ellos muchos niños y más de 10 mil mujeres, mientras los prisioneros sobrepasaron la cifra de 50 mil."
Es fácil leyendo el texto de Carreras, imaginarnos que los integrantes de la Comuna de París,constituían un conjunto homogéneo y uniforme. Nada más lejos de la realidad tanto en el Comité Central de la Guardia Nacional, como en la Asamblea General de la Comuna, estaban representados miembros de unas muy diferentes tendencias, así: blanquistas, jacobinos, republicanos federalistas, proudhonianos, internacionalistas, y entre los cuales los militantes decididamente revolucionarios quedaron en una situación claramente minoritaria.
Lógico es suponer que
estos tuvieron que hacer constantes concesiones a los sectores más moderados,
dado que eran los mayoritarios, pero a pesar de esta correlación de fuerzas
aparentemente inclinada a favor de las posiciones inicialmente menos dispuestas
para llevar a cabo acciones revolucionarias, no podía impedir el avance de la
Comuna, porque como se ha dicho en numerosas ocasiones: “a estas alturas del S.
XIX, el pueblo no podía hacer otro tipo de revolución que la social” y no puede
olvidarse que sólo es posible que unos individuos impongan un ritmo determinado
a la marcha de los acontecimientos, cuando la mayoría de la población desiste
de marcar por ella misma los pasos, lo que fue haciendo el pueblo de París
desde las primeras fechas de la insurrección, a través del esquema
descentralizado y federalista, muy de acuerdo con la estructura de distritos
propia de la ciudad, que de esta manera ofrecía la participación del casi un
millón ochocientos mil habitantes de París. Este esquema que se elevaba desde
la base: Clubs, Batallones, asambleas de distrito, delegados de distrito, hasta
la Asamblea General de la Comuna, y la Comisión Ejecutiva, constituían un avanzado
y perfeccionado sistema de Democracia Directa.
Pero desgraciadamente,
las condiciones en las que se desarrollaba la lucha contra Versalles, fueron
obligando a los Comunalistas a adoptar unas actitudes más y más autoritarias.
Los errores acontecidos en el campo militar, tan perfectamente descrito por
Luis Carreras, no podían por menos que tener su secuela en los diferentes
aspectos de la Comuna.
Así se volvió al viejo
sistema de las quintas, se decretaba y mandaba a todo tren para prevenir ésto o
aquello, pero dejando de consultar a la mayoría de la población, y pronto, demasiado
pronto la Comuna no tardó en convertirse en un gobierno más, con su aparato de
Estado, su Ejército, etc., de esta forma, utilizando unas palabras de M. Bakunin:
«para combatir a la reacción monárquica y clerical debieron, olvidando y sacrificando
las primeras condiciones del socialismo revolucionario, organizarse, en reacción
jacobina» y todo ello culminó, ya muy avanzado el mes de mayo, con la formación
de un Comité de Salud Pública y con la reinstauración de la pena de muerte...
A pesar de que
afortunadamente Luis Carreras, rehúsa entregarse, como hicieron los autores reaccionarios
de la época, a explicarnos con todo lujo de detalles los “horrores" a que
se entregaron los comuneros, en la última semana -la semana sangrienta-, ni
tampoco cae en el error de presentarnos el París de los últimos días como una
orgía de sangre y fuego, no podemos dejar de apreciar una cierta ambigüedad y
un amago de crítica, ante los escasísimos ajusticiamientos de rehenes, crítica
que compartimos -como hicieron la mayoría de obreros internacionalistas que
participaron en la Comuna, y en el preciso momento en que se produjeron-, ese
incidente no debe hacernos perder el hilo conductor. Las escasísimas «atrocidades"
de los comuneros' se multiplican por cien o por mil en el campo versallés. Así,
aun hoy en día -a pesar de lo que afirma Carreras- no está muy claro quienes fueron
los que se dedicaron con más encarnizamiento al incendio de París, pues aunque
resulta evidente la existencia de incendios provocados por mujeres armadas de
botellas de alcohol - y petróleo (petroleuses), o por los mismos Guardias
Nacionales, éstos fueron absolutamente espontáneos y no tenían otro objeto que dificultar
el acceso de los versalleses a la ciudad. En contrapartida si tenemos pruebas,
es de que los que se dedicaron a una destrucción sistemática, organizada y
aprobada en los despachos ministeriales, fueron los soldados de Versalles, que
alentados por sus jefes llegaron a plantear acciones tan escalofriantes como el
intento de quema del Louvre.
Y es que, como ya
hemos dicho, la obra de Luis Carreras no puede ser entendida, sino como lo que
es: un folleto propagandístico, no exento de pequeños o grandes errores que no
significan más que una cierta precipitación y falta de datos, así como, una
excesiva credibilidad de la prensa del momento. Buen ejemplo de algunos de
estos errores es el dar por muertos a personajes que poco tiempo después
retornarían a la vida pública, en los distintos países de exilio, como Hemy -el
ayudante de Flourens- o J. Valles -miembro de la Comuna y director del
periódico revolucionario "Le Cri du Peuple, o que caiga en el tópico de que
en las elecciones de la Comuna se produjo un alto grado de abstención, cuando
en realidad, la cifra de 250.00O votantes en la ciudad de París, se repite
continuamente en la época del Imperio, y es ligeramente superior a unas
elecciones habidas en el 1891, ¡20 años después!.
Para finalizar,
quisiéramos apuntar que los defectos del texto de Luis Carreras, no invalidan
en absoluto, el interés general del mismo, toda vez que creemos que estos quedaran
debidamente subsanados, al situar el folleto en su adecuado contexto
temporal-ideológico, como hemos tratado de hacer en esta Introducción, Y
además, por que aún prescindiendo de estos errores, la excelente y detallada
exposición, y sobre todo la interesante documentación y las muy cuidadas
ilustraciones que contiene el presente folleto, hacen de él, una obra de imprescindible y necesaria lectura.
