dilluns, d’octubre 19, 2015

MEMORIAS DE UN VIAJE A CRETA 2: HISTORIA, SOCIEDAD Y RELIGIÓN






Continuando con Creta y la civilización minoica, hoy nos adentraremos en los aspectos de su historia, sociedad y religión.
Para hacerlo, recogeremos opiniones diversas; por un lado, lo que podríamos denominar la historiografía "oficial", es decir aquello que se enseña en los libros, institutos y universidades. Lo haré de dos maneras, por un lado ofreciendo un texto bastante resumido sobre ella, pero también, a través de unos videos muy interesantes que a pesar del formato, tipo conferencia  y la voz de la conferenciante que si bien al principio resulta algo chocante, mejora con los minutos, seguro que os aportarán mucha información. 
Después no adentraremos en la sociedad minoica, en la eterna discusión sobre si en la isla de Creta se dió o no un matriarcado, y las estrechísimas relaciones entre poder y religión que caracterizaron aquella sociedad.
Sin más preámbulos empezemos.


Breve resumen de la historia "oficial" de la Civilización Minoica.


Creta es la isla mayor del Mediterráneo oriental. Cerrando el Egeo por el Sur, está abierta a las influencias próximo-orientales, manteniendo contactos con Egipto, Siria y Anatolia desde tiempos remotos.
En Creta se va a manifestar una evolución cultural, que llevará a las comunidades agrícolas neolíticas de la isla al desarrollo de un modelo social de corte palacial, similar a los que encontramos en el cercano oriente. Es el mundo minoico. 
Veamos unos videos sobre la importancia de Sir Artur Evans en el descubrimiento del llamado "palacio" de Knossos y la civilización minoica:











Según el propio Evans, los pueblos de las islas del Mediterráneo oriental desarrollaron su cultura sin grandes influencias exteriores gradualmente desde la edad de piedra a inicios del III milenio a. c. 
Así, el bronce cretense se organiza para su estudio en función de la existencia del palacio como elemento destacado de su civilización (estableciendo un sistema palacial) en tres períodos:
Minoico Antiguo o Creta Prepalacial, desde el 2.800 hasta el 2.000 a. c. es el momento de gestación de la cultura cretense, del crecimiento demográfico que será la base del desarrollo cultural posterior.
Minoico Medio (Creta Protopalacial o de los Primeros Palacios), entre 2.000-1.600 a. c. Lo más notable es la aparición de ciudades y palacios en Creta, especialmente los de Cnosos y Malia, los mejor conocidos del período, y también los de Festos, Zakros y Hagia Tríada. Destaca también su evolución cerámica hacia el tipo de vasos de Camares. Comienza a usarse la escritura, inicialmente el jeroglífico y poco a poco aparece el Lineal A. Durante este tiempo se consigue una cierta unificación política de la isla en torno a Cnosos.
Minoico Reciente (Creta Palacial o de los Segundos Palacios), abarca entre el 1.700-1.200 a. n. e. Es la fase de esplendor cultural y caída, a partir de las destrucciones de 1450. Aparece el Lineal B, que convive durante un tiempo con el Lineal A y termina sustituyéndolo. Los incendios que siguieron a las destrucciones han permitido la conservación de tablillas de arcilla con escritura, que de otro modo habrían sido reutilizadas antes de cocer, según la costumbre de la época. Hacia 1370 podemos hablar de una progresiva influencia micénica en la Isla, no que no excluye la permanencia de rasgos cretenses.
Posteriormente, muchas estructuras continuaron utilizándose por otras culturas, sin embargo, los propios griegos tenían escasos conocimientos de su pasado anterior a la invasión de los dorios más allá de las simples leyendas transmitidas oralmente. Para ellos, su historia comenzaba con la llegada de este grupo y su cronología comenzaba en 776 a. c. con la primera Olimpiada.
Las estructuras palaciales en comunidades en próximo oriente funcionan como ejes económicos y sociales de la vida. En Creta se desarrollará un sistema similar. De ahí que la historia de la región se estudie en función de dichas estructuras.
Vamos a ir intercalando los vídeos sobre la civilización minoica:


Hacia el 2.000 ya existen estructuras palaciales cretenses -fase de los Primeros Palacios- que fueron destruidos, según se admite generalmente, por efecto de la actividad sísmica en la región (fenómeno que junto con el vulcanismo caracterizó parte de la Historia Antigua del Egeo), aunque se han propuesto otras causas diversas. La destrucción de los palacios marca el final del Minoico Medio. Estos palacios fueron rápidamente reconstruidos, mejorando y ampliando su disposición, lo que nos habla de una coyuntura socio-económica favorable en estos momentos en el mundo minoico, que inicia así el Minoico Reciente.
El Palacio cretense carece de elementos defensivos, de fortificaciones, lo que ha llevado a los historiadores a hablar de una sociedad pacífica, idealizándola en gran medida. Aquí deberíamos añadir que en otros ejemplos estudiados en éste mismo blog, como en el caso de la ciudad de Caral, vease aquí:


http://terradesomnis.blogspot.com.es/2011/10/en-el-viatge-que-alestiu-del-2010-varem.html

o en la ciudad de Catal Huyuk, una de las primeras, por no decir la primera, ciudad del mundo tampoco habían murallas, ni fortificaciones, ni asomo de recintos militares, tambien en esas ciudades se rendía culto a la Gran Madre y esto es innegable.
A esta idea contribuyen las muestras artísticas que se han conservado: frescos con escenas de vida cotidiana, ritos y paisajes, que muestran una cultura refinada y aparentemente pacífica.
Los palacios cretenses son centros de diversos principados, siendo cada estructura palacial sede del poder real de un principado (conocemos palacios en Cnosos, Festos, Mallia, Hagia Triada), en realidad parece que hubo bastantes más: Zacos, Palaikastro, etc. En torno al palacio aparecen áreas densamente urbanizadas, constituyéndose estas estructuras como el centro del urbanismo cretense.
La estructura de los Primeros Palacios en Creta, que data de principios del Minoico Medio, es poco conocida. Articulados en torno a un gran patio central rectangular, se han reconocido diversos espacios identificados como zonas o barrios de almacenaje. Mejor conocemos la organización interna de los Segundos Palacios, reedificados en el Minoico Reciente. Continúan el modelo con base en el patio central, existiendo áreas residenciales, salas de recepción, talleres, áreas administrativas, almacenes, residencias de servicio, piscinas rituales, salas hipóstilas...
Estos palacios son también centros religiosos, administrativos y de almacenaje. Como centros religiosos explican algunos de los motivos que los decoran y algunas de sus áreas funcionales. Aunque  en el mundo cretense también existen otros espacios sagrados y las actividades religiosas se centraron en santuarios de tipo silvestre: fuentes, cumbres montañosas, cuevas (como la de Camares, en el monte Ida), el palacio cretense tiene mucho de centro religioso, de lugar propicio para los ritos, por lo que son en parte palacios-santuarios.



