dissabte, de març 24, 2007

ALGUNAS IDEAS BÁSICAS SOBRE EL ANARQUISMO



“El hombre de alma virtuosa,
no manda, ni obedece:

El poder, cual peste asoladora,
Contamina cuanto toca,
y la obediencia, maldición de todo ingenio,
virtud, libertad y verdad

Hace esclavos a los hombres,
Y del armazón humano
Un autómata mecanizado”
Shelley.







El anarquismo es la expresión consciente del anhelo de libertad en los diferentes campos de actuación individual y colectiva. Anhelo que rechaza cualquier tipo de tutela y aspira a la realización de un sistema social en el que el ser humano pueda desarro­llar plenamente sus aptitudes y potencialidades crea­doras.
Este estadio no será posible hasta que el deseo de libertad sea compartido por una am­plia mayoría de los seres humanos que componen la socie­dad y pueda fundamentarse en la solidaridad, sin pri­vilegios ni desigualdades. Es decir, el ideal anárquico es el de una sociedad sin dominadores ni dominados, sin explotadores ni explotados, de hombres y mujeres libres e iguales.
En este sentido, buscando la máxima libertad, se combate la injusticia económica instaurando la pues­ta en común de los frutos del trabajo de la sociedad, pues los anarquistas sostienen que un socialismo sin liber­tad individual no es más que una versión actualizada de la esclavitud, una forma de tiranía. Del mismo modo que una libertad sin responsabilidad personal y solidaria sólo engendra privilegio e injusticia. Sólo la conjunción de la libertad y de la solidaridad colectiva pueden ofrecer solución a la multitud de problemas sociales que caracterizan el mundo en que vivimos.
Se ha dicho que el anarquismo tan sólo puede llegar a ser una «imagen», lo más fiel posible, de una sociedad futura más libre, justa e igualitaria, hacia la que encaminar nuestros pasos y deseos, ya que no puede haber ningún sistema que permita fijar las características de aquella sociedad del porvenir siempre cambiante y por ello, absolutamente impredecible.
Los partidarios de una sociedad sin estado e igualitaria constituyen una tendencia bien determinada dentro de la evolución social de la humanidad, que en todos los tiempos ha encontrado, encuentra y encontrará defensores entusiastas y conscientes.



En contraste con otras escuelas de pensamiento socialista, el anarquismo no es un sistema cerrado, dogmático y ajeno a la evolución, sino una forma de pensamiento sensible a dar expresión consciente y ele­vada a cualquier manifestación del anhelo de libertad y a cualquier sueño, o tentativa, de mejorar las condi­ciones de la vida cotidiana, los estilos de vida, los pro­blemas planteados por las inhibiciones sexuales, la comunidad, la liberación de la mujer, las minorías marginadas y, en general, las relaciones entre todas las personas.
El ideal central del anarquismo, único objetivo realmente válido a que puede aspirar cualquier revo­lución social, ha sido siempre la reconstrucción del mundo de manera que los seres humanos actúen con sinceridad consigo mismos y la vida humana pueda convertirse en una experiencia reverenciada, incluso maravillosa.
No queriéndose limitar a ofrecer alternativas ra­zonables y serias a lo que funciona mal en la actual so­ciedad, y recogiendo de la experiencia histórica de la humanidad, el mensaje de todos aquellos movimien­tos que han contribuido al progreso de la misma, el anarquismo declara que su finalidad última: es la consecución de la felicidad colectiva, garantía im­prescindible de la felicidad individual.
Citando a la anarquista catalana Federica Montseny diremos que el anarquismo: «Es un ideal que le dice al ser humano: eres libre. Por el solo hecho de ser humano nadie tiene derecho a ponerte la mano enci­ma. Sólo tú eres señor y dios de ti mismo. No hay fuerza alguna por encima de la tuya. Asóciate, únete libremente con tus iguales para todo aquello que tú solo no puedas resolver; organiza tu vida libre, pres­cindiendo de dioses y de amos, de dominios y de privilegios creados y sostenidos por los fuertes en perjui­cio de los débiles. Destruye el Estado, causa y efecto de toda tiranía, deja de un lado la idea de un Dios que juzga y condena, premia y castiga, que ha sido des­truida por la ciencia y que es hija de la ignorancia y del terror humano ante los fenómenos naturales. Pon la tierra, patrimonio de todos los seres humanos, en manos de todos los hombres y mujeres. La propiedad es un robo efec­tuado por los fuertes y brutales de una época, en per­juicio de los más débiles. Es una inmoralidad conde­nada por todas las leyes naturales.
»Todo es de todos. Todo aquello que necesitas es tuyo, y tu necesidad y tu libertad de tomarlo sólo debe tener el límite de la necesidad y la libertad de to­marlo de tus iguales. Tienes que ser tú mismo, libre y fuerte, respetuoso y generoso de acuerdo con tu libertad y tu fuerza, quien tiene que establecer entre tu y tu vecino, tu hermano, tu igual, las leyes espontáneas de convivencia, de solidaridad, de afini­dad y de respeto necesarias para que la sociedad futura sin leyes ni guardias civiles que hagan respetar es­tas leyes, sea un conjunto armonioso.»
Así, el ideal anárquico, lejos de formar un bloque mo­nolítico, es dúctil y adaptable a la multiplicidad del pensamiento; lo encontramos conformando diferentes tendencias sin renunciar a lo esencial: así está presen­te en el mutualismo, en el colectivismo, en el indivi­dualismo, en el anarcosindicalismo, en de­terminadas posiciones del sindicalismo revoluciona­rio, incluso últimamente en movimientos antisistema y antiglobalización. Y los anarquistas están presentes en movimientos muy heterogéneos como movimientos estudiantiles, ecologistas, pacifistas, objetores de conciencia, anti­militaristas, etc. Además, el anarquista, lejos de la imagen estereotipada del «bombista y nihilista», suele sobresalir en el estudio y profundización de la fi­losofía, la ciencia, la sociedad, y suele ser amante de las artes y de la literatura. Muchos de los grandes ge­nios y hombres destacados en la historia de la huma­nidad pueden ser considerados anarquistas, o precur­sores del anarquismo y la lista sería interminable.