Desde el punto de vista de la historia del movimiento obrero, la Comuna de París, señalaría el fin del sueño que significó la AIT o Primera Internacional. Marx y Engels, consideraron que después del fracaso de la Comuna y de la valoración antagónica que de ella realizaron los marxistas y los anarquistas, ya no podían continuar juntos en una sola organización de todos los obreros, así pocos años después crearon la 2ª Internacional, o Internacional Socialista.
Para apreciar adecuadamente las diversas valoraciones sobre la Comuna de París podemos ver los siguientes textos:
De Federico Engels: ¨Introducción a la Guerra Civil en Francia", texto que ha sido denominado como el más anarquista de los textos de Karl Marx.
Contra esta transformación, inevitable en todos los Estados anteriores, del aparato estatal y sus órganos, de servidores de la sociedad en amos de ella, la Comuna empleó dos remedios infalibles. En primer lugar, cubrió todos los cargos administrativos, judiciales y educacionales por elección, mediante sufragio universal, concediendo a los electores el derecho a revocar en todo momento a sus elegidos. En segundo lugar, pagaba a todos los funcionarios, altos y bajos, el mismo salario que a los demás trabajadores. El sueldo máximo asignado por la Comuna era de 6.000 francos. Con este sistema se ponía una barrera eficaz al arribismo y a la caza de cargos, y esto sin contar con los mandatos imperativos que, por añadidura, introdujo la Comuna para los diputados a los cuerpos representativos.
Para apreciar adecuadamente las diversas valoraciones sobre la Comuna de París podemos ver los siguientes textos:
De Federico Engels: ¨Introducción a la Guerra Civil en Francia", texto que ha sido denominado como el más anarquista de los textos de Karl Marx.
La Comuna tuvo
que reconocer desde el primer momento que la clase obrera, al llegar al
Poder, no puede seguir gobernando con la vieja máquina del Estado; que, para no
perder de nuevo su dominación recién conquistada, la clase obrera tiene, de una
parte, que barrer toda la vieja máquina represiva utilizada hasta entonces contra
ella, y, de otra parte, precaverse contra sus propios diputados y funcionarios,
declarándolos a todos, sin excepción, revocables en cualquier momento. ¿Cuáles
habían sido las características del Estado hasta entonces? En un principio,
por medio de la simple división del trabajo, la sociedad se creó los órganos
especiales destinados a velar por sus intereses comunes. Pero, a la larga,
estos órganos, a cuya cabeza estaba el Poder estatal persiguiendo sus propios
intereses específicos, se convirtieron de servidores de la sociedad en señores de
ella. Esto puede verse, por ejemplo, no solo en las monarquías hereditarias,
sino también en las repúblicas democráticas. No hay ningún país en que los
“políticos” formen un sector más poderoso y más separado de la nación que en
los EE.UU. Aquí cada uno de los dos grandes partidos que se alternan en
el Poder está a su vez gobernado por gentes que hacen de la política un
negocio, que especulan con los escaños de las asambleas legislativas de la Unión y de
los distintos Estados Federados, o que viven de la agitación en favor de su
partido y son retribuidos con cargos cuando este triunfa. Es sabido que los
estadounidenses llevan treinta años esforzándose por sacudir este yugo, que
ha llegado a ser insoportable, y que, a pesar de todo, se hunden cada vez más en
este pantano de corrupción. Y es precisamente en los EE.UU. donde podemos
ver mejor cómo progresa esta independización del Estado frente a la
sociedad, de la que originariamente estaba destinado a ser un simple instrumento.
Allí no hay dinastía, ni nobleza, ni ejército permanente –fuera del puñado de
hombres que montan la guardia contra los indios–, ni burocracia con cargos
permanentes y derecho a jubilación. Y, sin embargo, en los EE.UU. nos encontramos
con dos grandes cuadrillas de especuladores políticos que alternativamente
se posesionan del Poder estatal y lo explotan por los medios más corruptos y
para los fines más corruptos; y la nación es impotente frente a estos dos
grandes consorcios de políticos, pretendidos servidores suyos, pero que, en
realidad, la dominan y la saquean.
Contra esta transformación, inevitable en todos los Estados anteriores, del aparato estatal y sus órganos, de servidores de la sociedad en amos de ella, la Comuna empleó dos remedios infalibles. En primer lugar, cubrió todos los cargos administrativos, judiciales y educacionales por elección, mediante sufragio universal, concediendo a los electores el derecho a revocar en todo momento a sus elegidos. En segundo lugar, pagaba a todos los funcionarios, altos y bajos, el mismo salario que a los demás trabajadores. El sueldo máximo asignado por la Comuna era de 6.000 francos. Con este sistema se ponía una barrera eficaz al arribismo y a la caza de cargos, y esto sin contar con los mandatos imperativos que, por añadidura, introdujo la Comuna para los diputados a los cuerpos representativos.
Esta labor de
destrucción del viejo Poder estatal y de su reemplazo por otro nuevo y
verdaderamente democrático es descrita con todo detalle en el capítulo tercero de La
Guerra Civil. Sin embargo, era necesario detenerse a examinar aquí brevemente
algunos de los rasgos de este reemplazo por ser precisamente en Alemania
donde la fe supersticiosa en el Estado se ha trasladado del campo filosófico a la
conciencia general de la burguesía e incluso a la de muchos obreros. Según
la concepción filosófica, el Estado es la “realización de la idea” o, traducido al
lenguaje filosófico, el reino de Dios en la tierra, el campo en que se hacen o deben
hacerse realidad la verdad y la justicia eternas. De aquí nace una veneración
supersticiosa hacia el Estado y hacia todo lo que con él se relaciona, veneración que
va arraigando más fácilmente en la medida en que la gente se acostumbra desde
la infancia a pensar que los asuntos e intereses comunes a toda la sociedad no
pueden ser mirados de manera distinta a como han sido mirados hasta aquí, es
decir, a través del Estado y de sus bien retribuidos funcionarios.