También cumplen funciones administrativas y de almacenaje. Asociadas a estas funciones se desarrollan en Creta sistemas de escritura con personalidad propia. Dos tipos de escritura aparecen en el ámbito palacial de Creta: el Jeroglífico cretense y elLineal A.
El Jeroglífico es un tipo de representación gráfica que se desarrolló exclusivamente sobre los sellos de control de los excedentes. Sólo conservamos unos 270 documentos de este tipo. A veces parece tener una función puramente decorativa, y otras veces contable, coexistiendo con el Lineal A y desapareciendo en el período de los Segundos Palacios. Esta escritura no está descifrada e incluso se desconoce si ambos modos gráficos reflejaban el mismo idioma.
Tampoco se ha descifrado el Lineal A (que se encontrado en unos 1500 documentos). Se trata de un lenguaje que combina los logogramas con la composición silábica, para lo cual desarrolló unos 70 signos silábicos. Más extendido que el jeroglífico, sus soportes son también más variados. Las tablillas de barro que se han conservado lo hicieron accidentalmente, puesto que no se solían cocer intencionadamente.
La sociedad cretense tendría según la tradición una importante base urbana (Homero menciona la existencia de 100 ciudades) que no ha sido corroborada por la arqueología. Como se ha comentado anteriormente, la organización territorial de Creta durante el Minoico Medio se basa pues en diversos principados, controlados desde el palacio correspondiente. Se plantea sin embargo la posibilidad de una unificación política bajo el control del palacio de Cnosos, tras la reconstrucción que inicia el Minoico Reciente, aunque es una hipótesis aún por demostrar.
Una institución intermedia entre el territorio y los palacios eran las Grandes Residencias.




A modo de villas rústicas que imitan la organización palacial, se vinculan a las explotaciones agrícolas de las áreas fértiles y a una descentralización del control palacial sobre las mismas. También aparecen en contextos urbanos, en aglomeraciones de entidad media, donde cumplen las funciones del palacio en las grandes urbes. Parecen haber sido residencias de altos funcionarios. Es frecuente hallar en estas residencias documentos de archivos, que demuestran su vinculación a la administración del país. También en las Grandes Residencias existe un cuerpo de artesanos especializados desempeñando labores de transformación de la producción agrícola y otras actividades manufactureras.
Así, la ciudad cretense en torno al palacio es el vértice de la organización territorial, es un organismo que articula el espacio, empleando el sistema de las grandes residencias y una amplia red viaria que, partiendo de la ciudad, enlaza el territorio y abre el camino al transporte de los excedentes y a la concentración de las riquezas agrícolas.
En el palacio reside el monarca o «Señor del Palacio», cuyo mejor exponente es el mítico Minos, fundador de una dinastía que da nombre a la civilización minoica. El monarca cumple funciones religiosas, siendo el responsable del ritual, como se manifiesta en los frescos palaciales. Los ritos tauromáquicos -la tradición del minotauro- parecen asociarse a rituales de renovación del poder real.
Ostenta símbolos de su poder (cetro) y de sus funciones religiosas (Labrys o hacha de doble filo ritual). Rinde culto a la Diosa Madre, de la que es representante en la tierra. El monarca de Cnosos parece tener una cierta hegemonía sobre los que gobiernan otros palacios, ocupando así Cnosos la cúspide de la jerarquía del sistema palacial cretense. Sin embargo, debemos destacar que el monarca cretense carece de funciones militares.
La sociedad cretense, desde el Minoico Medio, se muestra como una sociedad jerarquizada y compleja. Destaca una élite restringida, compuesta por los dirigentes y oficiales de alto rango, que ostentan y emplean lujosos objetos de prestigio. También existe una desarrollada clase artesanal. El resto del cuerpo social cretense no presenta grandes diferencias entre sí.
En el Minoico Reciente se destaca el papel de cierta nobleza cretense, asociada al sistema de Grandes Residencias, que parece disfrutar de un estatus privilegiado (a juzgar por los elementos de cultura material que se documentan en estos asentamientos, similares a los palaciales). Una clase artesanal desarrollada y disfrutando de buenas condiciones de vida se documenta en las ciudades. La aparente ausencia de conflictividad social es una nota característica del período. Sobre la propiedad de la tierra, la situación de la población campesina, la organización del comercio, carecemos de testimonios directos.



Con respecto a las creencias de la cultura minoica, podemos decir que la religión egea no es una simple derivación de los cultos orientales, como algunos autores defendieron en un momento dado, ya que si bien potencia algunos aspectos de éstos, ignora otros fundamentales como la existencia de dioses celestes, o la construcción de grandes templos. Lo que sí es cierto es que la religión antropomorfa cretense pudo suponer el germen de la futura religión griega clásica, algo de lo que los propios griegos parecían ser conscientes –el propio Zeus nació en el monte Ida-.
Aunque éste es un tema aún en revisión y en búsqueda de nuevos conocimientos, sí podemos señalar que durante el largo desarrollo de la civilización minoica, la religión debió sufrir múltiples transformaciones cuya historia la arqueología tiene dificultades en reconstruir. Esto es lo que parece indicar la persistencia de betilos y etapas de zoolatríay dendrolatría junto a un antropomorfismo dominante. Hay que tener en cuenta que la religión cretense nos es conocida por las representaciones artísticas de todo tipo –pintura, escultura, cerámica, glíptica-, cuya interpretación siempre es arriesgada.
De modo análogo a las grandes civilizaciones agrarias orientales, debió estar muy extendido el culto a la Gran Diosa Madre, una diosa femenina de formas esteatopígicas –anchas caderas, senos desnudos, acusados rasgos sexuales- que simboliza la fecundidad y la vida. Con las figurillas de la diosa se relacionan determinadas representaciones muy frecuentes: el pilar o columna, supervivencia de antiguos betilos –minerales adorados como dioses-; la paloma y la serpiente –animal subterráneo que apunta la conexión entre la gran diosa y la tierra-. Sin embargo, los rituales relacionados con la religión antropomorfa no son únicos en la isla. Como se ha comentado, también se practicaron otros cultos como la dendrolatría –culto a seres arbóreos- o la zoolatría –culto a animales-.
Junto a la divinidad femenina, la existencia de un dios masculino pudo completar el mapa antropomorfo de la religión minoica. El toro encarnaba el principio generador masculino, era el compañero de la diosa y estaba unido a la esencia de la monarquía cretense. Introducido su culto por influencia siria y chipriota, adquirirá gran desarrollo. Estrechamente unido a él, aparecerá el símbolo del labrys o la doble hacha. El términolabrys pudo estar en el origen de la palabra "laberinto" estrechamente unida a la disposición palacial cretense y que pudo estar relacionada con la fábula mitológica.
Es difícil comprender la relación del significante y el significado en lo que respecta al símbolo del toro. Sin embargo, podemos recordar que, según la fábula griega, Minos era hijo de Europa y de Zeus y que para poseerla éste se convirtió en toro. No hay duda de que alguna relación debían encontrar los cretenses entre el toro y el principio femenino, que era el centro de su culto.
Asimismo, también es difícil saber a ciencia cierta, si dicha divinidad femenina era la única del panteón minoico o había otras que participaban de la adoración de aquellas gentes. La mayoría de los investigadores se inclinan hoy por defender la idea de que los amplios atributos que tenía la diosa femenina de Creta fueron desdoblándose, tras la invasión de los dorios, y pasaron a metamorfosearse en las distintas divinidades conocidas de la Grecia clásica como Afrodita, Hera o Artemisa.
Los lugares de culto eran variados: desde pequeñas capillas en las viviendas a cuevas excavadas en la roca. Las fiestas religiosas coincidentes con los cambios agrícolas, danzas y representaciones sagradas, juegos públicos con combates rituales y ejercicios gimnásticos formaron parte de la liturgia minoica.
La creencia en la vida de ultratumba muestra signos de gran complejidad ideológica. Los cadáveres son inhumados en grandes tumbas con un rico ajuar de objetos a ellos familiares, como si más allá de la muerte se creyese en la prosecución de una vida no demasiado distinta a la terrena.
La economía minoica se basa en la explotación del territorio agrario, en el desarrollo de una importante actividad artesanal y el mantenimiento de un activo comercio marítimo por el Mediterráneo oriental.

