dimarts, de maig 19, 2015

UNA APROXIMACIÓN AL FENÓMENO DE LA BRUJERIA 3/4

LOS PROCEDIMIENTOS DE LA SANTA INQUISICIÓN




Cuando en una determinada zona, existía la sospecha de la existencia de núcleos de herejes o de brujas, la represión se iniciaba con el envío de tres o cuatro monjes inquisidores, los cuales reunían a toda la población en la iglesia. Un solemne sermón exhortaba a los fieles a que aportasen todos sus recursos para colaborar y a  los culpables a que solicitasen el divino perdón, presentándose ante los jueces en un plazo que oscilaba entre quince y treinta días -Tiempo de Gracia-. Durante ese período los que confesaran su error podían contar con la benevolencia y misericordia del tribunal. La confesión voluntaria solía evitar la pena de muerte y la prisión perpetua. Además del Edicto de Tiempo de Gracia, se hacía público el Edicto de Fe, que ordenaba a todos los cristianos, bajo pena de excomunión, a que denunciaran a los sospechosos de herejía o brujería.
Pasado el plazo de un mes, ya no se podía contar con la misericordia del tribunal. Los sospechosos eran perseguidos, la menor sospecha daba lugar a una minuciosa investigación. 





Los inculpados eran convocados mediante una citación, a veces verbal, a veces escrita que transmitía el cura de la parroquia quien se personaba en el domicilio del acusado, acompañado de testigos dignos de fe. Si se negaba a acudir, o se daba a la fuga, la inquisición lo comunicaba a los poderes civiles quienes procedían a encargase del caso. 







En el caso de que un acusado estuviese ausente, o dado a la fuga, quedaba inmediatamente excomulgado provisionalmente como medida cautelar y al cabo de un año, si persistía en no comparecer era excomulgado a perpetuidad.
Una vez detenido, el acusado era encarcelado a la espera de comparecer ante el tribunal, cosa que podía extenderse durante bastante tiempo, 











como fue el caso de San Juan de la Cruz que permaneció durante seis años encerrado a la espera de su juicio por tener tratos con el demonio y por hereje, hay que tener en cuenta que procedía de familia judía.
Dos Inquisidores con igual autoridad, estaban encargados de cada tribunal, ayudados por asistentes, notarios, secretarios, alguaciles, policías y consejeros especiales, además de los “Boni Viri”- hombres buenos - una especie de jurado formado por un número de personas que podía oscilar entre 2 o 20 y que gozaban de voz consultiva, aunque no asistían a los interrogatorios de los que sólo conocían los sumarios y las sentencias.
La  autoridad de los Tribunales eran tan grande que les permitía excomulgar o condenar por igual a reyes, príncipes y gentes del bajo pueblo. Los Inquisidores fueron pues personajes formidables, y en general gozaron de cierto prestigio de personas justas y misericordes, no obstante algunos, comoTorquemada o Spengler, se ganaron una mala fama, acusados de excesiva crueldad y de cometer excesos y abusos.
Los Tribunales de la Inquisición se establecían por períodos definidos en determinadas localidades, desde las cuales los inquisidores emitían las órdenes demandando que se presentase ante ellos cualquier culpable de herejía. Los Inquisidores podían interponer demandas contra cualquier persona sospechosa..
Si los inquisidores decidían juzgar a una persona sospechosa, el clérigo que inducía la sospecha, era el encargado de entregar la citación. La policía inquisitorial buscaba a aquellos que se habían negado a obedecer las citaciones y no se reconocía para éstos sospechosos el derecho de asilo -refugiarse en una iglesia- que se concedía a los criminales vulgares. A los acusados se les daba una relación de los cargos que había contra ellos, podían responder de los cargos haciendo uso de la palabra tanto tiempo como pudieran necesitar. Generalmente los nombres de los acusadores no eran revelados a los sospechosos. Posteriormente, los acusados eran obligados bajo juramento sobre las Sagradas Escrituras a responder a todas las acusaciones que se les imputaban, el interrogatorio se desarrollaba en presencia de dos religiosos y de un notario encargado de redactar el informe de las disposiciones, de manera que se convertían en sus propios acusadores.
En un primer momento la acusada era desnudada e investigada conciencudamente, buscando las tristemente famosas "marcas de las brujas"










 De hecho los Inquisidores tuvieron pronto en su poder bosquejos de modelos de interrogatorio que habían servido para otros casos. A partir de 1530, dado que cada vez era más intensa la persecución indiscriminada de brujas, los acusados de brujería eran obligados por las autoridades especialistas en el asunto, a contestar una especie de cuestionario redactado de antemano por los Tribunales, que constaba de unas veintinueve preguntas con algunas variantes. Estas preguntas sacadas del Malleus eran las siguientes:

1) Cuánto tiempo hace que ejerces la brujería?
2)Por qué razón te has hecho bruja?
3) De qué modo llegaste a ser bruja y cual fue la ocasión que se te presentó para ello?
4)A quién has escogido por íncubo?
5)Cómo se llama tu señor entre los demonios?
6)Qué clase de juramento y en que condiciones se los has prestado?
7)Qué dedo has levantado para prestarlo?
8) En qué lugar has consumado tu unión con el íncubo?
9)Qué otros demonios o seres humanos han participado contigo en el aquelarre?
10)Qué has comido en éstos últimos días?
11)Cómo preparasteis el banquete del aquelarre?
12)Te sentaste tu a la mesa del banquete?
13)Qué clase de música había y bailaste tu?
14)Quien te dio el íncubo para realizar el coito?
15)Que clase de estigma ha señalado tu cuerpo?
16)Qué males has causado a las personas, a qué personas y cómo la has hecho?
17)Por qué has causado éstos males?
18)Cómo podrías repararlos?
19)Qué hierbas o medios podrías utilizar para hacerlo?
20)Quienes son los niños ha quienes has encantado y por qué lo has hecho?
21)Qué animales has hechizado para que enfermaran o para hacerlos morir y por qué lo has hecho?
22)Quienes son tus cómplices?
23)Por qué Satán te da golpecitos durante la noche mientras duermes?
24)Qué clase de fórmula utilizas para el ungüento con que untas tu escoba?
25)Cómo explicas tu capacidad para volar por los aires?
26)Qué tempestades has levantado y quien te ha ayudado a levantarlas?
27)Que plagas has desencadenado sobre los campos?
28) Que haces con las criaturas perniciosas y como las usas?
29) Tiene Satán un límite sobre tu acción maléfica?