Y la gente cree
haber dado un paso enormemente audaz con librarse de la fe en la monarquía
hereditaria y jurar por la República democrática. En realidad, el Estado no es más
que una máquina para la opresión de una clase por otra, lo mismo en la
República democrática que bajo la monarquía; y en el mejor de
los casos, un
mal que el proletariado hereda luego que triunfa en su lucha por
la dominación de
clase. El proletariado victorioso, tal como hizo la Comuna, no podrá por
menos de amputar inmediatamente los peores lados de este mal, hasta que una
generación futura, educada en condiciones sociales nuevas y libres, pueda
deshacerse de todo ese trasto viejo del Estado.
Últimamente las
palabras “dictadura del proletariado” han vuelto a sumir en santo terror al
filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, ¿queréis saber qué faz presenta
esta dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del
proletariado!
Veamos a continuación un fragmento del texto de Mijail Bakunin: "La Comuna de París y la noción del Estado"
Esta obra, como
todos los escritos que hasta la fecha he publicado, nació de los
acontecimientos. Es la continuación natural de las Cartas a un francés, publicadas en
septiembre de 1870, y en las cuales tuve el fácil y triste honor de prever y
predecir las horribles desgracias que hieren hoy a Francia, y con ella, a todo el mundo
civilizado; desgracias contra las que no había ni queda ahora más que un
remedio: la revolución social.
Probar esta
verdad, de aquí en adelante incontestable, por el desenvolvimiento histórico de la
sociedad, y por los hechos mismos que se desarrollan bajo nuestros ojos en
Europa, de modo que sea aceptada por todos los hombres de buena fe, por
todos los investigadores sinceros de la verdad, y luego exponer francamente, sin
reticencia, sin equívocos, los principios filosóficos tanto como los fines
prácticos que constituyen, por decirlo así, el alma activa, la base y el fin de lo que
llamamos la revolución social, es el objeto del presente trabajo.
La tarea que me
impuse no es fácil, lo sé, y se me podría acusar de presunción si aportase a
este trabajo una pretensión personal. Pero no hay tal cosa, puedo asegurarlo al
lector. No soy ni un sabio ni un filósofo, ni siquiera un escritor de oficio.
Escribí muy poco en mi vida y no lo hice nunca sino en caso de necesidad, y
solamente cuando una convicción apasionada me forzaba a vencer mi repugnancia
instintiva a manifestarme mediante mis escritos.
¿Qué soy yo, y
qué me impulsa ahora a publicar este trabajo? Soy un buscador
apasionado de la
verdad y un enemigo no menos encarnizado de las ficciones perjudiciales de
que el partido del orden, ese representante oficial, privilegiado e interesado de
todas las ignominias religiosas, metafísicas, políticas, jurídicas, económicas y
sociales, presentes y pasadas, pretende servirse hoy todavía para embrutecer y
esclavizar al mundo. Soy un amante fanático de la libertad, considerándola
como el único medio en el seno de la cual pueden desarrollarse y crecer la
inteligencia, la dignidad y la dicha de los hombres; no de esa libertad formal,
otorgada, medida y reglamentada por el Estado, mentira eterna y que en realidad no
representa nunca nada más que el privilegio de unos pocos fundado sobre la
esclavitud de todo el mundo; no de esa libertad individualista, egoísta, mezquina y
ficticia, pregonada por la escuela de J. J. Rousseau, así como todas las demás
escuelas del liberalismo burgués, que consideran el llamado derecho de todos,
representado por el Estado, como el límite del derecho de cada uno, lo cual lleva
necesariamente y siempre a la reducción del derecho de cada uno a cero.
No, yo entiendo
que la única libertad verdaderamente digna de este nombre es la que consiste
en el pleno desenvolvimiento de todas las facultades materiales, intelectuales y
morales de cada individuo. Y es que la libertad, la auténtica, no reconoce
otras restricciones que las propias de las leyes de nuestra propia naturaleza. Por
lo que, hablando propiamente, la libertad no tiene restricciones, puesto que esas
leyes no nos son impuestas por un legislador, sino que nos son inmanentes,
inherentes, y constituyen la base misma de todo nuestro ser, y no pueden ser
vistas como una limitante, sino que más bien debemos considerarlas como las
condiciones reales y la razón efectiva de nuestra libertad.
Yo me refiero a
la libertad de cada uno que, lejos de agotarse frente a la libertad del
otro, encuentra en ella su confirmación y su extensión hasta el infinito; la
libertad ilimitada de cada uno por la libertad de todos, la libertad en la solidaridad,
la libertad en la igualdad; la libertad triunfante sobre el principio de la fuerza
bruta y el principio de autoridad que nunca ha sido otra cosa que la expresión ideal
de esa fuerza; la libertad que, después de haber derribado todos los ídolos
celestes y terrestres, fundará y organizará un mundo nuevo: el de la humanidad
solidaria, sobre la ruina de todas la Iglesias y de todos los Estados.
Soy un
partidario convencido de la igualdad económica y social, porque sé que fuera de
esa igualdad, la libertad, la justicia, la dignidad humana, la moralidad y el
bienestar de los individuos, lo mismo que la prosperidad de las naciones, no
serán más que otras tantas mentiras. Pero, partidario incondicional de la libertad,
esa condición primordial de la humanidad, pienso que la igualdad debe
establecerse en el mundo por la organización espontánea del trabajo y de la propiedad
colectiva de las asociaciones productoras libremente organizadas y federadas en
las comunas, mas no por la acción suprema y tutelar del Estado.