«Minos fue el más antiguo de los que conservamos recuerdo que se hizo con una escuadra y, dominando la mayor parte del mar de Grecia, ejerció su poder en las Cicladas y fue el primer colonizador de las más de ellas, expulsando a los carios y estableciendo como jefes a sus propios hijos. Y como es lógico, limpió el mar de piratas en la medida que pudo para que le llegaran mejor los tributos.»
Tucídides 1,4.

Las tierras explotadas parecen estar bajo la supervisión de los funcionarios que ocupan las Grandes Residencias, como instituciones descentralizadas cuya función era canalizar las producciones (no sólo agrícolas, también las que sufrían procesos de transformación) hacia el Palacio. Aquí existen depósitos y almacenes palaciales, bien documentados arqueológicamente. La red de caminos mencionada agiliza este trasiego de producciones. La artesanía cretense alcanzó una gran cota de desarrollo. Sus productos más destacados se basaban en la metalurgia del bronce, en el trabajo de la orfebrería y la glíptica y en el desarrollo de unas producciones cerámicas de alta calidad, que las convierte en productos de lujo aptos para la comercialización.
Sobre esta base artesanal, que descansaba a su vez en una bien organizada explotación agrícola y ganadera, se desarrolló un sistema marítimo comercial cuya característica más destacada parece ser su vinculación al poder político, es decir, la existencia de un comercio administrado.
Las manufacturas cretenses han sido encontradas dispersas por gran parte de oriente, prueba de la actividad de su comercio. Este sistema comercial, unido al presumible carácter pacífico de la cultura minoica, junto a las tradiciones literarias transmitidas por Heródoto y Tucídides, han sido las bases sobre las que se apoyan los historiadores para hablar de la talasocracia minoica.
Los minoicos mantuvieron relaciones comerciales con los pueblos de Asia Menor, frigios, lidios e hititas. De sus relaciones políticas con Egipto quedan pruebas abundantes en el país del Nilo. De hecho, para el comercio con el valle del Nilo, los cretenses establecieron una factoría en la isla donde más tarde se ubicaría el Faro de Alejandría. En Palestina establecieron otra factoría en Gaza, asimismo estuvieron presentes en zonas como Sicilia o Marsella y se presume su presencia en otras áreas del Mediterráneo.
Así, el auge de la cultura cretense se sostendría sobre la existencia de una amplia flota que le garantizaría el dominio, control y explotación del mar y sus rutas. Un imperio marítimo con amplias ramificaciones que viene siendo discutido y matizado por las investigaciones recientes.




Algunos autores defienden la idea de que las antiguas ciudades helénicas tuvieron que sufrir el yugo de Minos. La presencia de escritura minoica en la Grecia continental podría reforzar dicha idea. Por otro lado, las semejanzas culturales con la cultura continental y la cicládica y de estas con la helénica; así como la literatura de épocas posteriores, podría apoyar dicha tesis. La fábula según la cual el rey Minos exigía un tributo a Atenas de siete jóvenes de uno y otro sexo; o el gran número de naves que los cretenses aportan a la flota que se reúne para la guerra de Troya narrada por Homero, pueden resultar ejemplarizantes del recuerdo que los griegos tenían de su pasado lejano.



La caída del sistema minoico es consecuencia de la suma de diversos factores. La paulatina expansión de las comunidades micénicas, que van ocupando espacios económicos y comerciales minoicos, es una de las causas más importantes. También lascatástrofes naturales continuas influyeron en el abandono de ciertas áreas, que pasaban en ocasiones a ser ocupadas por los micénicos.
En 1450 aproximadamente, se destruyen todos los centros cretenses, menos Cnosos. La reedificación de los palacios no se produce con la rapidez que caracterizó la edificación de los Segundos Palacios, dato significativo sobre la caída de la pujanza minoica. También se documenta por estas fechas la destrucción y el saqueo en las Grandes Residencias.
La propuesta para explicar este declive parece combinar varios factores. Además de la presión micénica aludida, diversas catástrofes naturales debieron facilitar el camino hacia razzias externas y saqueos. Aun cuando los fenómenos del 1450 no acaban totalmente con el sistema minoico, sí está en la base de su destrucción definitiva. La degradación de la cultura minoica se produce gradualmente hasta llegar a una etapa oscura en la que las noticias desaparecen completamente tras la invasión doria. 
Según Evans, nada posterior a 1.200 a. c. puede llamarse minoico.(tomado del blog http://apuntesdehistoriauniversal.blogspot.com.es/)






Poco sabemos de cómo era la sociedad minoica, como ya hemos dicho en anteriores ocasiones la falta de conocimientos sobre el lineal A y los escasos datos que nos aporta el lineal B, no nos permiten profundizar en aquella sociedad.
Prácticamente desde los descubrimientos de Evans, los arqueólogos, los historiadores, los interesados en esa cultura, se han preguntado sobre ésta cuestión: ¿era la civilización minoica un matriarcado?
Si bien no existen muchas dudas sobre lo que es el patriarcado pues nos basta con abrir los ojos y observar el mundo en que vivimos: propiedad privada sobre los medios de producción, apropiación del excedente por parte de una minoría –denominada clase dominante-, existencia de un Estado con sus medios de coacción que les permite mantener su dominio, explotación de los grupos sociales desprovistos de recursos propios, de las mujeres, guerras, injusticia, etc., etc., podríamos preguntarnos ¿qué es el matriarcado?.
Etimológicamente, el término “matriarcado” se ha construido como antítesis de “patriarcado”. De esta manera, si la definición generada por la teoría feminista del término “patriarcado” alude a la hegemonía masculina ejercida de forma opresiva sobre las mujeres en las sociedades antiguas y modernas, entonces, la definición de matriarcado apunta a la hegemonía femenina ejercida de forma coercitiva sobre los hombres.