Los jueces recurrieron muchas veces a la astucia  para conseguir las confesiones que necesitaban, prometiendo la indulgencia, presentando testimonios falsos en los momentos cruciales, sin embargo había una regla que solía cumplirse y era: la de probar de una manera absoluta los cargos contra el juzgado,  lo que en aquel tiempo quería decir simplemente que el inculpado se confesase autor de los crímenes que se le imputaban. El testimonio de dos testigos era, generalmente, considerado como prueba definitiva de culpabilidad. En algunos casos, se permitía la presencia de un abogado defensor, cuando se trataba de un noble o de un personaje popular, pero en general se desanimaba a los hombres de leyes a que acudieran a defender a sus clientes, bajo el riesgo de ser excomulgados o de ser considerados protectores y encubridores de los mismos.
Los Inquisidores usualmente tenían una especie de jurado compuesto de clérigos y de laicos que les ayudaba en la elaboración de los veredictos. Podían mantener indefinidamente detenidos a aquellos sospechosos que les parecía que mentían u ocultaban alguna cosa.




La tortura


A partir del 1252 el Papa Inocencio IV, restableció la práctica de la ley romana sancionando el uso de la tortura al objeto de extraer la verdad a los sospechosos. Hasta esta fecha éste  procedimiento había sido extraño a la tradición canónica. Si el acusado se negaba a confesar se le torturaba, sólo era válida una confesión arrancada mediante la tortura física, si no lloraba, o mantenía un gran entereza y seguridad durante la tortura era considerado culpable. Ordalías diversas (sumergir el cuerpo atado de pies y manos en diagonal en el agua, si flotaba era culpable, si no o bien se moría -lo más probable- o quizás fuera inocente; 












la punción con una aguja afilada y muy larga, si no salía sangre o no se sentía dolor, era también culpable; en ocasiones éstas agujas eran retráctiles, por lo que no se clavavan 







con el fuego y otras.
La Iglesia prefería las confesiones porque las consideraba más convincentes que las pruebas. Si el acusado se negaba obstinadamente a reconocer sus culpas, el Inquisidor podía usar medios violentos. Había varios grados y los Inquisidores podían elegir el medio que considerasen más oportuno. El culpable podía ser encarcelado, encadenado, sometido a ayunos, privado de dormir, etc. Estos regímenes penitenciarios podían durar varios años. Si el acusado persistía, se le sometía a tortura. Sólo había una restricción: evitar la mutilación y el peligro de muerte, aunque de hecho esta restricción no fuera más que una simple fórmula.
Una vez concluidos los preparativos en la sala de las torturas, el juez incitaba al sospechoso a hacer la confesión. Proseguía su exhortación mientras el acusado era desnudado y tenía ante sus ojos los objetos de su propio suplicio, que le eran mostrados para crear un miedo “saludable”. 





Si el acusado se obstinaba, el verdugo y en algunas ocasiones el mismo Inquisidor, empezaba por las pruebas menos dolorosas. Los monjes y los escribanos aguardaban para empezar a transcribir. De vez en cuando se acordaba una pausa, en la que el acusado era nuevamente interrogado por el juez. Cada prueba no debía sobrepasar la media hora y estaba prohibido, en la misma sesión, repetir la prueba. Una vez acabado el ciclo, cuando el presunto culpable perdía el conocimiento, o cada vez que el juez lo consideraba oportuno, el médico -en la mayoría de las ocasiones el “barbero o sencillamente el carnicero” de la zona- lo reconocía y aconsejaba la conveniencia de proseguir o de parar el interrogatorio. El proceso entero se podía reproducir tras unos días, para dar tiempo a la recuperación.
Los Inquisidores podían empezar con la flagelación, 





considerada como el método más benigno, continuar con el potro -o la rueda-,








 seguir con la estrapada -sistema utilizado para torturar a monna Gostanza y Joana Negre entre otras- consistente en sujetar las manos a la espalda y, con una cuerda atada a las muñecas así dispuestas, se levantaba del suelo a la víctima, a la que previamente se había lastrado con grandes pesos ligados a los tobillos. 







Otro sistema frecuentemente utilizado era la empulguera un tornillo con el que se apretaban los dedos  pulgares hasta reducirlos a pulpa. Pero los cazadores disponían además de sillas provistas de afilados clavos que eran calentados por debajo;






 zapatos rellenos de objetos punzantes; cinturones con agujas que podían envolver diversas partes del cuerpo, hierros al rojo vivo, tenazas candentes y culminar con las brasas, en la tristemente famosa ordalía del fuego.





 En ocasiones se llevaba a cabo la ordalía del agua, consistente en colocar un trozo de tela sobre la cara del acusado vertiendo agua constantemente de manera que no podía respirar.
Un autor contemporáneo nos explica: “He visto miembros despedazados, ojos sacados de la cabeza, pies arrancados de las piernas, tendones retorcidos en las articulaciones, omoplatos desencajados, venas profundas inflamadas, venas superficiales perforadas. He visto a las víctimas levantadas en lo alto, luego bajadas, dando vueltas, la cabeza abajo y los pies arriba. He visto como el verdugo azotaba con el látigo y golpeaba con varas, apretaba con empulgueras, cargaba pesos, pinchaba con agujas, ataba con cuerdas, quemaba con azufre, rociaba con aceite y chamuscaba con antorchas.  En resumen, puedo atestiguar, puedo describir, puedo deplorar como se violaba el cuerpo humano... Daría una fortuna si pudiera desterrar el recuerdo de lo que he visto en las cámaras de tortura”.