Este es el punto
que nos divide a los socialistas revolucionarios de los comunistas
autoritarios que defienden la iniciativa absoluta del Estado. El fin es el mismo, ya
que ambos deseamos por igual la creación de un orden social nuevo, fundado
únicamente sobre la organización del trabajo colectivo en condiciones
económicas de irrestricta igualdad para todos, teniendo como base la posesión
colectiva de los instrumentos de trabajo.
Ahora bien, los
comunistas se imaginan que podrían llegar a eso por el desenvolvimiento
y por la organización de la potencia política de las clases obreras, y principalmente
del proletariado de las ciudades, con ayuda del radicalismo burgués,
mientras que los socialistas revolucionarios, enemigos de toda ligazón y de toda alianza
equívoca, pensamos que no se puede llegar a ese fin más que por el
desenvolvimiento y la organización de la potencia no política sino social de
las masas obreras,
tanto de las ciudades como de los campos, comprendidos en ellas los hombres de
buena voluntad de las clases superiores que, rompiendo con todo su pasado,
quieran unirse francamente a ellas y acepten íntegramente su programa.
He ahí dos
métodos diferentes. Los comunistas creen deber el organizar a las fuerzas
obreras para posesionarse de la potencia política de los Estados. Los socialistas
revolucionarios nos organizamos teniendo en cuenta su inevitable destrucción, o,
si se quiere una palabra más cortés, teniendo en cuenta la liquidación de
los Estados. Los comunistas son partidarios del principio y de la práctica de
la autoridad, los socialistas revolucionarios no tenemos confianza más que en la
libertad. Partidarios unos y otros de la ciencia que debe liquidar a la fe, los
primeros quisieran imponerla y nosotros nos esforzamos en propagarla, a fin de que los
grupos humanos se convenzan por ellos mismos, se organicen y se federen de
manera espontánea, libre; de abajo hacia arriba conforme a sus intereses
reales, pero nunca siguiendo un plan trazado de antemano e impuesto a las masas
ignorantes por algunas inteligencias superiores.
Los socialistas
revolucionarios pensamos que hay mucha más razón práctica y espíritu en
las aspiraciones instintivas y en las necesidades reales de las masas populares, que
en la inteligencia profunda de todos esos doctores y tutores de la humanidad
que, a tantas tentativas frustradas para hacerla feliz, pretenden añadir otro
fracaso más. Los socialistas revolucionarios pensamos, al contrario, que la humanidad
ya se ha dejado gobernar bastante tiempo, demasiado tiempo, y se ha
convencido de que la fuente de sus desgracias no reside en tal o cual forma de
gobierno, sino en el principio y en el hecho mismo del gobierno, cualquiera que
este sea.
Esta es, en fin,
la contradicción que existe entre el comunismo científicamente
desarrollado por
la escuela alemana y aceptado en parte por los socialistas americanos e ingleses,
y el socialismo revolucionario ampliamente desenvuelto y llevado hasta
sus últimas consecuencias por el proletariado de los países latinos.
El socialismo
revolucionario llevó a cabo un intento práctico en la Comuna de París.
Soy un
partidario de la Comuna de París, la que no obstante haber sido masacrada y
sofocada en sangre por los verdugos de la reacción monárquica y clerical, no
por eso ha dejado de hacerse más vivaz, más poderosa en la imaginación y en
el corazón del proletariado de Europa; soy partidario de ella sobre todo
porque ha sido una audaz negativa del Estado.
Es un hecho
histórico el que esa negación del Estado se haya manifestado precisamente en
Francia, que ha sido hasta ahora el país más proclive a la centralización
política; y que haya sido precisamente París, la cabeza y el creador histórico de esa
gran civilización francesa, el que haya tomado la iniciativa. París, abdicando de su
corona y proclamando con entusiasmo su propia decadencia para dar la
libertad y la vida a Francia, a Europa, al mundo entero; París, afirmando
nuevamente su potencia histórica de iniciativa al mostrar a todos los pueblos esclavos
el único camino de emancipación y de salvación; París, que da un golpe mortal
a las tradiciones políticas del radicalismo burgués y una base real al
socialismo revolucionario; París, que merece de nuevo las maldiciones de todas las
gentes reaccionarias de Francia y de Europa; París, que se envuelve en sus ruinas
para dar un solemne desmentido a la reacción triunfante; que salva, con su
desastre, el honor y el porvenir de Francia y demuestra a la humanidad que si
bien la vida, la inteligencia y la fuerza moral se han retirado de las clases
superiores, se conservaron enérgicas y llenas de porvenir en el proletariado;
París, que inaugura la era nueva, la de la emancipación definitiva y completa de
las masas populares y de su real solidaridad a través y a pesar de las fronteras
de los Estados; París, que mata la propiedad y funda sobre sus ruinas la
religión de la humanidad; París, que se proclama humanitario y ateo y
reemplaza las funciones divinas por las grandes realidades de la vida social y la fe
por la ciencia; las mentiras y las iniquidades de la moral religiosa, política y
jurídica por los principios de la libertad, de la justicia, de la igualdad y de la
fraternidad, fundamentos eternos de toda moral humana; París heroico y racional
confirmando con su caída el inevitable destino de la humanidad, transmitiéndolo
mucho más enérgico y viviente a las generaciones venideras; París, inundado
en la sangre de sus hijos más generosos. París, representación de la humanidad
crucificada por la reacción internacional bajo la inspiración inmediata de
todas las iglesias cristianas y del gran sacerdote de la iniquidad, el Papa. Pero la
próxima revolución internacional y solidaria de los pueblos será la resurrección
de París.
Tal es el
verdadero sentido y tales las consecuencias bienhechoras e inmensas de los dos meses
memorables de la existencia y de la caída imperecedera de la Comuna de París.