Pero el término “matriarcado” así entendido, no se ajusta a la realidad natural femenina. Es decir, la esencia de la mujer no la permite ser opresora por lo que el uso del término “matriarcado” es incorrecto. Por este motivo, se proponen una serie de términos (gylanía, matrismo) que se ajustan mejor a la definición de un sistema social igualitario en el que las mujeres desempeñaban un papel fundamental en la sociedad pero no lo ejercían de forma coercitiva sobre los hombres. Consideramos que el siguiente párrafo de Encarnación Sanahuja muestra claramente esta propuesta teórica:
“Las madres no ejercerían un poder coercitivo como grupo, ya que de ellas provienen tanto los hombres como las mujeres, hijos e hijas se han gestado exclusivamente en sus cuerpos. Es lógico que las madres, dadoras de vida de los dos sexos, gestionen la misma con igual generosidad y equidad para ambos”.
Una vez establecida la base teórica era necesario buscar este modelo en el registro arqueológico.
Una profesora de sociología contó un día la siguiente anécdota. Estando ella y un amigo sentados en unas butacas, esperando el comienzo de un concierto de música, su amigo le hizo la siguiente observación: «estarás contenta, ¿has visto cuántas mujeres hay en la orquesta? Son muchísimas». 






Ante tal efusión, a la profesora se le ocurrió comprobar de forma matemática la afirmación de su compañero. Contó el número total de músicos de la orquesta y después el número concreto de mujeres en ella. Para su sorpresa las mujeres no alcanzaban en número la mitad del conjunto de músicos. ¿Cómo podía ser que menos-de-la-mitad hubiera suscitado el calificativo de «muchísimas» a su amigo? La respuesta tiene que ver con un aspecto algo inconsciente de las sociedades patriarcales. En el patriarcado, lo masculino es la norma y lo femenino la excepción que necesita ser explicada. La presencia de mujeres fuera de los ámbitos que tradicionalmente se les han asignado aún se percibe como extraordinaria.
La anécdota explica por qué la cuestión del reparto de poder entre hombres y mujeres ha estado presente en la arqueología minoica desde el origen de la disciplina. Desde que en 1900 Sir Arthur Evans comenzara a excavar en Cnosos, los trabajos arqueológicos han desenterrado una considerable cantidad de frescos, figurillas, sellos y relieves con imágenes de mujeres en contextos no convencionales que hacía ineludible dicha reflexión. 
La ausencia de lo femenino no suele suscitar un debate teórico, pero su presencia desencadena el interés por su papel social, y, en particular, por las cotas de estatus y poder que las mujeres pudieron detentar. Si, por ejemplo, las pinturas del palacio de Cnosos hubiesen ofrecido escenas protagonizadas solo por hombres, probablemente pocos/as habrían reparado en la sospechosa ausencia de mujeres o —al revés— en la exagerada representación masculina. En ese caso, quizás, las cuestiones de género no habrían salpicado la literatura durante décadas como de hecho ha ocurrido.





La iconografía ha sido el vehículo a través del cual se ha explorado la cuestión del reparto del poder en Creta en detrimento de otras fuentes materiales (Nikolaïdou y Kokkinidou, 2007). Más concretamente, existen una serie de hitos iconográficos (ver figs. 2, 5, 6) que apuntalaron la mayoría de las interpretaciones. Se ha insistido recurrentemente en el aspecto religioso que la mayoría de las imágenes parecen contener por lo que la religión y su aparente sesgo centraron las interpretaciones (Downing, 1985). Dos grandes ejes han vertebrado los debates hasta el último tercio del siglo xx: la presencia del culto a la llamada Diosa Madre y la existencia del matriarcado. Por un lado, la Creta protohistórica se ha empleado como un ejemplo paradigmático de las teorías sobre las religiones antiguas. Por otro lado, en el camino se han cruzado intereses políticos feministas que han dado más aliento a la hipótesis matriarcal, situando en la cultura minoica un pasado utópico proveedor de esperanzas para un futuro sin patriarcado.
A continuación, aclararemos en qué consistió exactamente el discurso sobre la Diosa Madre prehistórica y el matriarcado para entender por qué se interpretó la cultura minoica en la las misma clave. Haremos un breve repaso a la trayectoria de estas ideas en Creta y a las alternativas más recientes.




La Diosa Madre prehistórica y el matriarcado







La idea de una divinidad ancestral femenina que habría dominado la cosmología de las gentes prehistóricas surgió a finales del siglo xix al calor del Romanticismo europeo (Morris, 2006: 71) en el seno de estudios de religión comparada, una disciplina que buscaba conexiones universales de la espiritualidad humana. En el panteón grecorromano clásico creían atisbar rastros de un culto femenino ancestral, una divinidad de la naturaleza y protectora de la vida. Muy pronto, el avance de trabajos arqueológicos a lo largo y ancho de Europa empezó a desenterrar figurillas femeninas, casi siempre desnudas, que se interpretaron como evidencias de un culto a una gran Diosa Madre muy antigua. Así, por ejemplo, interpretó Hornblower en 1929 las figuras paleolíticas. A medida que aparecían más figurillas, la tesis de la Diosa Madre se fue consolidando, y arqueólogos como Gordon Childe no dudaron en apoyarla (Masvidal y Picazo, 2005: 16-18). A la altura de los años 50 del siglo xx, la literatura sobre la Diosa Madre y su culto ancestral aún disfrutaba de una intensa atención en la literatura académica (Neumann, 1955; James, 1959; ver más citas en Morris, 2006: 69).





Paralelamente, la idea de la existencia de sociedades matriarcales en los albores de la historia se forjó alimentada por varias disciplinas como la antropología, la filosofía o el psicoanálisis. En plena efervescencia del evolucionismo social, los/as pensadores/as de las diversas ciencias sociales se disponían a diseñar el relato universal sobre el devenir de los seres humanos. Tal y como relatan Masvidal y Picazo (2005: 19), los/as antropólogos/as sugirieron que la humanidad había evolucionado partiendo de un estadio primitivo y bárbaro hacia la civilización. Dicho estadio primitivo se podía aún observar en ciertas sociedades preindustriales por su sistema de parentesco matrilineal, que muy pronto comenzó a identificarse con matrifocalidad y matriarcado (Meskell, 1995: 77), términos que en la antropología moderna no se vinculan necesariamente. Esta misma idea de matriarcado ancestral comenzó a contemplarse también desde la filosofía, donde los pensadores contractualistas gustaban de imaginarse cómo habrían sido las sociedades en los orígenes humanos. Hobbes, por ejemplo, propuso que el dominio masculino se produjo cuando se abandonó el estado natural por el estado civil (citado en Masvidal y Picazo, 2005: 19). Por su parte, desde el psicoanálisis, autores como Freud (1913 [1976]) también defendían la existencia de un matriarcado ancestral que correspondería con la psique de los humanos primigenios. Muchos otros autores célebres, como Engels (1884 [1970]), Morgan (1877), o Taylor (1871), también acogieron las tesis del matriarcado.