El proyecto anárquico para la sociedad futura está abierto a cualquier tendencia que, desde el punto de vista que sea, coincida en lo que es consubstancial al anarquismo: la voluntad de eliminar las causas de la di­visión entre los seres humanos. Su método parte de la base del reconocimiento del derecho fundamental de la di­versidad, necesario para garantizar la evolución y el progreso, impidiendo el anquilosamiento.
En el as­pecto económico sólo existe un punto básico funda­mental: la organización social de la producción y del consumo que permita el acceso de todos a una parte equitativa sin que nadie pueda enriquecerse con el producto del trabajo colectivo. Así la economía es considerada como un medio para satisfacer las necesi­dades del ser humano y para ofrecerle la posibilidad de in­dependencia personal y no como un altar en el que se ofrece el sacrificio de una vida de trabajo para ganar­se, de un Dios imposible, la recompensa de un cielo que no existe.
Insistamos en la idea de la diversidad de ideas, de formas de pensamiento, de iniciativas y de actuación que puede considerarse fuente permanente de progre­so ético y social. Así como en la naturaleza existe un número infinito de especies y familias que forman un todo multiforme, también la sociedad humana ha creado una variadísima multiplicidad de estratos de actividad social, idiomas, artes, religión, ciencia, fi­losofía, costumbres, tradiciones; una infinita gama de estructuraciones y modalidades que se resisten a cualquier norma rígida, a todo intento de homogenización, o de totalitarismo.
El peor enemigo de la libertad es el dogma. El fa­natismo, la creencia en la posesión de la verdad abso­luta, válida para todos e indiscutible, contradicen cualquier noción de progreso y de evolución. La socie­dad y la cultura requieren la máxima tolerancia y li­bertad como expresión del intelecto humano y no pueden pueden soportar mucho tiempo las imposiciones uniformadoras. La experiencia histórica corrobora que es en los momentos de mayor libertad cuando una y otra se desarrollan en toda su amplitud maravillosa.
Todo despotismo, religioso o político, económi­co o social, es debido más al convencimiento y a la fe en su irrevocabilidad que al uso de medios brutales de imposición y sostenimiento. Esta «fe en la irrevocabilidad», alimen­tada y fortalecida sistemáticamente por gobernantes y poderosos, y por los que aspiran a serlo, se ha conver­tido a través de la educación y la fuerza de la presión social, en un hábito y una tradición sumisamente aceptados por todos. Pero, una vez esta fe pierde el predominio y se cuestiona el respeto servil, la fuerza resulta insu­ficiente para mantener el prestigio de las institucio­nes y pronto, de buena gana, o por la fuerza, deberán ser sustituidas por nuevos conceptos y tentativas so­ciales.