La Comuna de
París ha durado demasiado poco tiempo y ha sido demasiado obstaculizada en
su desenvolvimiento interior por la lucha mortal que debió sostener contra
la reacción de Versalles, para que haya podido, no digo aplicar, sino elaborar
teóricamente su programa socialista. Por lo demás, es preciso reconocerlo, la
mayoría de los miembros de la Comuna no eran socialistas propiamente y,
si se mostraron tales, es que fueron arrastrados invisiblemente por la fuerza
irresistible de las cosas, por la naturaleza de su ambiente, por las necesidades de
su posición y no por su convicción íntima. Los socialistas, a la cabeza de los
cuales se coloca naturalmente nuestro amigo Varlin, no formaban en la Comuna más
que una minoría ínfima; a lo sumo no eran más que unos catorce o quince
miembros. El resto estaba compuesto por jacobinos. Pero entendámonos,
hay jacobinos y jacobinos. Existen los jacobinos abogados y doctrinarios,
como el señor Gambetta, cuyo republicanismo positivista, presuntuoso,
despótico y formalista, habiendo repudiado la antigua fe revolucionaria y
no habiendo conservado del jacobinismo más que el culto de la unidad y de
la autoridad, entregó la Francia popular a los prusianos y más tarde a la
reacción interior; y existen los jacobinos francamente revolucionarios, los héroes, los
últimos representantes sinceros de la fe democrática de 1793, capaces de
sacrificar su unidad y su autoridad bien amadas, a las necesidades de la
revolución, ante todo; y como no hay revolución sin masas populares, y como esas masas
tienen eminentemente hoy el instinto socialista y no pueden ya hacer otra
revolución que una revolución económica y social, los jacobinos de buena fe,
dejándose arrastrar más y más por la lógica del movimiento revolucionario,
acabaron convirtiéndose en socialistas a su pesar.
Tal fue
precisamente la situación de los jacobinos que formaron parte de la Comuna de París.
Delescluze y muchos otros firmaron proclamas y programas cuyo espíritu
general y cuyas promesas eran positivamente socialistas. Pero como a pesar de
toda su buena fe y de toda su buena voluntad no eran más que individuos
arrastrados al campo socialista por la fuerza de las circunstancias, como no tuvieron
tiempo ni capacidad para vencer y suprimir en ellos el cúmulo de
prejuicios burgueses que estaban en contradicción con el socialismo, hubieron de
paralizarse y no pudieron salir de las generalidades, ni tomar medidas
decisivas que hubiesen roto para siempre todas sus relaciones con el mundo burgués.
Fue una gran
desgracia para la Comuna y para ellos; fueron paralizados y paralizaron la
Comuna; pero no se les puede reprochar como una falta. Los hombres no se
transforman de un día a otro y no cambian de naturaleza ni de hábitos a
voluntad. Han probado su sinceridad haciéndose matar por la Comuna. ¿Quién
se atreverá a pedirles más?
Son tanto más
excusables cuanto que el pueblo de París mismo, bajo la influencia del
cual han pensado y obrado, era mucho más socialista por instinto que por idea o
convicción reflexiva. Todas sus aspiraciones son en el más alto grado y
exclusivamente socialistas; pero sus ideas o más bien sus representaciones tradicionales
están todavía bien lejos de haber llegado a esta altura. Hay todavía muchos
prejuicios jacobinos, muchas imaginaciones dictatoriales y gubernamentales
en el proletariado de las grandes ciudades de Francia y aun en el de París.
El culto a la autoridad religiosa, esa fuente histórica de todas las desgracias, de
todas las depravaciones y de todas las servidumbres populares no ha sido
desarraigado aún completamente de su seno. Esto es tan cierto que hasta los hijos
más inteligentes del pueblo, los socialistas más convencidos, no llegaron aún a
libertarse de una manera completa de ella. Mirad su conciencia
y encontraréis
al jacobino, al gubernamentalista, rechazado hacia algún rincón
muy oscuro y
vuelto muy modesto, es verdad, pero no enteramente muerto.
Por otra parte,
la situación del pequeño número de los socialistas convencidos que
han constituido parte de la Comuna era excesivamente difícil. No
sintiéndose suficientemente sostenidos por la gran masa de la población
parisiense, influenciando apenas sobre unos millares de individuos, la organización
de la Asociación Internacional, por lo demás muy imperfecta, han debido
sostener una lucha diaria contra la mayoría jacobina. ¡Y en med io de qué
circunstancias! Les ha sido necesario dar trabajo y pan a algunos centenares de millares de
obreros, organizarlos y armarlos combatiendo al mismo tiempo las maquinaciones
reaccionarias en una ciudad inmensa como París, asediada, amenazada por el
hambre, y entregada a todas las sucias empresas de la reacción que había podido
establecerse y que se mantenía en Versalles, con el permiso y por la gracia de
los prusianos. Les ha sido necesario oponer un gobierno y un ejército
revolucionarios al gobierno y al ejército de Versalles, es decir, que para combatir la
reacción monárquica y clerical, han debido, olvidando y sacrificando ellos mismos las
primeras condiciones del socialismo revolucionario, organizarse en reacción
jacobina.
¿No es natural
que en medio de circunstancias semejantes, los jacobinos, que eran los más
fuertes, puesto que constituían la mayoría en la Comuna y que además poseían
en un grado infinitamente superior el instinto político, la tradición y
la práctica de la organización gubernamental, hayan tenido inmensas
ventajas sobre los socialistas? De lo que hay que asombrarse es de que no se hayan
aprovechado mucho más de lo que lo hicieron, de que no hayan dado a la
sublevación de París un carácter exclusivamente jacobino y de que se hayan dejado
arrastrar, al contrario, a una revolución social.