Una de las obras más influyentes de esta corriente evolucionista fue Das Mutterrech de Johann Jakob Bachofen (1861). En ella, su autor desarrollaba el concepto de «derecho materno», aquel que emanaba del vínculo natural y biológico entre madre e hijo/a y que habría sido la ley más antigua entre los humanos. Este derecho materno primigenio habría pasado por diversas etapas de desarrollo, alcanzando la matrilinealidad (la herencia por línea femenina) y, en último término, la ginecocracia, el dominio político de las mujeres (Bachofen nunca usó el término matriarcado). El sistema social resultante habría sido pacífico y dominado por los valores propios de la maternidad femenina, unida a la naturaleza y el cuidado de todos sus seres. El derecho materno habría sido suplantado por el posterior y más sofisticado derecho paterno, aunque el sistema anterior habría dejado huellas perennes en las religiones antiguas (ver un repaso de las ideas de Bachofen en Bamberger, 1974; Reeves Sanday, 2001; Masvidal y Picazo, 2005). 
De esta manera la idea de matriarcado, la teoría sobre una Diosa Madre antigua y las figurillas prehistóricas de mujeres se entrelazaron para conformar una narrativa uniforme y totalizadora del pasado humano más remoto.
A partir de la segunda mitad del siglo xx, las tesis de Bachofen y otros teóricos del matriarcado fueron poco a poco perdiendo credibilidad. Bachofen derivaba su teoría de fuentes clásicas, tanto de historiadores como de poetas, tomando sus relatos como hechos históricos aun cuando ni siquiera dichos clásicos atribuían historicidad a sus obras (Bamberger, 1974: 263). En su época nada o casi nada se sabía de la cultura material de la prehistoria del Mediterráneo. La antropología y la arqueología desarrollaban nuevos paradigmas teóricos y metodológicos que exigían mayor rigurosidad con el manejo de las evidencias empíricas. Por ejemplo, Malinowski (1922 [2003]) refutó la frecuente identificación entre matrilinealidad y matriarcado. En su estudio sobre los trobriandeses del Pacífico había comprobado que, a menudo, la matrilinealidad (unida a la matrilocalidad) suponía un poder masculino indiscutible ejercido normalmente por el hermano de la madre (citado en Masvidal y Picazo, 2005: 23). 






En los años sesenta del siglo xx llegaron nuevos aires a la disciplina arqueológica. La nueva escuela anglosajona procesualista fue muy dura respecto a los metarrelatos decimonónicos que no se fundamentaban en las leyes del método científico. En el caso de las figurillas femeninas, la obra procesualista que inició la crítica al matriarcado y la Diosa Madre fue Anthropomorphic figurines of Predynastic Egypt and Neolithic Crete de Peter Ucko (1968). En ella, su autor propuso que las figurillas eran multifuncionales y polisémicas, a tenor de los diferentes contextos de hallazgo y la variabilidad de su uso en el registro etnográfico. Además, dada la variedad de sus formas (asexuadas, masculinas, femeninas, abstractas, etc.) no parecía muy adecuado asignarles sistemáticamente un carácter divino y menos aún de una única deidad.
Debe quedar claro que el relato sobre la posición privilegiada de las mujeres en los orígenes humanos no tuvo que ver con una nueva sensibilidad hacia el papel de las mujeres en la Historia. En realidad, la descripción de las mujeres en el matriarcado se alimentó de la moral del Romanticismo europeo y de la Inglaterra victoriana, donde a las mujeres se les atribuía  una corrección moral innata, una tendencia escrupulosa hacia la castidad y la decencia, y se las admiraba como madres abnegadas (Bamberger, 1974: 265). 
Además, se podría decir - y esto es muy importante- que la existencia de un matriarcado ancestral fue la manera que tuvo el evolucionismo de entender las relaciones de género, un relato sobre cómo lo femenino y lo masculino fueron ordenados a lo largo de la Historia, que sólo contempla dos fases diacrónicas y lineales. Y dentro de la lectura más generalista del evolucionismo, cualquier cosa que se sitúe al principio de la cadena de la evolución constituye un prototipo imperfecto que gracias a las leyes darwinianas de la naturaleza se logra superar. De una manera absoluta, universal y sin matices, las relaciones entre hombres y mujeres habrían sufrido una evolución progresiva y ascendente desde un estadio infantil y no civilizado (el matriarcado !), a etapas sucesivas en las que el patriarcado hizo posible la «civilización» y el progreso. 





Ejemplos como el de las amazonas, mujeres autónomas y con poder, eran vistos como episodios «patológicos» (Masvidal y Picazo, 2005) y bárbaros, fuera del único orden social digno de sobrevivir, que es el patriarcado.





Arthur Evans y la Diosa Madre minoica


El relato de cualquier temática minoica ha de comenzar necesariamente citando a Sir Arthur Evans y el modo en que el arqueólogo británico sentó cátedra en la materia. La cuestión del reparto de poder entre hombres y mujeres no es una excepción. Al fin y al cabo fue él mismo el que rescató de las entrañas de la tierra la mayor parte de las imágenes de mujeres encontradas en el yacimiento de Cnosos que tanto llamaron la atención. Fue Evans quien confeccionó el relato fundacional sobre la religión minoica y sentó las bases de la configuración política de la isla.
Recientemente, Cynthia Eller (2012) ha revisado la evolución del pensamiento de Evans respecto a la religión minoica y las razones que le impulsaron a vislumbrar un culto centrado en la figura de la Diosa Madre. Eller ha destacado que Evans no siempre defendió la existencia de una divinidad femenina nutricia como dueña del panteón minoico y que llegó a ella a partir de una visión muy distinta que fue modificando paulatinamente. Su primera versión del culto minoico se centraba en la figura de un Zeus cretense inspirado en los mitos clásicos, donde Zeus había nacido de su madre Rea en una cueva del monte Ida en Creta.






Las primeras figurillas femeninas no fueron identificadas por Evans como diosas, sino como ídolos de culto o figuras votivas. En el mejor de los casos, cuando mencionaba la existencia de una diosa se refería a la pareja divina Rea-Zeus, o a una pareja de diosa-madre y dios-hijo o dios-consorte, donde la divinidad suprema era masculina y a ella aludían todos los símbolos icónicos como pilares, betilos o incluso la famosa imagen del «labrys» o doble hacha (Eller, 2012: 75-82). Inicialmente, su única mención a un culto de la Diosa Madre se limitó a una breve nota al pie de página de su primer informe de excavación en Cnosos donde afirmaba que el lugar principal que algunas imágenes femeninas parecían ostentar en ciertos sellos debía entenderse como restos del ancestral sistema matriarcal que dominaba Europa durante el Neolítico, insinuando su práctica desaparición en la Edad del Bronce (Evans, 1899/1900: 42 nota al pie 1, citado en Eller 2012: 79).






Fue a partir de 1903, tras el descubrimiento de las tres figurillas de fayenza halladas en los repositorios del templo de Cnosos (fig. 2), al que siguieron más espacios de culto con imágenes femeninas, cuando Evans dio un giro considerable a su discurso y comenzó a contemplar explícitamente la preponderancia del culto a una Diosa Madre local, cuyo hijo/ consorte habría ocupado un lugar secundario. Los símbolos como la doble hacha, que antes atribuía al Zeus cretense, fueron a partir de entonces el signo distintivo de la diosa, y sus interpretaciones de imágenes emblemáticas se modificaron para enaltecer la figura de la diosa por encima de la imagen masculina (Eller, 2012: 86). Esta fue la versión qué dejó descrita en su obra magna The Palace of Minos, publicada en cuatro volúmenes entre 1921 y 1935. En todos sus escritos defendió de forma persistente una idea monoteísta del culto a la Diosa Madre a pesar de la diversidad de representaciones femeninas que encontraba (p.e. Evans, 1928: 277). Ello resulta sorprendente si tenemos en cuenta que en las culturas aledañas que le servían a menudo como fuente de analogías se reconocen multitud de divinidades femeninas desligadas de los atributos maternales (Morris, 2006: 70).
Hay varias hipótesis respecto a los motivos por los que Evans alteró su visión del culto minoico. Podría pensarse que su cambio de parecer se debió a los avances de su trabajo de campo y la aparición de nuevas evidencias, pero lo cierto es que sus ideas respecto al culto nunca se ajustaron a una lectura prudente de los datos empíricos (Eller, 2012: 75). Quizás tuvieron mucha influencia las numerosas falsificaciones de sellos y figurillas que circulaban a principios del siglo xx, muchas de las cuales fueron adquiridas por él mismo para fortalecer sus teorías (Lapatin, 2001, 2002). 