Estas sustituciones —digamos revoluciones— no han conseguido nunca cambiar de una vez por todas los viejos conceptos y tradiciones y en consecuencia, no se han podido impedir los efectos de la superviven­cia de las mentalidades dominadoras o ávidas de pri­vilegio que no desaparecen más que de forma muy gradual. Por lo cual sucede a menudo que un dogma, un despotismo, una dominación totalitaria, son sus­tituidos por otros con diferentes nombres y etiquetas.
Cada revolución crea las condiciones para la próxima, provocando invariablemente nuevas reacciones, nue­vos fracasos, dolores y sufrimientos, desigualdad e in­justicia. Triste resultado de los procedimientos utili­zados, nacidos invariablemente de una mentalidad dominada por las ideas de Estado, Religión y Propie­dad, es decir, por el prejuicio de la autoridad.
Todo estado es exclusivista y cuanto queda fuera de su ámbito corre el peligro de ser reprimido y some­tido, y si es posible incorporado. Toda religión cree poseer la verdad indiscutible y todo aquello que la contradice no es más que ignorancia, cuando no here­jía. La propiedad se dice, es un derecho sagrado y la más pe­queña duda un sacrilegio, cuando no un delito que puede motivar la privación de libertad o el asesinato de una persona.
El anarquismo sostiene que los avances más im­portantes se han producido precisamente en aquellos terrenos en los que el pensamiento humano ha podido verse libre de cualquier dogma o tutela externa, de autoridad, y cuando se ha reconocido la diversidad como condición necesaria de cualquier proceso natu­ral. Todo esto ocurre precisamente en el campo de la investigación científica, en el arte, en la literatura, en todos los campos del pensamiento libre e indepen­diente, pero también en las asociaciones voluntarias que, cuando son abiertas y solidarias complementán­dose y ayudándose unas a otras, han creado siempre las condiciones para la mejora de la especie.
Una teo­ría científica, una escuela artística o filosófica, surgidas en determinadas circunstancias, llega a tener una influencia poderosa, pero difícilmente puede acabar por la fuerza con las otras y se tiene que enfrentar con las demás en un plano de igualdad. Ninguna teoría científica pue­de representar a la ciencia entera. Ninguna escuela ar­tística puede pretender abarcar el arte en su totalidad sino que cada una forma parte de un conjunto más amplio constituido por las más diversas tendencias. Es por esto que los anarquistas afirman que la coope­ración de las diferentes tendencias y de los individuos para llegar a la felicidad y al bienestar general, en igualdad de derechos, educa al ser humano en la tolerancia y la comprensión. El libre acuerdo y la solidaridad, la libre investigación y experimentación, son indispen­sables para establecer una verdadera convivencia orientada hacia el progreso.



Tiene que superarse definitivamente el someti­miento del pensamiento humano a conceptos teológi­cos o dogmáticos. En nuestros días difícilmente pue­den mantenerse verdades eternas. La Iglesia y el Esta­do ya no pueden recorrer impunemente a inquisicio­nes, hogueras y excomuniones para mantener sus in­tereses; aunque en buena parte de los países, y muy especialmente después de los atentados de Nueva York, la prácti­ca totalitaria sigue siendo la norma, aún más incementada si cabe, pero a pesar de todos los intentos por acallarla, la conciencia ge­neral no puede menos que condenar reiteradamente aquello que consideramos como «abuso de poder»