Sé que muchos
socialistas, muy consecuentes en su teoría, reprochan a nuestros amigos
de París el no haberse mostrado suficientemente socialistas en su práctica
revolucionaria, mientras que todos los ladrones de la prensa burguesa los
acusan, al contrario, de no haber seguido más que demasiado fielmente el
programa del socialismo. Dejemos por el momento a un lado a los innobles
denunciadores de esa prensa, y observemos que los severos teóricos de la emancipación
del proletariado son injustos hacia nuestros hermanos de París porque, entre
las teorías más justas y su práctica, hay una distancia inmensa que no se
franquea en algunos días. El que ha tenido la dicha de conocer a Varlin, por
ejemplo, para no nombrar sino a aquel cuya muerte es cierta, sabe cómo han sido
apasionadas, reflexivas y profundas en él y en sus amigos las convicciones
socialistas. Eran hombres cuyo celo ardiente, cuya abnegación y buena fe no
han podido ser nunca puestas en duda por nadie de los que se les hayan
acercado. Pero precisamente porque eran hombres de buena fe, estaban llenos
de desconfianza en sí mismos al tener que poner en práctica la obra inmensa a
que habían dedicado su pensamiento y su vida. Tenían por lo demás la
convicción de que en la revolución social, diametralmente opuesta a la revolución
política, la acción de los individuos es casi nula y, por el contrario, la acción
espontánea de las masas lo es todo. Todo lo que los individuos pueden hacer es
elaborar, aclarar y propagar las ideas que corresponden al instinto popular y además
contribuir con sus esfuerzos incesantes a la organización revolucionaria
del potencial natural de las masas, pero nada más, siendo el pueblo
trabajador al que corresponde hacerlo todo. Ya que actuando de otro modo se llegaría
a la dictadura política, es decir, a la reconstitución del Estado, de los
privilegios, de las desigualdades, llegándose al restablecimiento de la esclavitud
política, social, económica de las masas populares.
Varlin y sus
amigos, como todos los socialistas sinceros, y en general como todos los
trabajadores nacidos y educados en el pueblo, compartían en el más alto
grado esa prevención perfectamente legítima contra la iniciativa continua de los
mismos individuos, contra la dominación ejercida por las individualidades
superiores; y como ante todo eran justos, dirigían también esa prevención,
esa desconfianza, contra sí mismos más que contra todas las otras
personas. Contrariamente a ese pensamiento de los comunistas autoritarios,
según mi opinión, completamente erróneo, de que una revolución social puede ser
decretada y organizada sea por una dictadura, sea por una asamblea
constituyente salida de una revolución política, nuestros amigos, los socialistas de
París, han pensado que no podía ser hecha y llevada a su pleno desenvolvimiento
más que por la acción espontánea y continua de las masas, de los grupos y de
las asociaciones populares.
Nuestros amigos
de París han tenido mil veces razón. Porque, en efecto, por general que
sea, ¿cuál es la cabeza, o si se quiere hablar de una dictadura colectiva,
aunque estuviese formada por varios centenares de individuos dotados de
facultades superiores, cuáles son los cerebros capaces de abarcar la infinita
multiplicidad y diversidad de los intereses reales, de las aspiraciones, de las voluntades,
de las necesidades cuya suma constituye la voluntad colectiva de un pueblo, y
capaces de inventar una organización social susceptible de satisfacer a
todo el mundo? Esa organización no será nunca más que un lecho de Procusto sobre el cual, la violencia más o menos marcada del Estado forzará a la
desgraciada sociedad a extenderse. Esto es lo que sucedió siempre hasta ahora, y
es precisamente a este sistema antiguo de la organización por la fuerza a lo que
la revolución social debe poner un término, dando a las masas su plena libertad,
a los grupos, a las comunas, a las asociaciones, a los individuos mismos, y
destruyendo de una vez por todas la causa histórica de todas las violencias, el
poder y la existencia misma del Estado, que debe arrastrar en su caída todas las
iniquidades del derecho jurídico con todas las mentiras de los cultos diversos,
pues ese derecho y esos cultos no han sido nunca nada más que la
consagración obligada, tanto ideal como real, de todas las violencias representadas,
garantizadas y privilegiadas por el Estado.
Es evidente que
la libertad no será dada al género humano, y que los intereses reales
de la sociedad, de todos los grupos, de todas las organizaciones locales así como
de todos los individuos que la forman, no podrán encontrar satisfacción
real más que cuando no haya Estados. Es evidente que todos los intereses
llamados generales de la sociedad, que el Estado pretende representar y que en
realidad no son otra cosa que la negación general y consciente de los intereses
positivos de las regiones, de las comunas, de las asociaciones y del mayor número
de individuos a él sometidos, constituyen una ficción, una obstrucción, una
mentira, y que el Estado es como una carnicería y como un inmenso
cementerio donde, a su sombra, acuden generosa y beatamente, a dejarse inmolar
y enterrar, todas las aspiraciones reales, todas las fuerzas vivas de un país; y
como ninguna abstracción existe por sí misma, ya que no tiene ni piernas para
caminar, ni brazos para crear, ni estómago para digerir esa masa de víctimas que se
le da para devorar, es claro que también la abstracción religiosa o celeste de
Dios representa en realidad los intereses positivos, reales, de una casta
privilegiada: el clero, y su complemento terrestre, la abstracción política, el Estado,
representa los intereses no menos positivos y reales de la clase explotadora que
tiende a englobar todas las demás: la burguesía. Y como el clero está
siempre dividido y hoy tiende a dividirse todavía más en una minoría muy poderosa y
muy rica, y una mayoría muy subordinada y hasta cierto punto miserable. Por
su parte, la burguesía y sus diversas organizaciones políticas y sociales, en la
industria, en la agricultura, en la banca y en el comercio, al igual que en todos los
órganos administrativos, financieros, judiciales, universitarios, policiales y
militares del Estado, tiende a escindirse cada día más en una oligarquía
realmente dominadora y en una masa innumerable de seres más o menos vanidosos
y más o menos decaídos que viven en una perpetua ilusión, rechazados
inevitablemente y empujados, cada vez más, hacia el proletariado por una fuerza
irresistible: la del desenvolvimiento económico actual, quedando reducidos a
servir de instrumentos ciegos de esa oligarquía omnipotente.