Creemos que será muy ilustrativo reproducir parcialmente el acta de la tortura de Joana Negre ejecutada en Sallent a mediados del s. XVI, condenada a muerte por el Noble Señor Don Miguel de la Clariana, ilustre patricio que soportó estoicamente el infamante espectáculo y los gemidos de la víctima, gemidos y chillidos que fueron escrupulosamente reproducidos, con gran celo profesional por el Notario, que aún hoy, nos hacen estremecer:
Se había dispuesto que la desnudasen y la atasen de las manos y de los pies, boca arriba sobre el potro. Los justicieros eran tan piadosos que medían el tiempo de la tortura en padrenuestros, avemarías y credos.








“Morta só!. No (h)y sé res, no (h)y sé res, no (h)y sé res! Dexaume morir! Maria Santísima! Siau amb mi, Maria!. No sé res! Mare de Déu del Roser, jo só morta, jo só morta! Adéu siau! Ay! No sé res! Ay los meus germans! Ay, ay! Maria Sanctísima! Senyor Governador, tingau pietat de mi!”
“Ay, ay, morta só! Jo no sé res, no sé res, no sé res! Mataume, mataume, mataume!. Jo só morta! No sé res, no sé res, no sé res! Ay, ay, jo só morta, adéu siau!.
Ay, ay ay ay ay ay ay ay ay ay ay ay ay ay ay! No sé res sino Déu y la Verge Maria! Ay ay ay ay! No! Com Déu es en lo Cel, no ho sé, no ho sé, no ho sé! Viafós! Viafós (crit d’alarma, demanant ajuda)!.No sé res! La mia ànima sen aniria al Infern! Jo só morta!”.
“E havent estat per espay de tres Credos, lo jutge maná als ministres que afluxassen les cordes”
Las declaraciones obtenidas mediante tortura, debían ser ratificadas posteriormente por el acusado, pero en la mayoría de las ocasiones los escribanos y notarios, interpretaban lo que el acusado reconocía de forma espontánea. Si el acusado después de soportar todas las pruebas no confesaba sus culpas, el Tribunal debía en teoría absorberlo, pero casi siempre los jueces continuaban el mismo interrogatorio pero sobre otros temas. Era muy difícil, escapar de las garras de los inquisidores.






En cuanto a las penas impuestas podemos decir que la acusación de brujería no implicaba automáticamente la condena a la hoguera o a cualquier otro tipo de muerte violenta. Las condenas a muerte oscilan, según los casos, aproximadamente entre el 40 y el 50 por 100 de los acusados (21 por 100 en Génova, 49 por 100 en el norte de Francia, sólo en Vaud se llega, entre 1537 y 1630, al 90 por 100).


Las sentencias y las penas para aquellos que habían confesado o que eran considerados culpables eran pronunciadas conjuntamente en una ceremonia pública -el “Sermo Generalis”- al final de los procesos.  Mas conocido por el nombre de “Acto de Fe”, la ejecución pública de las personas condenadas a muerte por los crímenes de brujería y herejía. Sin lugar a duda se trata de una de las ceremonias judiciales más impresionantes de la Iglesia Católica Romana que han podido darse a lo largo de los siglos. Se celebraba con gran pompa y solemnidad y solían acudir a presenciarla multitudes enteras, incluidos los notables, la realeza y las jerarquías de la Iglesia . Normalmente consistía  en la procesión de los condenados a un lugar público,  una gran plaza, o delante de la iglesia,, en el que se había construido un gran estrado, a fin de que el acusado pudiese ser bien visto sin dificultades.




A primera hora de la mañana el Inquisidor hacía su Sermón que interrumpía de vez en cuando, para pedir al pueblo proclamaciones de fe. A continuación se daban a conocer las gracias concedidas, los condenados abjuraban de sus crímenes y oraban de rodillas, se les levantaba la pena de excomunión que hasta entonces habían padecido. Después se daba cuenta de las sentencias. Primero las más leves, después las más graves. Después de pronunciada, no había ninguna posibilidad de apelación.
Veamos la descripción de uno de éstos actos de fe,  concretamente el que se celebró el 30 de junio de 1680 en la Plaza Mayor de Madrid en presencia del Rey Felipe IV, según la narración que nos hace José del Olmo:
“La simbólica cruz verde flotaba por encima del “teatro” construido en la Plaza Mayor. 






Desde el alba, la masa se arremolinaba para poder ver a los condenados, admirar los desfiles, la belleza de los uniformes y la fuerza de la religión. Los habituales de la Inquisición, entre los que se encontraban los grandes nombres de España, servían de escolta, en una exacta simbiosis de nobleza y fe.




Los acusados eran más de cien. Primero, treinta y cuatro condenados en efigie, de los que treinta y dos fueron entregados al poder civil. A continuación venían los culpables menores que habían abjurado de levi, eran los bígamos, los supersticiosos, etc. Una mujer tuvo que pronunciar la abjuración de vehementi, impuesta a los acusados que son sospechosos de herejía. Le seguían cincuenta y cuatro judaizantes, reconciliados por la abjuración en forma, propia de los culpables convictos. Fueron condenados a muerte veintiuno de los acusados. Para dos de ellos se retrasó la pena, aunque diecinueve obstinados fueron conducidos a la hoguera de sesenta pies cuadrados. Los convertidos, en primer lugar fueron estrangulados, los demás fueron lanzados vivos a la hoguera. El Rey se retiró en cuanto empezaron a brotar las llamas, no sin antes haber tocado las maderas con sus propias manos. El humo y el nauseabundo olor de la carne quemada llenaron la plaza y los gritos de dolor de los condenados compitieron con el rugido de la multitud, creando un ambiente dantesco”.