Pero hay otros dos factores que se han esgrimido para darle explicación. Uno de ellos es de carácter psicológico y atribuye a Evans un profundo trastorno de apego por haber perdido a su madre de niño, que provocó su fascinación por una divinidad maternal todopoderosa (Evans, 1943: 389; Gere, 2009: 123). Sea cierto o no dicho trastorno, también hay que considerar la influencia de la cultura británica victoriana, en la que la ideología de la maternidad como fin último de toda aspiración femenina estaba en su mayor auge. Ello explicaría también que Evans nunca considerara la representación de los senos desnudos como signos sexuales o eróticos, o que no tuviera objeción en interpretar el cuerpo femenino en clave maternal (Morris, 2006, 2010), a pesar de la persistente ausencia de imágenes explicitas de madres con niños/as, embarazos o lactancia que caracteriza toda la iconografía minoica (Olsen, 1998; Pomadère, 2009; Budin, 2010).
El otro factor contempla la exposición de Evans a las ideas del antropólogo James George Frazer contenidas en su obra magna La Rama Dorada2 (1922). La obra es un estudio comparativo sobre el pensamiento «primitivo» y la evolución de las religiones. En él, Frazer daba cuenta de un patrón recurrente en numerosos paradigmas religiosos: la relación mítica entre la gran diosa y su hijo consorte, y el dios que muere y resucita. Dicha relación constituiría el núcleo de buena parte de las religiones existentes, lo cual solo podía explicarse por el origen matrilineal/ matriarcal de la humanidad y su necesaria creación de divinidades femeninas. En opinión de Eller (2012: 88-91), las célebres ideas de Frazer, que ya de por sí eran consideradas el núcleo irrefutable del pensamiento antiguo a principios del siglo xx, fueron las responsables de que Evans ajustara sus teorías al patrón descrito por Frazer. Además, la clasicista Jane Ellen Harrison —quien mantuvo una amistad y un intenso contacto profesional con Evans—, conocida por su promoción entusiasta del matriarcado primitivo (ver p.e. Harrison, 1903 [1991]), pudo ser quien empujara a Evans en esta dirección (Eller, 2012: 92-93).





Sin embargo, Evans no amplió su entusiasmo por la Diosa Madre al terreno de la política y la organización social. No contempló la idea del matriarcado en Creta durante la Edad del Bronce, al que no dedica ni una sola página de reflexión en su obra (Marinatos, 2010: 2). Si bien la diosa dominaba los cielos, y sin duda su influencia se dejaría notar en la benevolencia de la cultura minoica, Evans destacó que el poder terrenal estuvo siempre dominado por una autoridad masculina, la encarnación del hijo de la diosa en la tierra, que no dudó en identificar con el mítico rey Minos (MacGillivray, 2000: 193, 224).
Sólo existe la duda de que, tal vez por unos meses, Evans se hubiera planteado la existencia de una reina soberana. Se ha reproducido en numerosas ocasiones una cita de la arqueóloga Harriet Boyd Hawes, quien estuvo presente el día que Evans vio, por primera vez, el famoso trono de piedra adosado a la pared que sus trabajadores habían desenterrado en abril de 1900:

“The afternoon we were at Cnosos, Mr. Evans had 140 men at work. They were uncovering a bath belonging to the Palace and they laid bare a marble throne which Mr. Evans inmediately named in spot «The Throne of Ariadne»” (Boyd Hawes, 1965: 97).

Al parecer, en las notas del diario de excavación, Evans también atribuyó el recién descubierto trono a una soberana, que llamó Ariadna (Gere, 2009: 79); sin embargo, en el informe de excavación de aquella primera campaña, publicado meses después en el Annual of the British School (1899/1900), la atribución del trono cambió de sexo, y se menciona al rey Minos como su legítimo propietario. Una breve nota al pie de dicho informe muestra la ligera justificación de su cambio de parecer: en ella adujo que las máscaras de wanax halladas en Micenas eran masculinas. Y así fijó Evans su teoría del poder masculino, tal y como él mismo publicó posteriormente en el primer volumen de su monumental obra The Palace of Minos, “a Minoan priest-king may have sat upon the throne at Cnosos, the adopted Son on earth of the Great Mother of its islands mysteries” (Evans, 1921: 5).





Un año después, la campaña de trabajos en Cnosos produjo nuevos hallazgos, entre los cuales destaca una sala con restos de otro asiento, esta vez más humilde y peor conservado, que Evans decidió asignar a una reina consorte. A partir de entonces, imbuido de sus ideas victorianas sobre la realeza, dividió los sectores del palacio en masculino y femenino, el primero de carácter público, el segundo doméstico, a imagen y semejanza de los palacios de principios de siglo xx. Inauguró así toda una tradición de atribuir género a la arquitectura minoica (Driessen, 2013: 143-146), basada en los estereotipos de la época, que fue seguida por algunos de sus sucesores (p.e. Graham, 1962).
A pesar de ello, en los escritos de Evans existe un sutil margen de ambivalencia. En su descripción e interpretación de los frescos del palacio de Cnosos, no pudo eludir reconocer la preeminencia de las imágenes femeninas, presentes en los lugares más destacados de las escenas y protagonistas en imágenes tan emblemáticas como El salto del toro. Resultaba difícil encajar en la Creta del rey Minos el poder de un cuantioso sector femenino. Evans solía salvar la dificultad haciendo referencia a la reminiscencia del sistema matriarcal neolítico y a la influencia de la Diosa Madre, que garantizaría una situación beneficiosa para las mujeres a las que se permitía acceder a los estadios sociales de mayor prestigio (Evans, 1930: 58-59, 227). 






Las lecturas que se han realizado en las últimas décadas sobre el legado de Evans señalan la intrincada malla de ideas, orientaciones políticas y circunstancias personales que confluyeron en el arqueólogo británico a la hora de interpretar la cultura protohistórica cretense. Hay que recordar que Evans comienza sus excavaciones en el promontorio de Cnosos en el año 1900, sólo dos años después de que Creta se viera despojada del poder otomano, en pleno debate sobre la pertenencia de la isla al ámbito de influencia oriental u occidental. Muchas de  sus ideas buscan demostrar el carácter europeo de Creta y separarla de la tradición oriental, a expensas de incurrir en algunas contradicciones. Insistir en la maternidad, el monoteísmo o el estatus de las mujeres se inserta en la estrategia de presentar la sociedad minoica como una cultura sofisticada y moderna, la legítima fundación de la Europa contemporánea. Pero ello no impidió que a menudo estableciera analogías con Egipto o manejara conceptos como el del harem para definir la cultura femenina en el palacio de Cnosos (Morris, 2010: 88).
Desde el primer momento, algunas historiadoras o arqueólogas empezaron a estudiar seriamente la sociedad minoica, como por ejemplo Jacketta Hawkes.
Nació en 1910. Fue arqueóloga y novelista británica. Sus trabajos se centran en el estudio de Creta donde se desarrolló una cultura entre 2100 y 1600 a.C. que presentaba rasgos diferentes a todos los antiguos estados. Hawkes insiste en los caracteres opuestos (masculino / femenino) de las culturas micénica y minoica.





Según esta autora, la cultura minoica representa todas aquellas características conectadas con lo femenino, reflejadas en: la construcción de la arquitectura palaciega, el desarrollo de la cerámica, la manera cretense de vestir, la inexistencia de armas, la participación de las mujeres en todas las actividades sociales (juegos, rituales, danzas...) escenificadas en la alfarería y los frescos...
A diferencia del resto de teocracias reales (desde Egipto hasta América Central) en las que el poder del soberano se expresa con el triunfo sobre los enemigos y la caza de animales salvajes; en el arte minoico no aparecen escenas de gobernantes todopoderosos, ni de batallas, ni de cacerías.
Jacketta Hawkes consideraba que el culto minoico se relacionaba con el principio femenino encarnado en una mujer, cuyo emblema era la doble hacha, y a la que se representaba como una mujer cretense. El poder político estaría encarnado en la figura de la reina, cuya importancia fue disminuyendo con el tiempo y acabó desapareciendo con el dominio micénico que supuso la instauración del sistema patriarcal.
Otras muchas/os historiadores se aproximaron al tema como Sara Morace.
Esta autora, partiendo del principio de que todo ser humano nace de una mujer, establece que el modelo de relaciones sociales se basa, precisamente, en esta relación materno-filial. El género femenino, al experimentar una unión fuerte con el resto de los seres humanos, desarrolla el instinto de sociabilización de la especie humana.




Durante el Paleolítico, la recolección y el cuidado de la prole sería realizados de forma colectiva por las mujeres. Éstas ejercerían su influencia en la socialización de los machos y las hembras jóvenes, es decir, eran las responsables de la vida social. Por tanto, todas aquellas innovaciones que, a lo largo de la historia, se han considerado masculinas serían femeninas: lenguaje, fabricación de utensilios, descubrimiento del fuego, origen de la agricultura...
Las madres, para sobrevivir, habrían creado un modelo de vida igualitario y cooperativo. La familia nuclear no existiría y, por tanto, los padres constituirían los compañeros sexuales, más o menos casuales, de las madres. La descendencia seguiría por vía materna. Morace denomina a este tipo de organización social matrismo.
Es decir, la obra civilizadora de las mujeres precedió a la civilización gobernada por los hombres de las clases dominantes. Y el reflejo de esto se halla en las representaciones de las venus paleolíticas y, posteriormente, en las representaciones neolíticas de la Diosa Madre.
Gracias a la introducción del arado, la posibilidad de acumular excedentes conformaría el germen de la propiedad privada. Con la propiedad de bienes se necesitan herederos para defender y perpetuar los bienes acumulados, es decir, los hombres necesitan asegurarse la posesión de la descendencia; y esto lo consiguen controlando tanto la reproducción como la sexualidad de las mujeres. Así es como aparece la monogamia (invención masculina) y, en conjunto, el sistema patriarcal. La capacidad de creación es arrebatada a la mujer y es vinculada a un Dios hombre.
Pero sin duda, la arqueóloga que más ha influido en todo ello fué Marija Gimbutas.


Marija Gimbutas y el discurso del matriarcado


Aunque ya la antropología no confiaba en las tesis de Bachofen y la arqueología había modernizado sus métodos, el discurso de la Diosa Madre y el matriarcado asociado a las figurillas experimentó un fuerte resurgimiento de la mano de Marija Gimbutas a partir de los años setenta del siglo xx. Esta investigadora de origen lituano, pero crecida en Estados Unidos, reavivó la vieja teoría de un culto ancestral a una divinidad femenina, que estaría íntimamente vinculado a la existencia de un orden social matriarcal. Hasta principios de los años noventa del siglo xx Gimbutas, arqueóloga experimentada y experta en la Edad de Bronce del sureste europeo, renovó el discurso del matriarcado con nuevos matices metodológicos. 





La premisa básica de su trabajo puede resumirse de la siguiente manera: en todo el territorio de lo que ella llama la «Vieja Europa» (cuyo centro neurálgico serían Grecia y los Balcanes) dominó, desde el Paleolítico Superior hasta el final del Neolítico, un culto ancestral a la Diosa Madre. Esta divinidad, que encarnaría valores ligados a la fertilidad, la maternidad y la vida, favorecería la apreciación positiva de las mujeres en dichas sociedades y su autoridad en igualdad de condiciones con los hombres. La prueba irrefutable de estas premisas sería la existencia de figurillas predominantemente femeninas a lo largo y ancho de la Vieja Europa desde hace 40.000 años hasta el periodo neolítico. Esta religión paneuropea generó una unidad simbólica que ella trata de descifrar en sus obras y llamó The Alphabet of the Metaphysical. Esta visión romántica del pasado europeo terminaría con la abrupta invasión de los pueblos patriarcales indoeuropeos, concretamente con la llegada de la cultura de los kurganes (o Escitas era el nombre dado en la Antigüedad a los miembros de un grupo de pueblos de origen iranio, caracterizados por una cultura basada en el pastoreo nómada y la cría de caballos de monta. Sus contemporáneos los consideraban muy salvajes y sanguinarios porque bebían la sangre de su primera víctima en una batalla y vestían con cueros cabelludos humanos, así como usaban cráneos humanos (en ocasiones de sus propios amigos y familiares que habían matado en alguna querella o duelo) como vasijas. Los escitas eran grandes jinetes, y en la guerra, eran temibles arqueros a caballo. El arco escita, era más bien pequeño para poder ser utilizado cómodamente a caballo, compuesto de madera, hueso y tendones de animales, recurvo, era un arma formidable). 
Con Gimbutas, el metarrelato decimonónico sobre el matriarcado ancestral se disfrazó de versión bienintencionada del pasado humano. Si antes el matriarcado había sido apreciado como una etapa de infantilismo social, Gimbutas trastocó su valoración otorgándole un significado positivo, como un periodo cuya estructura ideológica sería deseable rescatar. Hubo sectores feministas que acogieron sus tesis con los brazos abiertos (ver ejemplos en Eller, 2005) y Gimbutas se convirtió en toda una autoridad. 