La abolición de
la Iglesia y del Estado debe ser la condición primaria e indispensable de
la liberación real de la sociedad; después de eso, ella sola puede y debe
organizarse de otro modo, pero no de arriba a abajo y según un plan ideal, soñado
por algunos sabios, o bien a golpes de decretos lanzados por alguna fuerza dictatorial
o hasta por una asamblea nacional elegida por el sufragio universal. Tal
sistema, como lo he dicho ya, llevaría inevitablemente a la creación de un nuevo
Estado, y, por consiguiente, a la formación de una aristocracia gubernamental,
es decir, de una clase entera de gentes que no tienen nada en común con la
masa del pueblo y, ciertamente, esa clase volvería a explotar y a someter bajo el
pretexto de la felicidad común, o para salvar al Estado.
La futura
organización social debe ser estructurada solamente de abajo a arriba, por la
libre asociación y federación de los trabajadores, en las asociaciones primero, después
en las comunas, en las regiones, en las naciones y finalmente en una gran
federación internacional y universal. Es únicamente entonces cuando se
realizará el orden verdadero y vivificador de la libertad y de la dicha general, ese
orden que, lejos de renegar, afirma y pone de acuerdo los intereses de los
trabajadores y los de la sociedad.
Se dice que el
acuerdo y la solidaridad universal de los individuos y de la sociedad no
podrá realizarse nunca porque esos intereses, siendo contradictorios, no están en
condición de contrapesarse ellos mismos o bien de llegar a un acuerdo
cualquiera. A una objeción semejante responderé que si hasta el presente los intereses no
han estado nunca ni en ninguna parte en acuerdo mutuo, ello tuvo su causa en
el Estado, que sacrificó los intereses de la mayoría en beneficio de una minoría
privilegiada. He ahí por qué esa famosa incompatibilidad y esa lucha de
intereses personales con los de la sociedad, no es más que otro engaño y una mentira
política, nacida de la mentira teológica que imaginó la doctrina del pecado
original para deshonrar al hombre y destruir en él la conciencia de su propio
valor. Esa misma idea falsa del antagonismo de los intereses fue creada también
por los sueños de la metafísica que, como se sabe, es próxima pariente de la
teología. Desconociendo la sociabilidad de la naturaleza humana, la metafísica
consideraba la sociedad como un agregado mecánico y puramente artificial de
individuos asociados repentinamente en nombre de un tratado cualquiera,
formal o secreto, concluido libremente, o bien bajo la influencia de una fuerza
superior. Antes de unirse en sociedad, esos individuos, dotados de una especie de
alma inmortal, gozaban de una absoluta libertad.
Pero si los
metafísicos, sobre todo los que creen en la inmortalidad del alma, afirman
que los hombres fuera de la sociedad son seres libres, nosotros llegamos
entonces inevitablemente a una conclusión: que los hombres no pueden unirse en
sociedad más que a condición de renegar de su libertad, de su
independencia natural y de sacrificar sus intereses, personales primero y grupales
después. Tal renunciamiento y tal sacrificio de sí mismos debe ser por eso tanto
más imperioso cuanto que la sociedad es más numerosa y su organización más
compleja. En tal caso, el Estado es la expresión de todos los sacrificios
individuales. Existiendo bajo una semejante forma abstracta, y al mismo
tiempo violenta, continúa perjudicando más y más la libertad individual en
nombre de esa mentira que se llama felicidad pública, aunque es evidente que
esta no representa más que los intereses de la clase dominante. El Estado, de ese
modo, se nos aparece como una negación inevitable y como una aniquilación de
toda libertad, de todo interés individual y general.
El punto de ruptura fué sin duda el tema del Estado. Para los anarquistas: "Lo primero a mencionar, es que para
los anarquistas el Estado es la organización del poder de la clase dominante.
Una maquinaria al servicio de sus intereses, administrada por una casta de
especialistas que, asentados en el desarrollo de la división social del
trabajo, gobiernan, pero no siempre dominan. Por otro lado, al ser una
entidad históricamente creada está sujeta a transformaciones y, eventualmente,
a desaparecer. Hasta acá pareciera que no hay mayores diferencias ni si quiera
con el marxismo. Se podrían sentar una infinidad de pasajes que corroboraran
esto, sin embargo, hay un punto que suele escapar a la lectura apresurada. Y es
que, para el anarquismo, el Estado no es sólo una maquinaria, un instrumento
sino un principio de organización, es decir, una forma
determinada de organizar el poder de una sociedad. En
palabras de Eduardo Colombo “el
Estado es, fundamentalmente, un paradigma de estructuración jerárquica de la
sociedad” y se le debe pesar, antes de todo, como una
relación social, no como una cosa que llega y se ocupa para ejercer la
fuerza, sino que, antes que fuerza, el Estado es una forma determinada de
organizarla, una que la vuelve autónoma de los productores directos y que
tiende a ponerse sobre ellos. De ahí las conocidas palabras de Bakunin que
aluden a una idea materialista del poder organizado de forma estatal: “Tómese al revolucionario más radical y colóquesele en el trono de
todas las Rusias, o désele el poder dictatorial con el que sueñan tantos de
nuestros jóvenes revolucionarios, y en un año se convertirá en alguien peor que
el propio emperador”. En esta
misma linea, P. Ansard, hace una sintética analogía, cuando dice que “lo político [entendido como poder político] es, con respecto a la
vida social, lo que el capital respecto del trabajo: una alienación de la
fuerza colectiva”. En
otras palabras el Estado no puede ser entendido sino como otro aspecto
del mismo proceso alienante de la fuerza humana creadora, propia de todo grupo
humano que, en tanto que humano, es creador de su propio espacio histórico. El
capital y el Estado son momentos aparentemente separados de un único momento.