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Todas las conquistas espirituales y sociales de los últimos siglos se han conseguido como consecuencia de la evolución de la cultura, por la necesidad de li­bertades políticas, económicas y sociales más amplias y después de largas y cruentas luchas contra los detentadores del poder.
Desde la Revolución Francesa y con la formación de las sociedades modernas se ha evidenciado reitera­damente que los estados no son un arbitro neutral de las sociedades, ni instrumento adecuado para la defensa de los derechos conquistados penosamente por los pueblos. Todo lo contrario. Con el aflorar de los na­cionalismos, con la excusa de la «defensa» de la demo­cracia, del orden establecido, de la soberanía nacional o de la unidad, se han ido configurando los estados to­talitarios que, dividiendo la humanidad en grupos antagónicos, ampliando las divergencias y enfrentamientos entre las diferentes culturas, razas, pueblo y religiones, disputando la ampliación de mercados o privilegios económicos, someten a todos los pueblos de la tierra a la tragedia de la guerra, del hambre, de la enfermedad.
Entre un cuarenta y un cuarenta y cinco por cien­to de todo lo que se produce en el mundo va destinado a gastos de armamento, a preparar la posibilidad de una guerra. Cerca de un quince por ciento se destina a cubrir o sanear los destrozos de guerras ya pasadas. El número de seres humanos sacrificados a la locura patriótica, estatista, puede calcularse en varios cente­nares de millones. Actualmente, como si todo ello no fuera todavía suficiente, en virtud de una tecnología fantasmagórica e incontrolable, de una industria armamentística insaciable, se extiende por toda la tie­rra, bajo el mar e incluso más allá de la atmósfera, un potencial capaz de destruir más de veinte veces el pla­neta entero. Y como muestra de la decisión homicida de los privilegiados de todos los colores, incapaces de ceder en lo más insignificante, dos mil quinientos millones de personas, hombres, mujeres y niños, sufren la grave amenaza de morir de hambre.
En los tres últimos siglos la humanidad se ha vis­to violenta y repetidamente conmocionada por una larga lista de revoluciones y contrarrevoluciones, evi­denciándose claramente la falacia de unas institucio­nes que se excusan en la falsa necesidad de dirigir, controlar, homogenizar a los seres humanos y sus cami­nos. El único resultado cierto y efectivo de cales in­tentos consiste en el retraso innecesario de la evolu­ción hacia cotas más elevadas de libertad y equilibrio.
Cualquier revolución no es más que una expresión del proceso social y se traduce en hechos cuando la re­sistencia al cambio de las viejas autoridades se hace insoportable. Realiza únicamente aquello que se ha desarrollado y enraizado en la conciencia de los seres humanos que la efectúan, y es este precisamente el objeti­vo y la finalidad de las revoluciones.


Como muy bien diría Bakunin: «Las revoluciones violentas son en determinados casos necesarias ante el espíritu cerril e intransigente de los privilegiados; pero son siempre lamentables, como una desgracia. No sólo por las víctimas sino también por los eleva­dos principios en cuyo nombre se hacen. Las vengan­zas personales, el derramamiento de sangre, quizás no podrán ser evitados, como las consecuencias de una gran tempestad; pero esto no es útil ni moral... Para realizar una revolución eficaz hay que atacar directa­mente las causas y sus efectos, eliminando las institu­ciones de la explotación económica y la tiranía. Hay que ser implacable con símbolos, privilegios e insti­tuciones».
Las revoluciones no son un salto imposible en el tiempo; no consiguen que avancen en un solo día, cen­tenares o miles de años de lenta evolución y progreso. Las revoluciones no crean nada nuevo y como máximo apartan lo viejo, podrido e innecesario, abriendo el cami­no a nuevas realizaciones que dependerán en buena medida de la madurez del pensamiento, de la con­ciencia, de la preparación y de la voluntad creadora de los revolucionarios.



Sería infantil pensar que cualquier revolución comporta la desaparición completa e instantánea de la vieja sociedad. La historia nos habla de continuidades y transiciones, de que puede modificarse una direc­ción, de ciclos largos de cambios cuantitativos nume­rosos y de ciclos cortos con muchos cambios en breve tiempo. Son estos últimos los que nos hacen dar cuen­ta de los cambios cualitativos. La sociedad acumula de generación en generación, de época en época, mul­titud de conocimientos y de experiencias que traspasan al individuo el magnífico edificio de una cultura de la que el ser humano no podría prescindir.
La historia de la humanidad no es la repetición o variación de unas formas de gobierno, de unos modos de producción, como anillos de una cadena, uno de­trás de otro indefinidamente. No, la sociedad es el or­ganismo que da sentido a la civilización humana, y así como civilización implica convivencia, humana significa de todos los seres humanos. Y aunque parezca que no todos los seres humanos pueden recibir por igual los fru­tos de esta evolución, esto es debido principalmente a las instituciones que derivan de la autoridad y del monopolio de la riqueza.
El proceso de evolución social no es un proceso mecánico que se produzca en todas partes de manera uniforme obedeciendo a misteriosas leyes fijas. El proceso es un devenir gradual que puede acelerarse, o retrasarse momentáneamente pero que viene siempre determinado por el grado de entendimiento humano, por su nivel de conciencia y por sus ideas sobre el mundo y sobre el papel del ser humano en este mundo.
Así como la voluntad humana no puede crear ca­prichosamente nuevas formas de existencia, tampoco las condiciones materiales son un condicionante in­salvable y sucede repetidamente que se desaprove­chan las condiciones más favorables por no existir una decidida voluntad innovadora. Esta voluntad innova­dora nace primordialmente de la cultura espiritual de la época y parte del pensamiento filosófico, de la cien­cia, del arte, de los conceptos éticos y morales, etc.




El anarquismo, contrario a todo dogma, sostiene que no existe ningún sistema o doctrina social sufi­cientemente amplios para abarcar todos los aspectos de la vida humana, puesto que la misma vida es cam­bio constante, renovación perpetua. Por este motivo se muestra contrario a la elaboración de cualquier pro­grama sobre la sociedad futura o de reglas a seguir.
Toda norma de obligado cumplimiento, todo progra­ma, genera el dogma, el obstáculo, la lucha y el con­flicto. El único programa consiste en saber renovarse, cambiar, adaptarse a las nuevas demandas de necesi­dades también nuevas e imprevisibles. Volviendo a Federica Montseny «el anarquismo... como concre­ción moral, como síntesis y cumbre de las aspiracio­nes humanas, del progreso espiritual de la humani­dad, como ideal ilimitado y —por tanto— definiti­vo, así como está y estará abierto eternamente a todos los sueños de los seres humanos, a todos los enriquecimien­tos, a todos los matices y a todas las innovaciones, como síntesis y cumbre está al final de todas las ideas, constituye la meta múltiple de mil caminos».
Para los anarquistas es preferible cometer mil errores que permitir el anquilosamiento; los errores siempre tienen remedio, en cambio para una menta­lidad cerrada no hay remedio posible. Por esto es un ideal sometido a constante crítica y autocrítica y le es consubstancial el ir ampliando el campo de visión doctrinal, incorporar las nuevas conquistas del pensa­miento humano, descubrir nuevos horizontes.
Las nuevas ideas y los nuevos conocimientos tie­nen que conformar la conciencia propia y el interés de la sociedad en su conjunto y de esto deriva la necesi­dad de una ética estricta. Por desgracia en los últimos años hemos asistido a una evolución intelectual cen­trada exclusivamente en el desarrollo de una tecnolo­gía aplicada en beneficio de unos pocos y los valores éticos han sido dejados aparentemente de lado. Por eso, los avances tecnológicos, industriales o científicos no han mejorado suficientemente las condiciones de los pueblos, in­cluso se ha pretendido crear leyes científicas que in­tentan hacernos creer que «el banquete de la vida no está puesto para todos» (Malthus), que en la naturaleza los débiles se someten necesariamente a los fuertes y que la lucha es la única ley (Darwin), que el trabajo se reduce a simple mercancía (Smith, Ricardo y Marx), o creando la hipótesis de la voluntad de poder (Hobbes, Nietzsche). Ideas todas ellas sustentadoras del orden establecido, de la injustícia y la desigualdad.
Frente a todo ello, el anarquismo se manifiesta como decididamente idealista, requiere de unos principios morales que se podrían re­sumir en: «autoestima, respeto y rectitud en la pala­bra dada y respeto a las demás personas» (Tolstoi).
Como expresión más elevada de la ética persigue lo imposible porque así precisamente se crea lo posi­ble: «Necesita espíritu de sacrificio, un alma genero­sa, entrega total a la idea y esto no es compatible con ninguna ambición ni caudillaje ya que estos no tienen cabida entre los seres humanos conscientes de sí mismos» (F. Montseny).
«No conformarse con menos que con la utopía es­timula continuamente la superación del ser humano y de la sociedad. Potenciando el espíritu de rebeldía in­quebrantable, de inconformidad ante los hechos con­sumados y de lucha contra la resignación fatalista de la humanidad, el anarquismo se constituye en gran defensor de la libertad, fuente inagotable de todos los cambios y fuerza motriz de la humanidad hacia el progreso. —El anarquismo es la causa común de to­dos los oprimidos, de todos los seres humanos de la tie­rra— » (F. Montseny).