Las condenas.


Entre los castigos más terribles destacaban: la confiscación de bienes, la cárcel y la pena de muerte. Una vez pronunciada la sentencia por el Inquisidor, éste hacía entrega del culpable al poder civil, quien era el encargado de cumplir con ella.  La pena de muerte se aplicaba mediante el “suplicio del fuego”, el hereje, o la bruja, serían quemados vivos, tras largos y dolorosísimos  suplicios. 




La primera tuvo lugar en Sevilla en el 1484 y la última en Galicia a principios del S. XIX.
Si el condenado abjuraba en el último momento de su crimen y confesaba los nombres de sus compañeros o compañeras y colaboraba con el Inquisidor favoreciendo la detención de otros culpables, podían darle la comunión, extrangularlo y tirarlo ya muerto a la hoguera, lo que era considerado un favor muy especial. Mientras que si los que juzgaban era un tribunal civil, mayoritariamente se ejecutiva la pena mediante la horca:




Excepcionalmente, podían llegar a cambiar su condena por la de cadena perpetua. Cuando un difunto era acusado de herejía o de brujería, la Inquisición podía mandar exhumar el cadáver, los huesos eran exhibidos por las calles encima de cañizos y posteriormente quemados en una hoguera.
Las penas de prisión variaban según la gravedad de las faltas. Podían ser el “murus estrictus” -muro estrecho- lo que quería decir un oscuro calabozo, en el que se encadenaba al acusado, en ocasiones a la misma pared, no les estaba permitido recibir visitas. 





El “murus largus”, la cárcel normal, con la posibilidad de moverse, de hacer ejercicio, de hablar con otros prisioneros y recibir visitas del exterior. En muchas ocasiones, se imponía también un período de servicios en las Galeras, como remero.
La confiscación de bienes afectaba evidentemente a todos los acusados declarados culpables, aquellos que morían o que lograban escaparse del Tribunal, no se escapaban de esta confiscación que afectaba a los bienes de toda la familia, herederos, etc., que además habían de pagar los costes del  proceso, a menudo hasta los haces de leña con que habían sido sacrificados sus familiares y el convite o banquete que solían efectuar los Inquisidores con sus ayudantes después de dictada la sentencia. Algunas penas menores, podían ser “rescatadas” a cambio de “limosnas” que engrosaban las arcas de los tribunales Inquisitoriales.
Las penas o castigos “leves” podían consistir: en la obligación de realizar un peregrinaje, podían ser “mayores”: a Roma, Santiago o Canterbury, el mejor era sin dudas el que conducía a “Tierra Santa”, o “menores” a alguna iglesia o ermita de las proximidades. El acusado disponía de tres meses para cumplirla y debía dar prueba escrita de su cumplimiento.
En ser flagelados. El condenado era conducido a la iglesia con los pies descalzos, en camisa y calzoncillos, llevando en sus manos un cirio y las varas con las que después sería azotado. Asistía a una misa y al correspondiente Sermón, después entregaba las varas al sacerdote, quien lo flagelaría. Seguidamente era obligado a recorrer la ciudad y era nuevamente flagelado en la última estación. El condenado debía entonces reconocer todos sus pecados y ser merecedor del castigo que le habían infligido.





O en una mortificación cualquiera, como llevar unas cruces, el San Benito,  normalmente una especie de túnica de fieltro amarillo, con unas grandes cruces rojas de unos dos palmos y medio de largo y dos de ancho que debían llevarse bien visibles sobre las ropas, una en el pecho y la otra en la espalda; o a llevar de por vida una especie de cucurucho de gran tamaño a modo de sombrero. A los que levantaban falsas acusaciones se les obligaba a llevar dos tiras de ropa roja sobre los vestidos, así como lo que cometían perjurio, o aquellos que habían profanado la Eucaristía. Estas son las poderosas armas de que disponía la Inquisición.
Como cabe suponer, el final de todo ello solía ser una condena, entre las más terribles destacaban: la confiscación de bienes –que recordad se extendían hacia los ascendentes y descendientes- , la cárcel y la pena de muerte. La pena de muerte se aplicaba mediante el “suplicio del fuego”, en el que la bruja sería quemado vivo, tras largos y dolorosísimos tormentos. Más utilizada en Catalunya fue la horca. Si el inculpado abjuraba de sus crímenes y confesaba los nombres de sus compañeras, favoreciendo la detención de otros culpables, podían darle la extremaunción, estrangularla rápidamente y echarla ya muerta a la hoguera. Cuando el acusado era un difunto, o alguien que había conseguido huir de la justicia, se exhumaba el cadáver, los huesos eran exhibidos por las calles y posteriormente quemados en la hoguera, o si había huido, se hacía una efigie del inculpado y se la quemaba. Evidentemente, no tenían derecho a ser enterrados en camposanto y su maldición se alargaba hasta el más allá. Generalmente las brujas eran enterradas boca abajo, 





para que su alma no fuera hacia el cielo y también, se les inflingían castigos al cadaver como clavarles 7 clavos en la mandíbula:







Los “Actos de Fe” a los que fueron sometidas nuestras brujas comarcales, serán ceremonias importantes, con centenares, o millares de asistentes-testigos, recordadas a lo largo de varias generaciones, lo que ayudó, no poco, a mantener viva la historia de la brujería, adornada con las miles de anécdotas y exageraciones que cada una de ellas le fue añadiendo, hasta convertirse en terroríficas – o sencillamente disparatadas y divertidas- historias que el folclore recoge, como leyendas. Sabemos que algunas de ellas asistieron a “Actos de Fe” de otras brujas como espectadoras, que conocían sus historias y sus declaraciones, que por un "extraño fenómeno", del que ya hemos hablado anteriormente, llegado el momento harían suyas.
Veamos con detalle el interrogatorio a Monna Gostanza di Libbiano, curandera y partera (comadrona) en Italia, un siglo más tarde, hacia 1534.






La audiencia de la soga (la tortura de Gostanza di Libbiano h. 1534)



El 7 de noviembre se inició el auténtico proceso inquisitorial. Desnuda ante los magistrados, no confiesa  nada hasta que no es alzada con la soga.  Los dolores de la tortura  y el sufrimiento de los miembros sujetos por detrás  de la espalda  mediante la cuerda  que sostiene el peso  del  cuerpo,  originándole dolorosas  luxaciones  y fracturas, la harán  hablar:  «yo las he medido  [las  palabras]  atroche y moche,  como  persona   de poca  inteligencia».  






La pobre  mujer  responde que sus sistemas  eran  conocidos por el hecho  de ser naturales,   como  el  recurso del  caldo  de pollo  y de las especias  y que, por tanto, si se han producido las curaciones  es porque «Dios  ha curado».   Gostanza,  exhortada a admitir   toda  la verdad,  implora  piedad  porque   confiesa  haber  dicho  todo  lo  que sabía:  «Si no queréis  que diga falsedades,  yo no sé nada  más».  Pero no la escuchan  y, de nuevo,  con las manos  atadas detrás  de la espalda, es alzada a una altura de tres brazos  sobre  el suelo. Se lamenta mientras que el tirón de su cuerpo  le hace gritar  «Madre de la misericordia,  ayudadme, misericordia» más y más veces hasta que se la hace  descender.  A la pregunta de «si sabes  cómo  se hechiza  a los hombres, a las mujeres y a los niños»  responde «SÍ   señor.  Y queriendo  decir  la manera,   el señor  vicario  no quiso  que  la dijera,  ni saberla».  El juez quiere conocer,  sin embargo,  si ha ejecutado estos hechizos  y si las víctimas  han sobrevivido:  ella responde  que sí, porque algunos  también  habían  sido salvados  por ella después  del hechizo,  excepto  un par de cuya muerte  no se consideraba responsable.  Prosigue  el relato  con  un  largo  elenco   de personas   envueltas en  sus  maleficios:   hombres   jóvenes,   mujeres   e incluso una  niña que la seguía siempre  y que tenía la culpa de ser la hija de una señora que  «maltrataba»   a su nieta  Dianora.






Llegamos  a la pregunta crucial:  ¿nunca ha ido de noche junto  a otras mujeres  que ejercen  la misma profesión que usted?  Roffia –el delegado de la inquisición- no ha hecho  una explícita  referencia   al aquelarre, pero Gostanza comprende inmediatamente el sentido  de la pregunta  y, cediendo  significativamente,   responde: «yo no he ido nunca  sobre  esos animales sino  en asno»  y convencida   por  dos de sus  más  viejas conocidas cuando era joven.  Pero mientras atravesaba un bosque  se había encomendado a Dios por  el miedo  e, inmediatamente,  se halló  sola «en aquella oscuridad»  y «estuve  tres  días hasta  que volví a casa».
Sin embargo, volvió a aquel  lugar  unas seis veces más «cuando  era joven».   Para  ir allí gritaba   «Gallito»,  y el diablo  «venía  en seguida bajo la forma  de un animal,  es decir,  de un cabrito   sobre  el que  me montaba, y me llevaba  a un  lugar  donde  se bailaba,   se cantaba   y se hacían mil  fiestas».   






Cuando   llegábamos  a aquel  lugar  «nos   daban de comer  buenas   viandas  [ ...  ] y aquellos   demonios  no querían   que se     conversase   sobre  Dios sino  que  querían que  se hablase   del  diablo    y decían   "si queréis   ir con  él,  os daremos   muchos  tesoros",  y poseían   tantos   tesoros   y tanto   oro  que  no  tenían   fin».






Para  Gostanza  era el  País de la Cucaña,  de la abundancia,   de la felicidad.   En  su  relato   fantástico  describe,   bajo  la apremiante  petición  del  vicario,   el lugar  y el encuentro   con  el Diablo  Mayor:  “éste estaba   sentado   sobre  un  trono   bellísimo,  dentro  de su  resplandeciente  palacio   y todos  los que  entraban  le hacían   la reverencia   inclinándose  solemnemente,    como  también   ella  había  hecho.   El demonio  le impuso,  además,  que a partir  de aquel  momento  y en adelante  le  adorase   solamente a él,  que  renegase de Dios,  de la fe y de todos   los   santos   y  que   fuese   por   el  mundo    haciendo  brujerías, «echando  a perder»  a los niños  que  no habían   sido aún  bautizados”.
¿Y  las  otras  mujeres?  Ellas  obsequiaban   al  Enemigo   con  grandes hostias que freían  en grandes  sartenes  y luego las utilizaban  para ritos orgiásticos: pero  ella no ha hecho  nunca  esas cosas.  «¿Durante cuánto  tiempo  ha estado  yendo  a dicho  lugar?»,   pregunta el  vicario,  «unos  treinta  años»  responde   Gostanza.


«En  aquel  otro  mundo ... »


El interrogatorio prosigue el 9 de noviembre.  El vicario  exige la confirmación   de la confesión:   «dije  lo que  dije,  pero  lo dije por  el castigo de la soga».  Los jueces,  implacables y no convencidos,   la someten  de nuevo  a la soga: Gostanza  grita  «Madre  de la misericordia, Virgen santa,  revelad  a estas personas la verdad.  ¡Misericordia, Dios Eterno,  misericordia!».   Frente a una  nueva  denegación   de la imputada,  la tortura  arreció:  «Cuando  el  Reverendo  señor  Vicario vio que  insistía  en su negativa  y en  negar  lo que  había  dicho  las otras veces, hizo que fuera sacudida la cuerda».  Gostanza  es maltratada; pero resiste  todavía sosteniendo que la confesión ofrecida  era fruto  del temor  a la soga. Sin embargo, tras implorar  misericordia, finalmente   declara:  «si queréis  que  os diga mentiras,  las  diré  [ ... ], hacedme   descender   que  os diré  todo».   Una vez en tierra,  se la cubre  y se la hace  sentar,  y, así,  comienza una  interminable  confesión,  pero  una  confesión  de mentiras   según  su propia  advertencia. Ella  es quien   sabe  curar   de  los  maleficios,    quien   va al diabólico aquelarre   y también   quien  echa  maleficios   con  los gestos  y las miradas.  Si el vicario  lo desea se lo puede  demostrar:   el juez renuncia de buena  gana a la prueba.  «Interrogada  sobre  si era ungida  cuando iba a aquel  lugar,  dijo, no señor,  todo eso son pamplinadas»: comienza  ahora  el  viaje de y en la fantasía.  «Interrogada  sobre  quién estaba  en dicho  lugar»,  respondió   que  «estaba  allí una  cristiandad mayor  de la que hay en este mundo,  todos bien vestidos  y en un orden  mayor  que  en este  mundo»;   el Diablo  Mayor la  prefería  entre todas,  ya que era la más bella y joven;  el aquelarre  era un banquete pantagruélico,   no se hacía  más que  «Comer  y beber,  y decir  tonterías  todos juntos».






En los siguientes  días se toman  en consideración  otros  elementos;  se  quiere  saber  si  el material  hallado  en  su laboratorio  está constituido   por  instrumentos del oficio  de curandera o por trastos infernales:  







el aceite  medicinal  «O verdadero   pelitre era bueno  para los males,   es decir,  para  las inflamaciones,   verrugas  y  para todas las dolencias,   las malas enfermedades»,  y también   se usaban  derivados de la betónica,   de la calabaza,  del clavo de clavero y de varias hierbas.  Respecto  a la piedra  del  rayo - pedernal-







, se la había dado su hijo «y la tenía  en casa porque  la gente  le decía  que "a quien  la tiene  en casa no le caen  rayos"».  El vicario  vuelve a preguntar en seguida  sobre el vuelo  nocturno  y el aquelarre.  Gostanza  afirma que  durante la misa no puede  asistir  a la elevación   del cáliz:  de hecho  «Cuando  se alza a Nuestro  Señor,  ella se vuelve y no lo  mira,  ya que así me ordenó  Gallito»;   y añade  que cuando  tomaba  la comunión  conservaba la hostia  para darla al Diablo Mayor. El Inquisidor le pregunta si alguna  vez el demonio  le había  hecho  cambiar   de apariencia:  «SÍ messer, porque  el  diablo,  que siempre  está conmigo  y no me abandona nunca,  me hace entrar  en las habitaciones y en las casas,  aunque estén cerradas,  a través  de las gateras,  de las ranuras de las ven­ tanas  y umbrales  y por  todas  las partes  que  quiera».  






En efecto,  la noche  de Navidad  había  sido  vista completamente   maltrecha:   todas las heridas  eran el  resultado  de una  precedente  misión  por  la que se había  introducido   en una  habitación  para  chupar  la sangre de una niña; pero  el padre de ésta,  habiendo visto un gato negro  en su cuna,  la había golpeado  y echado  fuera con una escoba.  Fue por esto por lo que «había  sido vista con un brazo herido, golpeada  y pisoteada». El proceso   había  llegado  a un  momento demasiado   ferviente como  para  que el joven  inquisidor  local  pudiese  tomar  una decisión;   y así,  a partir  del  19  de noviembre   será el propio  inquisidor de Florencia,   monseñor   Dionigi de Costacciaro,  quien  se ocupará personalmente  del asunto.  Este sentía  curiosidad  por esa muer,   que  le inducirá   a pensar   más  en un  caso  de locura,   víctima   de las  acusaciones   en  el  interior    del  pueblo  (como,  por  otra  parte, ocurría frecuentemente  en  todos   los  pueblos  de  Europa)  que  en cualquier  otra  cosa;  sin embargo,  y seriamente,  le dirigirá las preguntas  del caso.  Una vez que  la situación ha llegado  a este  punto, Gostanza juega  su última  carta  secundando las  certezas  que  su inquisidor quiere   que  sean  confirmadas.



Huir y soñar: tras la violencia,  el vuelo




Ahora,  el relato de los primeros interrogatorios se hace  más articulado.   La mujer  cuenta  sobre  su triste  infancia  y de su juventud, más feliz, con  fantasía y como  en  un  sueño,  como  si en  realidad nunca  la hubiese vivido.  Hija de un patricio  florentino,  Lotto Niccolini,  y de doña  Aquiletta, su sierva,  había  sido raptada  de la villa paterna,  a la edad de ocho  años, por algunos  pastores y llevada  a un lugar  montañoso, lejos  de su morada. 




Allí había  sido forzada  a casarse  con el hijo de Francesco de Vernio,  «y pensad  cuán tormento fue dormir   con  el dicho  Lenzo,  mi marido, teniendo yo tan  poca edadl».   No sabemos  con  claridad   cuánto de todo  esto haya podido ser verdad:  conocemos,  sin embargo,  por el relato  de Gostanza y de otras  mujeres   de su  época,  la existencia   de un  verdadero  drama concentrado  en el  estupro, consumado en el interior  de la familia, con  el  que  las niñas  de tierna  edad  eran  iniciadas a la vida conyugal.  La joven  Gostanza,  pequeña, raptada,  trasladada  «a  otro  mundo», experimentó por primera  vez ­de  este modo­   su relación  con el amor, es decir  con aquello  que  ­quizá­  había imaginado de otro modo.
La pequeña y potencial  «bruja»  es, también en esto,  semejante  a una  pequeña  y potencial   «santa»,  a menudo  sustraída   de la vida de familia y del  mundo,  para ser trasladada a un convento,  en una tierna  edad,  y ofrecida   al Señor. Varias  veces  Gostanza  destacará  la dulzura  de sus relaciones con el Enemigo,  un hombre «bello, bellísimo,  exuberante de energías»  que,  a diferencia de su consorte, le hacía  «tantas  caricias   y fiestas  a su alrededor».   






Este  es su mayor abandono onírico, el  de una  mujer  que recuerda la violencia sufrida de pequeña como  una  pesadilla:   «OS  digo que  los lobos  no comían  tanta  carne  como  me fue sustraída, ya que,  siendo  una  niña de la dicha edad,  me echaron a perder y me revolcaban entre  las sábanas, puesto  que  os quiero  decir  mis  vergüenzas y para  deciros puramente la verdad,  después  de haber  estado  allí,  en Vernia,  durante  dos meses,  que  a tres  no llegaron,  aquella  monna Cornelia, que me había lisonjeado dándome pan blanco  y haciéndome  carantoñas,   tantas,  empezó a decir:   "Yo  quiero   que  vengas  conmigo,   ya que  estarás   bien"».
Comienza    así   el   viaje   iniciático   de   Gostanza    al  aquelarre: para  huir  de  los  males  de esta  tierra   intentará  refugiarse  entre  los bienes   de aquel   otro mundo.  Este nexo  aparece claro  en su narración:  si el destino  le ha obligado,  desde  pequeña, a someterse a las violencias   del  hombre   que  la  ha  raptado   y poseído   mediante  la fuerza,  será  ella  misma  quien   rescate su felicidad   volando   hacia una realidad  de ensueño   donde todo  es de color,  rico,  lleno  de placeres  y, sobre  todo,  donde  otro  hombre, esta vez bello  y gentil,  se ocupará   de ella.




Este es su relato:  la noche de su primer  viaje, durante la que había sido acompañada por las mujeres que la querían consolar de su dramática situación,   había  sido  bastante tormentosa,  «ya  que  tronaba,  llovía y relampagueaba».  El lugar  destinado para el supremo encuentro,   al  que  finalmente  llegaron,  se revelará  muy  diferente del  que  se  nos  describe  en  tantos   tratados y manuales  jurídicos, como  los  de Institor,   Sprenger,  Bodin,  Cospi o Scipione   Mercurio. En efecto,  este espacio  sacro  (de signo  negativo)  no estaba  en una zona  montañosa  sino   en  una  ciudad,   «más  bella  que  Florencia, todo  de oro,  y donde  había  bellos  palacios  y todo  tan bello,  bellísimo,  que  quien  iba allí  una  vez habría   vuelto  siempre».



La Ciudad  del Diablo



Es el mundo  de la ciudad, por  tanto, el que atrae  la fantasía  de Gostanza;  un hecho  singular, si se considera  que en los numerosos documentos  procesales,   relativos  a interrogatorios  por  actos  de brujería,  la  imagen   del  aquelarre  aparece generalmente   ajena  a toda  caracterización  espacial  o,  en algunos  casos,  referida a una realidad   rural  constituida   por  antros, valles  y altas  cumbres  que por su aspecto angosto  y oscuro  se adaptaban mejor  a una ambientación  diabólica. Algunos elementos  del relato  de Gostanza  se configuran  como  tópicos:  uno de éstos es el nogal de la cita  que recuerda, evidentemente, al ya mal afamado «Nogal de Benevento».  Para Gostanza  el  confín  entre  el espacio  imaginario y el espacio  real  es muy débil:  de hecho,  en sus narraciones abundan las referencias a su vida cotidiana y a su mundo, por tanto  a sus pueblos  y a los de su entorno, en un intercambio fantástico y según  un laborioso acoplamiento  de imágenes estereotipadas y de elementos  de la geografía real.  El escenario del aquelarre,  su lugar  «sagrado»  ­con  un carácter sacro, obviamente a la inversa­  es, entonces, la Ciudad  del Diablo.  En los interrogatorios  de los procesos por brujería, los inquisidores  están  muy atentos   siempre para  descubrir  el locus delicti,  la materialización  del espacio  fantástico;  las brujas,  por el contrario, son  minuciosas   en la descripción   de realidades  indefinidas   en  la que, habitualmente,  dedicaban  más atención  a los actores del drama y a sus acciones  que al lugar  que las acogía.  La única  realidad que existía  para ellas era la del deseo, la construcción   de un mundo en  donde  es posible  rastrear sin dificultad  las señales  de una serie de aspiraciones, objetos y personajes  que  «realmente»   les  faltaban en su vida cotidiana.




La realidad  urbana  es el lugar de los sueños  de Gostanza,  habitado por aquel  patriciado   que probablemente  había  conocido  únicamente  en calidad  de clientela  suya:  los abundantes torrentes de alimentos  y las mesas dispuestas  pantagruélicamente   estaban  seguramente  ausentes  en su mundo  de constantes carestías. También  los dulces  y las golosinas  están  presentes   en «confecciones   sin fin,  de tal  forma  que  formaban   montes  que  podían  ser  rebajados   con  la pala».  Una vez satisfecho  el deseo de alimento,  afloran  en Gostanza las  referencias   a una sexualidad  que,  probablemente,  tampoco  había conocido:   ella misma  se define  «potente  como  un león»;  el demonio  era galante  y delicado,  «con apariencia de hombre  bello,  bellísimo,  exuberante   de energías»   que «me  cogía,  me abrazaba y me hacía  mil caricias».  Gostanza  podía  darse  a él sin temor  de ser fecundada,   ya que  su semen  era  una  cosa  «gélida»   que se deslizaba hacia afuera:  esta era una observación  que también  interesaba a los jueces  que  la interrogaban.






Gostanza  repite  sus fantasías  eróticas  a Dionigi  de Costacciaro e, inmediatamente,  el juez la acusa:  ha dicho que se unía con el diablo «del  mismo modo en que lo hacía  su marido,  pero esto no es posible siendo  todos  los ángeles  incorpóreos y sin instrumentos  adecuados  para  la generación   como  los hombres  y que, por tanto,  tratándose  del diablo, tanto el llamado  por ella Grande  como los otros inferiores   a éste,  sin  instrumentos  para  poder  realizar  el coito  y para  hacer  otras carnalidades, se deduce  que la enjuiciada  haya declarado  en falso».  Gostanza continúa:  «a mí me parecía  que fuese el joven  más bello entre  los  cristianos  que se pudiese  ofrecer  a la vista, así me lo parecía,  y que tuviese boca, brazos,  piernas  y todos los demás  miembros».
Nos  hallamos   ante  un  debate  teológico   de particular  valor  y que, por tanto,  interesa  especialmente   al padre  inquisidor:   ¿puede el diablo,  de naturaleza incorpórea,  habérsele  aparecido a la mísera Gostanza  en toda  su tangibilidad?   Sobre  este punto, las nuevas exposiciones   de la mujer  son más  arduas:  el demonio,  en efecto, había  tenido  abundantes atenciones   con  ella,  y ella  no quiere  renunciar a este sueño  fantástico.  Por su parte,  los inquisidores  buscan  de un modo  más preciso   los signa arcani,  es decir,  todos  aquellos símbolos,  tanto  de la corporeidad  satánica  como  de la acción ejercida por  el demonio  en lo cotidiano,  que atestigüen   la inquietante presencia  diabólica.  Pero Gostanza prosigue  su camino: su relato,  que  es ya un  puzzle   coloreadísimo   de sensaciones,   visiones, cuentos,  imágenes  transmitidas por  la cultura folclórica  y religiosa,  se hace  cada vez más articulado y abundante.  






Así como  los diablos «vestían  bien  con todo tipo de colores,  suntuosa  y ricamente», la idea vinculada  al lugar es, como ya se ha dicho,  la de una ciudad fantástica,   la «Ciudad  del Diablo»   (también  ésta es la  opuesta  a la Civitas Dei) con «muros  decorados con bellas  cornisas  y bellos pa­lacios  muy suntuosos».
El  lugar  de las delicias  al que  se refería  Gostanza  era, seguramente,  la Florencia   de los Médici,    que  ya había  citado  explícita­ mente  como  término  de comparación   y que probablemente   conocía, dada  la procedencia paterna (hija  de Michele  de Firenze ).  Por otra  parte,  las  monumentales   fiestas  de  Estado  que  en  aquellos años  Borghini  preparaba para  la familia del Granduca,  con juegos pirotécnicos y de agua,  fantásticos  para aquellos  tiempos,  pudieron haber  influido  en la fantasía  de la pequeña   Gostanza;  o la misma muerte  de Cosimo I en 1574:   una ciudad  atravesada por un magnífico cortejo  que recorrió todos  los lugares sacros de la ciudad; e, incluso, también las sucesivas  entradas  triunfales o los cortejos  nupciales y papales  no fueron  menores en pompa  y magnificencia.   





En el padre inquisidor   se refuerza  la convicción   de hallarse  ante  una visionaria:   «tiene  por seguro  que  la imputada esté mal de cabeza y loca de hecho,  ya que los diablos  están destinados al fuego eterno  y eterno tormento.
Tuvo suerte nuestra Gostanza, pués el inquisidor, seguramente un hombre culto y racionalista, decidió absolver a la acusada. Desgraciadamente, ese no fué el caso de los cientos de miles, o quizás millones, de otras inculpadas, como las que veremos, en la siguiente y última entrada.
La genial escritora Toti Martinez de Lezea, hablando sobre las brujas, en éste caso del Pais Vasco, nos dice: “Hablar de las brujas vascas es hablar de supersticiones, persecuciones y hogueras, pero también de Historia, leyendas, antiguas creencias, medicina popular y tradiciones. Vecinos mojigatos, inquisidores depravados, clérigos analfabetos y alcaldes prepotentes vieron demonios donde sólo existía el deseo de escapar a la dura realidad diaria y también de mantener viva una cultura perseguida que no había desaparecido o que, en todo caso, sobrevivía semioculta.





Unos mil vascos, mujeres y hombres, fueron quemados vivos entre los siglos XVI y XVII y son incontables los que se vieron acosados por los poderes civiles y eclesiásticos y sufrieron torturas, cárcel, destierro, azotes y otras penas diversas.
Nunca como en la llamada “caza de brujas” se ha podido comprobar cómo un grano de arena se convertía en una montaña por la que fueron despeñados ancianos y niños, jóvenes, madres solteras, personas maduras, religiosos, beatas, parteras y curanderas. Duele en lo más profundo pensar que tantos inocentes sufrieran aquella persecución irracional y, mucho más, que lo fueran por causa de personas que conocían, a las que veían todos los días. La primera inculpada –casi siempre una mujer– acusaba a otras personas y éstas, a su vez, a otras por razones que en nada tenían que ver con sortilegios, vuelos, adoraciones diabólicas, asesinatos de infantes o pócimas y venenos”.


Éstas palabras nos sirven como adecuada introducción al siguiente apartado dedicado a las brujas de Viladrau.