Aún así, contra todo análisis simplista que suele ver a todos los gatos pardos,
el capital tanto como el Estado, son formas complementarias pero no reductibles
la una a la otra, y que hoy constituyen la realidad del capitalismo reinante.
Así, el anarquismo entiende que “el
poder político y la riqueza son inseparables”,
pero también irreductibles. Por lo tanto, no existe la concepción mecánica y
causal de que al eliminar la propiedad privada el Estado se extingue pos sí
sólo, sino que, a la luz de todas las experiencias históricas, el Estado
demostró ser un problema determinado a resolver en el proceso revolucionario y
que no puede dejarse a la suerte del las “puras” relaciones de propiedad. De
ahí que, para Bakunin y demás anarquistas, el problema de la revolución no
puede ser resuelto sin resolver de forma simultánea estos dos asuntos, ya que
se vuelve inevitable su íntima vinculación dialéctica.
Para los partidarios de Marx: "1.
Remontándonos al principio hay que recordar que Marx fue un critico de Hegel y
con su critica de la filosofía del derecho hegeliano replantea desde un punto
epistemológico y metódico el tema del Estado en donde tacha esa manera no sólo
metafísica [cabe recordar que Hegel no desarrolla su concepción del Estado de
acuerdo con el objeto sino al contrario, desarrolla al objeto partiendo del
pensamiento terminado en si] sino a la manera terriblemente
"acrítica" en donde Hegel acepta los acontecimientos tal como son por
creer en la determinación o mejor dicho, en el desarrollo del espíritu; en
contraste con el profundo espíritu revolucionario de Marx. Además de considerar
que la filosofía alemana no es mas que el reflejo o el "análisis
filosófico" de la burguesía, cosa que todavía no se vivía en Alemania.
2.
Detrás de todas esas ideas de democracia, de soberanía, de clases sociales,
etc., está su actitud radical en contra del capitalismo; Marx lo ve como un
generador de verdaderas calamidades: el Estado capitalista como una maquina
para la represión de una clase por otra; como el lugar en donde la lucha por el
poder [económico sobre todo] lleva a la explotación de unos hombres por otros;
la diferencia de clases trae como consecuencia la división del trabajo, en
intelectual y manual [cosa que esclaviza a los hombres a una sola actividad,
por consiguiente no pueden desarrollarse plenamente], entonces, los artículos
que produce la clase oprimida [en este caso los obreros] son considerados como
mera mercancía, además de que el único vinculo que los mantiene unidos en una
sociedad es el interés privado, la conservación de su propiedad y de su persona
egoísta.
Y
3. Se analiza también la situación de Alemania, que todavía era feudal; Marx de
ninguna manera acepta esa idea de nobleza y de realeza que se había venido
dando; nadie, según Marx, nace destinado a cierta actividad, para ser soberano
o esclavo, se burla ciertamente de la idea de las castas, es decir, creer que
porque eres descendiente de tal ilustre persona tú eres igual, se entendería
esto como una cuestión de zoología, (porque te estás determinando por tu cuerpo
no por tu intelecto).
Por
lo que corresponde a la segunda cuestión, la propuesta central de Marx es la
extinción del Estado [visto a la manera burguesa] y no es que sea un anarquista
propiamente dicho, que niegue al gobierno solo por negarlo: al hablar de una
"extinción del Estado", se refiere propiamente a que al llegar a la
realización de una verdadera comunidad humana, libre de las diferencias de clases,
ya no es necesario seguir sosteniendo toda esa estructura de poder que
"legitimaba" los abusos de los poseedores y que además servia para
regular las relaciones entre opresores y oprimidos. La abolición no es mas que
una consecuencia natural de esta superación del egoísmo humano y su pasión por
el poder, que no son otra cosa que las bases mismas del capitalismo.
Notas.
(1) Frederica Montseny:
La Comuna de París y la revolución española,
(2) No pretendemos
establecer una bibliografía, ni siquiera aproximada de la Comuna de París, sino
ofrecer al lector interesado una selección de aquellos libros que puedan ser
calificados de muy representativos. Por lo que respecta a los autores
socialistas:
* Karl Marx: “La
Guerra Civil en Francia”
*V.I.Lenin: “El Estado
y la revolución”
*M. Bakunin: “La
Comuna de París y la noción del Estado”
*P. Koprotkin: “Palabras
de un rebelde”
En cuanto a estudios
más académicos:
*M. Dommanget: “La
Commune et les comunards”
*G. Lefevbre: “La
proclamación de la Comuna”
(3) Entre las
versiones legadas por testigos presenciales de la Comuna' y que por supuesto
han
de ser leídas con
cierta precaución destacaríamos:
*Louise Michel: “La
Commune"
*P. O.Lissagaray: Historia
de la Comuna
*J.Vallés: “El Insurrecto”
–novela-
*E. Varlín: “Práctica militante
y recuerdos de un obrero comunero».
(4) La Asociación
Nacional de Trabajadores, en realidad no pasó de ser un tímido intento
claramente reformista,
de desbancar a los dirigentes anarquistas del seno de la Sección
Española de la A.l.T..
Curiosamente, uno de los más grandes pensadores libertarios F. Males, fue el único
que afirmó una cierta coherencia entre la FTRE y la ANT. Ésta última llegó a
publicar en Barcelona un peródico obrerista “El Nivel” en el que colaboraron
además de Luis Carreras, R. Castaña y P. Ripoll.
Como siempre deseo que os sea útil e interesante. En próximas entradas hablaremos de tres grandes personajes que intervinieron en los hechos de París: Louise Michel, Jules Vallés y Eugene Varlin, que podéis ver aquí:
http://terraxaman.blogspot.com.es/2013/10/heroes-de-la-comuna-de-paris-louise.html
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada