dimecres, de gener 20, 2016

ROMANTICISMO Y MISTICISMO

La suprema tarea de la cultura consiste en apoderarse del Yo trascendental.
Novalis, Fragmentos.

Este Yo no es advertible por el estudio ni aun por la inteligencia y la erudición. Este Yo revela su esencia únicamente a aquel que se aplica al Yo. El que no aban­donó los caminos del vicio, que no puede dominarse, que no posee la paz interior, cuya mente está turbada, no puede nunca advertir el Yo, aunque esté lleno de toda la ciencia del mundo.
Katha Upanishad

S. P. Shevyriov (1806-1864), : «la naturaleza no sólo está íntimamente unida al ser humano, sino que parece existir, ante todo, para explicar al hombre. Los misterios de la naturaleza son también los misterios humanos». 

Debería ser allá por el año 1984 cuando ví por la televisión una serie documental que me marcó de por vida. Se trata de "La revolución romantica", traducción de "The romantic spirit", una serie de televisión del 1982 documental británico en 14 episodios sobre el movimiento romántico en la cultura occidental. La serie es una producción anglo-franco-alemana presentada por RM Productions (Cine y Televisión) Ltd. y FR3, ideada por Marcel Brion de l'Académie Française, los productores ejecutivos son Michèle Arnaud y Theodore Salata.
La versión en idioma Inglés, por Landseer Film & Television Productions, de Londres, ha sido escrita por Carla Heffner, adaptada para la televisión por Judy Marle, con el supervisor de producción Terri Winders, se presentó y narrada por Anthony Andrews, de la casa de John Keats , Hampstead, Londres.
Episodios individuales de las series cubren temas románticos diversos.
La serie se transmitió en América del Norte en la red A & E a partir de 1985 hasta 1991.
Títulos de los episodios
1. "La Explosión romántica" [Dirigida por Jean-Louis Fournier] - Anthony Andrews perfiles de escritores y pintores del movimiento romántico siglos 18 y 19no. 
2. "La sangre, Mar y Arena" [Dirigida por Michel Pamart] - Las pinturas de Delacroix, Turner y Goya ilustran Romanticismo en la naturaleza.
3. "El paraíso perdido" [Dirigida por Jean-Louis Fournier] - Poemas de Wordsworth y Goethe ilustran el tema del salvaje, naturaleza en estado puro como la libertad.
4. "El héroe romántico" [Dirigida por Michel Pamart] - Los ideales de poetas Byron y Chateaubriand reflejan el concepto romántico del poeta como héroe.
5. "El viaje romántico" [Dirigida por Bernard Guillon] - Un examen de Goethe 'Faust', incluyendo lecturas, ilustra la visión romántica de la vida como un viaje de descubrimiento.
6. "Batalla de la Etapa" [Dirigida por Jean-Louis Fournier] - Juegos de Schiller y Kleist representan la filosofía romántica del héroe como un renegado.
7. "Night" [Dirigida por Daniel Lander] - Dreams influyen en los artistas románticos.
8. "Triunfo de la Muerte" [Dirigida por Jean-Louis Fournier] - El "arte" de la muerte influye escritores románticos.
9. "La edad de oro" [Dirigida por Hans S. Lampe] - Obras de Blake y Keats ilustran el anhelo romántico por un retorno a un país libre y pacífico 'Edad de Oro'.
10. "Música del Alma" [Dirigida por Patrick Meunier] - La música de Beethoven, Schubert, Schumann, Liszt y expresa las emociones más profundas.
11. "Las mujeres románticas" [Director Jochen Richter] - escritoras participan en el movimiento romántico, incluyendo Mary Shelley (autora de Frankenstein), Karoline von Günderrode, las hermanas Brontë, y Georges Sand.
12. "Victor Hugo y El Siglo romántica" [Dirigida por Yvon Gerault] - Poeta, novelista y dramaturgo Víctor Hugo personifica la era romántica.
13. "El triunfo del Romanticismo?" [Dirigida por Daniel Lander] - El movimiento romántico en París enfrenta a los intelectuales contra la aristocracia.
14. "La herencia romántica" [Dirigida por Jean-Louis Fournier] - Romanticismo del siglo 19 influye en la 20a. 
Aquí sólo podremos ofrecer seis de éstos 14 episodios. Quisiera añadir que aunque la calidad de las imágenes dejan mucho que desear -las posibilidades técnicas han cambiado mucho-  os la recomiendo muy encarecidamente, tened paciencia, os va a encantar.
Ep 1

Ep 2

Ep 3

Ep 4

Ep 5

Ep 6

Para empezar, me gustaría comentaros un texto extraído del excepcioal libro de Eduardo Azcuy: "El ocultismo y la creación poética:



·...Ese “regressus ad originem”, a la eternidad, que consti­tuía el anhelo fundamental del hombre de las socieda­des arcaicas, es asimismo el elemento primordial de la experiencia mística en las tradiciones orientales del yoga y el budismo y en las místicas judeo-cristianas.
Lo esencial consiste en trascender la condición humana, situándose por encima de los sentidos en un nivel de suprema estabilidad interior. Abolir la Historia, salir del Tiempo, recobrar el “Paraíso”, es decir, la situación del hombre primordial, constituyen apetencias comunes tanto del shamanismo primitivo, como de los santos orientales y cristianos. Todas las técnicas ascéticas y contemplativas y las iniciaciones esotéricas tienden a transformar al hombre, a “curarlo” de la degradación temporal. El hombre “enfermo”, debe volver a nacer. La filosofía de la India aporta una “medicina nueva” para el sufrimiento y la angustia existencial. La “curación” está presente en todo el saber tradicional. El ilusorio velo de la Maya debe ser desgarrado para acceder a la no-dualidad, al centrum naturae de Boehme, o a la “vacuidad de los Maestros Zen. Los santos y los místicos, los shamanes y los magos, guardan especialmente esa huella primordial en las capas profundas de su psique.
Cuando la fuerza del mito se transfiere a la memoria colectiva, junto a la experiencia del éxtasis que realizan los shamanes, surge y se manifiesta la poesía. Poco a poco el mito se torna legendario, pero sobrevive su encantamiento y su poder. Si por un lado se ritualiza y sirve de sostén a los éxtasis místicos que permiten revivir los comienzos y acceder al tiempo primordial en que los arquetipos fundaron el mundo, por otro, comienza a poetizarse otorgando un nuevo sentido a las formas descriptivas que se integran con invocaciones y plegarias. Los hechos ejemplares se incorporan a la memoria popular que re-crea las antiguas tradiciones v revive el pasado en un lenguaje significativo.




Para el hombre caído, que ha perdido la facultad de aprehender la imagen real del universo, la poesía es una vía más accesible que las técnicas del éxtasis, para desarraigarse del tiempo y de la historia. Los lemas mágicos y místicos, las fórmulas y los conjuros, se tornan poéticos al desasirse del ritual, y perduran en multitud de epopeyas.
Como el shamán, el poeta es también en alguna medida el “hombre diferente”, que crea sobre la fu­gacidad y reactualiza el sentido profundo de su ser, mediante palabras que describen vivencias y contenidos cognoscitivos que in illo tempore posibilitan la aprehen­sión de lo real. Para él la destrucción y la muerte se superan proyectándose hacia una realidad espiritual que estabiliza la vida y lo libera de la prisión historicista. Como el especialista del éxtasis, el poeta alienta una nostalgia de absoluto y accede a su modo en una indecible dimensión intemporal.



A través de todas las épocas, los poetas ambicionan vivenciar la Unidad y evadirse del mundo sensorial y de los límites del yo. También ellos anhelan descender a los abismos interiores para esbozar una respuesta a la angustia existencial de la creatura prisionera en el tiempo. “La poesía es el arte de construir la salud trascendental. El poeta, por consiguiente, es el médico trascendental”, escribió Novalis. Es él quien se antici­pa al conocimiento y enfrenta la multiplicidad. Su función instauradora rescata, de la corriente imper­manente de las cosas, vivencias esenciales, momentos cósmicos y expresiones anímicas que adquieren dimen­sión ontológica. Frente a las apariencias, separado de la Naturaleza, el poeta lucha por superar esa “reali­dad” que le ofrecen las categorías lógico-cognoscitivas. Su apetencia ontológica lo impulsa hacia la realización de la Unidad, suprema vivencia poética que le permiti­rá integrarse y recobrar su situación paradisíaca. Para ello, el poeta traza su propio camino. Es un sendero en ciertos aspectos paralelo al del místico. Sin embar­go, la esencia invisible y omnipresente del Todo, vivi­da en el ámbito del verso, no posee ni puede poseer la plenitud contemplativa que adviene en los niveles mentales donde se aniquila totalmente el mundo sen­sible. El poeta progresa hacia los niveles profundos de la psique y alcanza su último grado en la deposición momentánea del “yo”. Es, como dice Baudelaire, "una especie de exaltación angélica a través de la cual el alma entrevé los esplendores situados más allá de la tumba”.





El místico, en cambio, realiza una experiencia más orgánica e intensa y en la pasividad del éxtasis trasciende el nivel parapsíquico, visionario o mediúmnico, y progresa hacia el foco de la conciencia unitaria. Ambos, poesía y mística, son actos de orden cognoscitivo; pero mientras el místico accede a la fuente Intemporal del Ser, y permanece en ella realizando una suprema unión existencial, el poeta, por las imágenes y el sueño, obtiene un contacto fugaz con ese nivel incondicionado de la psique y construye con palabras y ritmos un testimonio oscuro para ese des­borde numinoso del alma.
El poeta se impone, entonces, una riesgosa aven­tura. Debe internarse en lo más profundo de su ser, pero sus métodos de acceso —a diferencia de las vías contemplativas de despojo gradual— son ensayos anár­quicos con “temporadas de infierno”. Su testimonio escrito responde a la vida profunda, se nutre en los sueños y en los automatismos inconscientes y, al tender los puentes más maravillosos entre los objetos del Cosmos, ofrece una imagen fragmentada de esa reali­dad esencial que escapa a la percepción ordinaria.
Como dice Shelley, “crea de nuevo el universo, aniqui­lado en nuestro espíritu por la repetición de impre­siones, y arranca de nuestra vista interior la película del hábito que nos oculta la maravilla de nuestro ser…




Desde la antigua oposición entre “lo mágico pla­tónico y lo racional aristotélico”, la poesía padeció el predominio del espíritu lógico sobre la inspiración y el entusiasmo. El orden “apolíneo” se impuso al fu­ror “dionisiaco”, la razón a la magia, la imitación a la creación y al éxtasis. Una sucesión de preceptivas esterilizó al componente misterioso que pugnaba por liberarse de los clisés literarios. Al margen de aisla­dos precursores, hubo que esperar al siglo XVIII para asistir a la revolución que lanzó a la poesía en el camino del conocimiento de sí misma y de la aventura meta­física. Desde entonces, la rebelión se afirmó y las crisis de purificación se acentuaron. La etapa del servi­lismo y la inocencia quedó cerrada para siempre. La conciencia de gramático, que había pretendido sacri­ficar a la poesía, tornándola, un mero artificio racional, se transformó al influjo de imperativas exigencias. Los que consideraban a la poesía como un oficio desti­nado a distraer o a cantar hazañas, fueron desplazados por hombres que incorporaron la poesía a la vida y des­cendieron a los infiernos interiores buscando liberar­se de la angustia del tiempo. Los románticos alemanes “entraron en el reino propio de las realidades poéticas” y Baudelaire y Rimbaud la impulsaron más allá de la frontera del espíritu.





El romanticismo se apoyó en intuiciones y alimentó el mito del sueño y de la noche. Afirmó el irracionalismo y apeló a las potencias primitivas del alma; a las zonas oscuras y elementales de la psique Los filósofos románticos rebelados contra el iluminismo y el pre­dominio de la Aufklárung, la venerada Razón, pu­sieron su fe en una interpretación intuitivamente organológica o religiosamente simbolista de la natura­leza. Reconocieron en la noche el símbolo de lo Abso­luto, de la imagen unitaria y animada de la realidad superior a la que sólo se llega aniquilando las aparien­cias del mundo sensible. “Romantizar —escribió Novalis- significa dar a lo común un sentido superior; a lo ordinario, un aspecto misterioso; a lo conocido, la virtud de lo desconocido; y a lo finito, una apariencia de infinito.” En la poesía vieron los “signos manifies­tos” de ese nivel superior de la realidad, que le nega­ban los sentidos ordinarios. La poesía tomó entonces una tendencia absolutista y se tomó “progresivamente universal”. El poeta, "verdadero mundo en pequeño”, es el que mejor comprende a la naturaleza. Novalis encontró en la poesía el valor máximo, el fluido univer­sal, la única realidad del gran Todo. “La poesía es lo real absoluto, esto constituye el núcleo de mi filoso­fía; cuanto más poética es una cosa tanto más real es.” Consideró a la poesía como la corriente esencial que representa a lo no representable, ve lo invisible y siente lo insensible. En suma, resolvió en poesía todas las experiencias del espíritu. Como la de Nietzsche, su cosmovisión fue eminentemente estática. “Sólo el artista puede intuir el sentido de la vida.”
El poeta se equiparó al demiurgo, capaz de emplear, a voluntad, el mundo sensible, y la poesía se consideró camino seguro hacia el trasfondo originario anterior a la división de lo objetivo y subjetivo.




Shelley, en su famosa Defense of Poetry, escribió que “la poesía es verdaderamente algo divino, es a la par el centro y la circunferencia del conocimiento, lo que comprende toda ciencia y a lo que toda ciencia debe ser referida”. Nos permite habitar un mundo, ante el cual, “este mundo que conocemos es un caos”, y al arrancar de nuestra vista interior la película de los hábitos que nos ocultan las maravillas del ser, “recrea de nuevo el universo, aniquilado en nuestros espíritus por la repetición de impresiones”. Como dirá más tarde Heidegger, la existencia humana es “poética” en su fundamento mismo; y la poesía —ins­titución verbal del ser— “es el nombrar que instaura los dioses y la esencia de las cosas ”. Estas afirmaciones van a caracterizar a todo un movimiento filosófico y poético cuya visión del mundo, derivada del pensamien­to monista, constituyó en último análisis un retorno a la cosmovisión oriental, en oposición al dualismo doctrinario de Occidente.
El romanticismo revivió la antigua cosmogonía mística, agregándole un principio ético de acción y perfeccionamiento. A la experiencia de los antiguos brahmanes de fundirse con el Ser infinito, situándose por encima del mundo en un universo sin sentido, los metafísicos románticos la interpretaron asignando a lo absoluto irracional, un principio optimista de armonía y de belleza.
Herder, activo propulsor del Sturm und Drang, había postulado una concepción orgánica y vitalista del cosmos, que fue perfeccionada por los filósofos y físicos románticos.




‘El universo es el resultado de una Inteligencia Infinita” y puede ser aprehendido por medio de la experiencia interior. Es omnipresente y lo recorre un etéreo flujo vital que se transforma en diferentes expre­siones. La vida universal le confiere vitalidad al indi­viduo encerrado entre los límites del nacimiento y la muerte. Pero esta vida momentánea, confinada a los límites del “yo” de los sentidos, es un breve aleteo sobre el fondo de la vida cósmica. Novalis conci­bió a la muerte como una fase de la vida, como el fin de la limitación, como término y principio, como separa­ción y enlace consigo misma. “La vida es muerte y la muerte también es vida”, escribió Holderlin. Morir, para Oken, es acceder a otra forma de vida. Lo esencial consistió en proclamar la inexistencia de la muerte. Todo lo que muere se disgrega en el universo genera­dor eterno de la vida. Los conceptos de principio y término se deslíen. La vida infinita es el substrato real del Todo sin tiempo, por eso, el individuo, de acuerdo con Baader, “sólo vive en proporción a su identificación con el Todo, es decir, en la medida en que una ek-stasis lo arrebata de su individualidad.
Este misticismo natural, de profundo arraigo en el alma germana, se resolvió en un panteísmo idealista, en que el conocimiento emerge como la actividad supre­ma. La religión sería entonces una vivencia trascenden­te, un sentimiento de dependencia, como afirmaba Schleiermacher, un estado inexpresable de impotencia y pequeñez; de sujeción a una desconocida vida total, un “sentir absoluto”, que no se halla en los dogmas ni en los cuerpos doctrinales, sino que se oculta en el alma, el hombre es verdaderamente religioso cuando descubre en sí lo infinito. “Se puede definir el roman­ticismo -señala Farinelli- como la embriaguez de lo infinito.” Esa es, por otra parte, la actitud funda­mental que habrá de culminar con Hegel. Lo finito es ilusorio y sólo puede considerarse real, en cuanto en él se realiza y se manifiesta lo infinito. Nicola Abbagnano, al caracterizar a la filosofía del ochocientos, definió al romanticismo como un clima, como una temperie filosófica cuya tendencia principal consiste en reconocer como única y sola realidad al infinito y aceptar lo finito (el hombre, el mundo, la historia) solamente como manifestación o revelación de lo in­finito.




Mientras los filósofos románticos formulaban estas atrevidas concepciones y rematando los hallazgos kantianos contribuían a cimentar la nueva doctrina de la naturaleza, los poetas se lanzaron por la senda interior y uniendo en sus visiones extáticas lo finito y lo infinito, abrieron a la poesía los mundos inquie­tantes del ocultismo y de la magia. Lo esencial con­sistió en afirmar que la aptitud religiosa del hombre puede y debe actualizarse. Lichtenberg y Moritz, Hamann y Herder, Jean Paul y Jean Jacques, los pietistas y los ocultistas, todos en diversos niveles y con más o menos fuerza constructora, comienzan de nuevo a percibir el mundo como una prolongación de sí mismos, y su propio ser como inserto en el flujo de la vida cósmica. En ese sentido, la Weltanschauung romántica descubrió su afinidad con la doctrina de los Vedas. Por instinto, más que por conocimiento, los pensadores alemanes del romanticismo como Lessing, los hermanos Schlegel, Schleiermacher, Novalis y hasta el mismo Goethe se sintieron arrebatados hacia esa tierra ideal poblada de arcanos y virgen de inves­tigaciones. Aun desconociendo muchos aspectos del Oriente que los apasionaba, las correspondencias espi­rituales entre la revolución romántica y el pensamiento de la India fueron singularmente notables.
Hagamos una pausa, podemos ver un excelente vídeo:




Continuemos.
La universalidad de la experiencia mística, fue la piedra de toque de esa similitud que atestigua la realidad del espíritu humano. Desde el sentimiento de lo Uno de que hablan los Upanishad al inescrutable Tao en Lao-Tsé y en Chuang-Tsé; desde los éxtasis de Filón y del sufismo hasta la suprema unión de Plotino, el ma­yor intento cognoscitivo del hombre se realiza en aquéllos que, desprendiéndose del “yo” creado por la acumulación de sensaciones adulteradas, experi­mentan los estados místicos de la conciencia. Partien­do de lo Uno, el misticismo especulativo racionalizó lo infinito en la visión del mundo que postula un univer­so viviente donde todo se corresponde por sutiles y misteriosos lazos. Esa primitiva Weltanschauung ac­tualizada, sin duda, por la inmanencia de una intuición primordial, se reencontró en los órficos y pitagóricos y se introdujo en el alma religiosa de Occidente a través del misticismo alejandrino. A partir de entonces sus temas esenciales se propagaron como una tradición subyacente. A través de Proclo, el pseudo Areopagita fue discípulo de Plotino y, a través del Areopagita, lo fueron los grandes místicos medievales: Escoto Erígena, Eckhart y sus discípulos, los Gottesfreunde o  “amigos de Dios”, especialmente Tauler, Suso y Ruysbroeck.
El pasaje de la Unidad a la multiplicidad de los seres y el del retomo de los seres al seno de la Unidad indiferenciada, fueron siempre los problemas —metafísico y ético— que determinaron la existencia de dos corrientes místicas y paralelas que en muchos aspec­tos se confunden. El concepto trascendente e inmanen­te que cada una de ellas asigna a la Divinidad, engen­dra distintas actitudes.




Una deriva en un misticismo quietista, la otra en un misticismo dinámico. La primera acentúa la impor­tancia del Ser Absoluto, lo concibe en eterno reposo sin devenir ni movimiento. El hombre debe retomar a la Unidad, huir de lo temporal hacia lo eterno, tras­cender las apariencias y anonadarse en lo Absoluto. Es el misticismo de los Upanishads, de Sankara, de Lao-Tsé, de Plotino y de Eckhart. La segunda es la actitud de Confucio. Admite el devenir y el fluir heracliteano, se complace en la cambiante multiplicidad de lo Uno en el mundo y busca participar en él y vivir sus transformaciones para hallar de esa manera la sen­da del retorno a la Unidad. El místico temporalista, al regresar de los niveles de la supraconsciencia, se considera un colaborador de las energías creadoras, un vidente capaz de descifrar los signos, y actuar en consecuencia interpretando los designios divinos.
Esta mística de la extraversión (lo Infinito), opues­ta a la mística introvertida de la tradición agustina y medieval (lo Absoluto) es, por su aceptación del mun­do, fermento de conocimiento. Ella se perpetúa en toda la corriente esotérica que, de la Gnosis y la Alqui­mia precristianas, se extiende a través de la Edad Media hasta la filosofía de la naturaleza, en el Renacimiento, y de allí, siempre por las mismas vías subterráneas, a la “ciencia romántica”. Sin embargo -insiste Besset- se debe señalar que no se trata de dos corrientes neta­mente distintas, sino, más bien, de dos tendencias cuya acción se ejerce, a menudo, simultáneamente en la misma persona.




El renacimiento florentino del siglo XV asistió a un despertar del misticismo extrovertido. A la in­fluencia alejandrina, especialmente de Plotino, Marcilio Ficino y Pico della Mirandola sumaron su inte­rés por la Cábala judía, la astrología y la alquimia. El misticismo y la magia se identificaron en ese mate­rialismo teosófico que pretendía dominar a la natu­raleza y dotar al hombre de poderes para operar mara­villas. Esas ideas penetradas de esoterismo y gnosti­cismo se desarrollaron en Nicolás de Cusa, Gerónimo Cardan, Agripa de Nettsheim, Paracelso, Giordano Bruno, Fludd y Boehme. Este último, puesto en boga por Tieck dos siglos más tarde, fue leído con pasión por los pensadores románticos. En su obra confluyen las dos corrientes místicas que hemos señalado, pero se acentúa la perspectiva temporalista; por lo menos en lo que se refiere al universo material.
Todos parten de la Unidad Primitiva, de la raíz de toda existencia, lo que Boehme llamaba el Ungrund, el abismo sin fondo y también la Matriz Eterna o el Mysterium Magnum, y Eckhart, la Divinidad, Die Gottheit, distinguiéndola cuidadosamente de Der Gott, o Dios.





Este Ser indiferenciado es una aspiración, un im­pulso vital, un deseo inconsciente que tiende a vol­verse consciente: la naturaleza innaturada que tiende a naturarse. Una Unidad que se va diferenciando y multiplicando mediante emanaciones sucesivas. El Ungrund —sin dejar de ser Uno— comienza por reve­larse a sí mismo. Suscita su antítesis; hace de sí mismo un espejo, se desdobla en sujeto y objeto y como ya lo enseñara el antiguo Libro de las Mutaciones, la existencia brota de la oposición de los contrarios. Para emplear las imágenes boehmianas, la Matriz de los Mundos desarrolla en su seno la oposición entre el Deseo inconsciente y la Voluntad consciente. De allí, de esa lucha de opuestos se opera una síntesis que Boehme denomina la Sabiduría Divina: el Hijo de los teólogos cristianos. Este nacimiento de Dios se reproduce eternamente y la Divina Trinidad enseñada por la Iglesia es en el fondo una representación sim­bólica de estas verdades místicas. Las tres personas son tres momentos del proceso permanente de autorrevelación y autoconciencia del Abismo indiferenciado. El Padre es Voluntad consciente; el Hijo, Sabiduría Divina y el Espíritu, la Actividad de esa autorrevelación con la cual la Divinidad se crea a sí misma y forma el mundo. Para la mística, el hombre como microtheos, por su identidad con lo divino, es la revelación de todos los misterios, el principio del conocimiento.




Sólo se puede conocer lo Absoluto si lo Absoluto está en nosotros, en lo profundo de nuestra alma. Se trata de una identificación de esencia entre el su­jeto y el objeto. El hombre puede conocer, mediante una “contemplación inefable”. El conocimiento se identifica con la fe y se presenta como la actividad suprema. La Sabiduría Divina omnipresente se toma consciente en el espíritu humano, y el ser humano, imagen y símbolo del Todo, puede intentar su máxima expe­riencia y alcanzar la última realidad espiritual que genera todas las mutaciones. “Sólo el conocimiento de nosotros mismos, ese descenso a los infiernos, nos abre el camino de la divinización”. Estas palabras de Hamann descubren la clave de la gnoseología román­tica. Conocer es descender en sí mismo, muriendo al mundo, “elevándose hasta donde no hay cosa crea­da”, como decía Boehme. Sólo puedes conocer a Dios, si tú eres Dios, si Dios está en ti. Tanto para el Misticismo como para la filosofía de la naturaleza y la “ciencia” romántica, conocer algo significa llegar a fusionarse con ese algo, siempre que lo conocido y el cognoscente sean de igual naturaleza y partes del mismo complejo vital. Sólo se aprehende el objeto en su ser verdadero cuando se intuye en él la misma vida que advertimos en la experiencia de nuestro pro­pio “yo”. Los simples —pensaba Eckhart— imagi­nan que deberían ver a Dios, como si El estuviera allí y ellos aquí, pero en realidad, Dios y el hombre son Uno en el conocimiento.





Pero ese conocimiento no puede provenir de la ac­tividad cognoscitiva común. Se impone una elevación del alma que reduzca las apariencias múltiples, y eliminando los opuestos conduzca al nivel de coincidentia oppositorum. La conciencia debe modificar­se, transformarse, situándose más allá de la dualidad en el eje mismo del Ser: en consecuencia no puede comportar grados ni transiciones. Como quería Nico­lás de Cusa, quien busque lo infinito debe desligarse de la multiplicidad fenomenal y realizar una comprehesio incomprehensibilis, una inmersión en la mis­teriosa profundidad de la conciencia del cosmos, para “volverse uno” y tornarse semejante a Dios. De ese modo Dios nace en el alma del hombre. Se produce un renacimiento, que no es otra cosa que el despertar de la conciencia en un nivel de supervigilia desde el cual tal vez sea posible percibir toda la realidad. Para decirlo con el lenguaje de la alquimia superior, se realiza la transformación del cuerpo mortal de una imagen radiante y el hombre “caído” se reúne con Dios consumando la Gran Obra Mágica.
La unidad de la vida no admite límites ni separa­ciones. La vida está presente en todo, entera e indivisa, tanto en los astros como en el más simple de los elemen­tos, igual en lo inferior como en lo superior. El Gran Todo es lo único que vive. Esta certeza es la que movió a Novalis a expresar su fe en la unidad de la existencia. “El universo es completamente análogo al ser humano en cuerpo, en alma y en espíritu —escribió en los Frag­mentos—, éste una abreviación, aquél una elongación de la misma substancia.” El hombre es el parvus mundus, el microcosmos, la imagen reducida pero fiel del universo, el macrocosmos.




La antigua idea de que el hombre refleja y contiene el universo, de  que es un ser compuesto que participa en todos los niveles de la procesión divina, que reviviera Plotino y que Boheme tomara de los cabalistas, cobró fundamental importancia en la filosofía romántica. La concepción orgánica de la naturaleza extendió esta doctrina a todos los objetos que componen el mundo, y al insistir en la diversidad infinita y en la unidad esencial del universo, postuló la gran ley de las corres­pondencias, según la cual, el microcosmos y el macrocosmos se relacionan y se enlazan por analogías de or­den cualitativo sólo aprehensibles por la intuición, capaces de conciliar lo múltiple y lo Uno. William Blake, en el primer cuarteto de Auguries of Innocence, expresa esta idea que “no es solamente la base del solipsismo romántico en todas sus formas distintas, sino que es, por sí misma, el fundamento y la esencia de la estética del romanticismo temprano”.


“Ve  un mundo en un grano de arena
Y un cielo en una flor silvestre.
Ten el infinito en la palma de la mano
Y la eternidad en una hora”



Esta concepción tradicional no sólo admite la magia, sino que precisamente la demanda. La magia, como afirmaba Pico y reconocía la filosofía natural del Re­nacimiento, era la suma de toda la sabiduría sobre la naturaleza y la parte práctica de toda ciencia natural. Si todos los elementos se responden enlazados por la universal analogía, era posible actuar sobre todo partien­do de todo. Por medio de la experiencia mística, el ma­go podría acercarse a Dios y restituir al hombre los poderes soberanos que poseían antes de la degradación que le impusiera la “caída”. Cuando en illo tempore el hombre se hallaba en relación armoniosa con el cosmos, le era posible conocer contemplando por analo­gía en sí mismo el substrato simple e indiscomponible de lo real. Era la Edad de Oro, antes de la limitación en el tiempo y la percepción condicionada. La época absolutamente mítica, intemporal: la época del super­hombre dotado de mágicos poderes integrado en la unidad primordial.




Los románticos padecieron esa eterna Sehnsucht, esa oscura nostalgia que al recordarle los orígenes, los impulsaba a utilizar a la poesía y al ensueño como mágicos accesos al Paraíso Perdido. Los físicos román­ticos, los filósofos de la naturaleza y especialmente los poetas, vivieron y “pensaron místicamente” como decía Novalis, el más profundo de los integrantes del “círculo de Jena”.
Schleiermacher postuló lo infinito como condición de vida para el arte y para la fe, ambas provenientes de un origen común. Para él, como para los filósofos indios, la religión fue una experiencia sentida y vivida; la percepción real de algo irracional, cuestión de hechos y no de palabras. El arte sería entonces para la reli­gión lo que el lenguaje es para la ciencia. La religión y la poesía se fusionaban. Ambas, como escribió No­valis, poseían la virtud de interrumpir el estado ha­bitual, manteniendo más activo en el hombre el sen­tido de la vida.
Schelling, en quien la influencia de Boehme fue muy notable, intuyó una naturaleza orgánica, una inteligencia universal desarrollándose eternamente hacia un perfeccionamiento mayor. “La fuerza que piensa en mí, es tan eterna como aquella que sostiene los planetas y las estrellas” había afirmado Herder.
Sankara, el advaitista indio, campeón del monismo impersonal y absoluto, renació de improviso en Fichte, cuya obra parangonada con la de aquél demostró que ambos se hallaban unidos por una notable afinidad de pensamiento. Fichte sostuvo que el mundo es la múl­tiple apariencia de una vida divina, de la cual veía en él mismo un reflejo, y en ese sentido, su cosmovisión resultaba un eco de la sabiduría lejana de los Upanishads: “Aquel que ve lo Uno en este mundo de multiplicidad, aquel que en este mundo siempre cambiante ve a El que nunca cambia, como el alma de su alma, como su propio ser, ése es libre, ha alcanzado la meta.”




Todo el romanticismo tendía hacia ese anhelo de uni­dad. Como afirma Beguin, su grandeza consistirá en haber reconocido y afirmado la profunda semejanza de los estados poéticos y de las revelaciones de orden religioso, haber puesto su fe en los poderes irracionales y haberse consagrado en cuerpo y alma a la gran nostal­gia del ser desterrado.
Su exploración del cosmos interior contribuyó a extender el misticismo, y el poeta romántico, conver­tido en conquistador de verdades esenciales, preanunció la aventura espiritual surrealista, y pugnando por acceder a un estado superior de la conciencia y al Cono­cimiento total, atravesó las puertas que conducen a la transformación psicológica.
Tieck, Brentano y Amin, profetizaron el adveni­miento de una época edénica, en la que el poeta, due­ño de la visión indivisa, pudiese dominar las fuerzas de la naturaleza y trascender la barrera sensorial en busca de la reintegración maravillosa. Los poetas aparecieron como artífices conscientes de esa conci­liación final, siempre que lograsen un estado de “exal­tación angélica” semejante al éxtasis de los místicos. En 1828, Franz Von Baader escribió que “todo autén­tico poeta es un vidente o un visionario” y Passavant anotó adelantándose a Rimbaud:“el poeta es esencial­mente un vidente; la poesía es profecía, visión extá­tica del pasado, del porvenir, de la totalidad”. 




Poco después, Hoffmann descendió a las azules cavernas del sueño. Como Nerval, no se contentó con vivir en esa jungla encantada en la que lo acechaban las apari­ciones y se alargaban los ecos y las sombras. Intentó dominarla, internarse por sus fantásticas “picadas” siguiendo el rastro de la presencia perturbadora e inefable. En su Kreisleriana, anticipó la estética de las correspondencias que culminaría con Baudelaire y con Rimbaud. “No es propiamente en sueños, sino más bien en ese estado de delirio que precede al dormir, sobre todo si he oído mucha música, cuando perci­bo una especie de concordancia entre los colores, los sonidos y los perfumes”. Pero Hoffman no fue el único en adelantarse, con sus “sensaciones enla­zadas”, a ese aspecto del simbolismo que en Francia se llamó “audition colorée”. Brentano hizo referencia a la “luz de los sonidos”, Eichendorff se preguntó si: “¿Acaso los colores no son sonidos y los sonidos no son alas?”, y Tieck, para quien los “colores cantan”, preanunció las ambiciones rimbaudianas de inventar el color de las vocales, escribir silencios y fijar vértigos, en un esfuerzo sobre humano para hallar el lenguaje perfecto. “¿Por qué no nos está permitido pensar en sonidos y hacer música con palabras y pensamien­tos?”



Novalis, por su parte, insistió en profetizar el adve­nimiento de un hombre superior que, desarrollando las potencias secretas del alma, fuese dueño de su esencia y dominara la naturaleza. Para él, el hombre es susceptible de evolucionar psicológicamente y ad­quirir nuevas y sorprendentes facultades. “El pre­juicio más arbitrario -escribió-- es el que pretende que el poder de exteriorizarnos, de hallarnos conscien­temente más allá de los sentidos, nos ha sido negado. El hombre puede en todo instante colocarse por encima de los sentidos.” Siguiendo esa línea de pensamiento, Novalis habló de una “magia poética” capaz de reali­zar milagros y experimentó la sensación de estar unido al cosmos por lazos invisibles y de hallarse en el interior de los objetos que observaba. La vieja fórmula Erites sicut Dei (Seréis como dioses), se actualizaba en la exclamación del poeta: Dios quiere dioses. El ocul­tismo como filosofía y la alquimia mística como prác­tica plena de desmesuradas ambiciones se expresaron a través de sus Fragmentos. Novalis, como el adepto de la Obra Mística, exaltó la radical purificación del ser mediante una ascesis regulada que permitiese si­tuar a la conciencia en un plano de pureza absoluta.
Anunciador del superhombre, imaginó que el cuerpo debía ser puesto completamente en acción por medio del espíritu. “Es extraño —dice uno de sus Fragmentos— que el interior del hombre haya sido considerado de modo tan miserable y tratado tan estúpidamente.” El poeta estimó necesario que la voluntad se proyectase sobre aquellas partes del cuerpo que habitualmente se hallan sustraídas a su imperio.




Cuando hayamos obtenido este resultado cada hombre será su propio médico y podrá obtener el sentimiento exacto de su cuerpo; entonces y por vez primera, sintiéndose realmente inde­pendiente de la naturaleza, logrará quizá hacer renacer un miem­bro perdido, quitarse la vida por su propia voluntad y de esa ma­nera obtener aclaraciones auténticas con respecto a los cuer­pos, las almas, el universo, la vida, la muerte y el mundo de los espíritus.
En este como en otros aspectos coincidió con el milenario pensamiento de la India y con las postula­ciones de la doctrina secreta. Al avanzar por el “camino misterioso que se extiende hacia lo interior”; mientras se acentúa la disolución del “yo” creado por los sen­tidos, se manifiestan al experimentador diversos “po­deres”. Es entonces posible adquirir el dominio de las funciones neurovegetativas y de las facultades que el poeta atribuye a su hombre divino. “Tendrá la facultad de separarse de su cuerpo cuando le agrade; verá, oirá, sentirá lo que quiera y desde el punto de vista que desee.” Pero la meta final no es ese nivel parapsíquico. El Hombre-Dios que ambiciona Novalis es el ser transformado, “renacido” en un “cuerpo glorioso”, análogo al que poseía el hombre antes de “la caída”. Un ser que acceda libremente al mu ido del espíritu que “no está cerrado para el hombre” y que “siempre es visible”.






Aparentemente tan desligado de la tierra, Novalis llegó a afirmar que el cuerpo humano es el único templo del mundo. El poeta-místico logró entonces su equili­brio perfecto. Ocupado en ensanchar su existencia hacia lo infinito, fue un poco ese ciudadano del univer­so que él mismo profetizara, ese Hombre-Dios exterio­rizado conscientemente más allá de los sentidos, para el que la paridad entre el hombre y el cosmos Se reve­laba como una realidad. “No debemos ser sencilla­mente hombres —escribió—, es preciso que seamos más que hombres . . .”, porque la suprema tarea, como lo quería el maestro Eckhart, consiste en descubrir la otra persona que habita el interior, aquel que las Escrituras llaman el Hombre Nuevo, el Hombre Celes­te, el Joven, el Amigo .
Las imágenes son pinturas del pintor checo Zdenêk Hajný.
Como siempre, espero que os haya sido útil e interesante.