La existencia de un matriarcado prehistórico era una excelente justificación de sus peticiones: un modelo de sociedad que no subyugara a las mujeres era posible porque en el pasado existió, lo cual demostraba dos cosas: que el patriarcado no tenía que ver con la naturaleza humana y que el cambio hacia una sociedad libre de subyugación femenina era posible. Dentro del feminismo, cabe destacar la influencia de Gimbutas en los llamados movimientos espirituales asociados a la Diosa Madre que surgieron al calor del feminismo de la segunda ola (p.e. Chris y Plaskow, 1979). En ellos, se buscaba un cambio de conciencia espiritual a través del arquetipo junguiano de la diosa que no necesitaba de evidencias empíricas o justificación racional, pero que se apoyó férreamente en las viejas ideas de Bachofen y aplaudió las interpretaciones sobre la religión ancestral de Gimbutas (Simonis Sampedro, 2012, 2013). Su intención era subvertir la larga historia de subordinación que han sufrido las mujeres en las religiones de carácter islámico y judeocristiano (Meskell, 1995: 75; Masvidal y Picazo, 2005: 29), para lo cual concibieron una diosa con las características de divinidad todopoderosa, benévola, que muestra su cuerpo orgullosa de todos sus atributos y que ama la naturaleza, el arte y la sexualidad.

Podemos ver un interesante vídeo en el que se explica la vida y obra de esta importantísima investigadora




La difusión de las obras de Gimbutas también ha sido remarcable en ciertos sectores minoritarios de la academia donde investigadoras de múltiples disciplinas no han dudado en adoptar sus tesis (p.e. Gould Davis, 1975; Eisler, 1987; Spretnak, 1992; Eisler, 2009). Entre ellas, cabe destacar un buen número de teóricas contemporáneas del matriarcado (p.e. Reeves Sanday, 2001; Eisler, 2009; Goettner-Abendroth, 2009a) para las cuales las ideas de Gimbutas otorgan profundidad histórica a sus tesis. Estas investigadoras insisten en que el matriarcado —tal y como ellas lo definen— no es la imagen especular del patriarcado. No es un orden social opresor donde los hombres viven subyugados al poder femenino. 
Así lo explica, por ejemplo, la antropóloga Reeves-Sanday (2009). Para Reeves-Sanday, una sociedad matriarcal vendría a ser aquella en la que el esquema cosmológico y el orden social están vinculados por la figura de una diosa, un ancestro femenino o una reina primordial. Dicha figura femenina ha de encarnar unos principios que son los que guíen la vida de la comunidad. Casi como en una teocracia, los valores que simboliza la diosa son el motor del grupo social y estos valores son todos aquellos que la antropóloga asocia con la maternidad: cooperación, cuidado, bienestar y benevolencia. Las mujeres en estas sociedades gozan de un amplio prestigio por ser quienes mejor encarnan estos valores, pero, en palabras de Reeves-Sanday (2009: 224-225), no significa que ejerzan un poder sobre el resto del grupo. El poder en las sociedades matriarcales se comparte entre los sexos y no es jerárquico.





Sin embargo, fuera de estos ámbitos reducidos, las ideas de Gimbutas han sido más contestadas que aplaudidas. En primer lugar, por su metodología. Fue acusada de seguir un método superficial y sesgado según el cual solo escogía aquellos objetos arqueológicos que encajaban con su discurso (Barnett, 1992). Ignoró la importancia de otras imágenes asexuadas, masculinas o con rasgos sexuales de los dos sexos (Meskell, 1995). No logró explicar ni justificar de forma convincente su cadena de inferencias, que resultaba ser un salto tras otro sin vínculo inequívoco entre ellas. Por ejemplo, interpretaba los cuernos de toro (símbolo muy frecuente en la Creta minoica) con la fertilidad femenina por la «evidente» referencia que hacen a las trompas de falopio y, de esta manera, como símbolos de la Diosa Madre (Gimbutas, 1989: 265). 






Pero como ya señalara William Barnett (Barnett, 1992: 171), dicha semejanza sólo sería posible a través de una cirugía muy precisa y la relación de las trompas de falopio con la fertilidad no tiene mucho sentido fuera de la medicina contemporánea.
En los escritos de Gimbutas, cada pequeño matiz de decoración o estilo debía tener una explicación religiosa que ella era capaz de descifrar, convirtiendo sus inferencias en algo místico o casi esotérico (Tringham y Conkey, 1998). Y eso a pesar de que el contenido de la religión de los grupos del pasado es uno de los aspectos más inaccesibles para la arqueología. Ningún objeto de los yacimientos que discute tiene un significado mundanal, todo es un símbolo de la diosa. No sólo las figurillas, sino motivos como espirales, líneas paralelas, zigzags, pilares, animales, e incluso elementos fálicos (Barnett, 1992; Meskell, 1995; Tringham y Conkey, 1998). Se ha señalado en numerosas ocasiones su falta de rigurosidad a la hora de interpretar yacimientos o incluso la manera en que ella misma registró los datos de sus propias excavaciones (Runnels, 1990; McPherron, 1991). Estructuras parcialmente excavadas son definidas como casas-templo o lugares de culto, y simples bancos se interpretan como «altares» (Meskell, 1995: 81-82). No contrastó sus hipótesis ni contempló otras interpretaciones alternativas, y, en definitiva, no logró convencer a la comunidad investigadora de la adecuación de sus ideas con la cultura material (Barnett, 1992).





Pero además, las tesis de Gimbutas transgredían todas las reglas teóricas básicas de la arqueología moderna. Resultaba ser una teoría muy ahistórica. Tringham y Conkey (1998) pusieron en cuestión la uniformidad de su discurso respecto al culto, que ignoraba el cambio tan trascendental que supuso el paso de la caza-recolección en el Paleolítico Superior a la agricultura en el Neolítico, que para Gimbutas no afectaba al mundo simbólico ni cosmológico de los grupos humanos. ¿Cómo fue posible que la Diosa Naturaleza permaneciera inmutable una vez los humanos aprendieron a domesticar plantas y animales? Gimbutas también caía en un esencialismo muy tosco al considerar una amplísima región como una única unidad cultural, obviando por completo las diferencias y las ambigüedades del registro. Más que a la arqueología sus métodos la acercaban al mundo del anticuarismo porque estudiaba figurillas totalmente descontextualizadas, sin atender a su entorno inmediato, ni espacial ni cronológico. Pero en arqueología sabemos que ningún objeto habla por sí mismo, al margen de su contexto de producción y uso. Como ya dijera Lynn Meskell (1995: 82), interpretar todas y cada una de las estatuillas prehistóricas que aparecen desde las Islas Británicas hasta la actual Turquía, del Paleolítco al Neolítco, como distintas encarnaciones de la Diosa Madre es cometer el mismo error de bulto que considerar un retrato de la Virgen María y una muñeca Barbie como portadoras de la misma significación ideológica.


Las ideas de Gimbutas en Creta


La existencia del matriarcado a menudo se justifica a partir de ejemplos etnográficos, pero también con casos arqueológicos como los de la Creta de la Edad del Bronce. Si bien, según Gimbutas, la Vieja Europa se habría visto invadida por los pueblos indoeuropeos patriarcales a finales del Neolítico, la Creta minoica suponía una gratificante excepción porque los supuestos indoeuropeos no llegaron a la isla hasta la segunda mitad del segundo milenio antes de nuestra era, lo cual habría dado un margen mucho mayor para el desarrollo cultural de la isla bajo los auspicios de la diosa. 






Las gentes de Creta habían logrado alcanzar el estatus de «civilización» sin abandonar el matriarcado. La sofisticación de los palacios, el arte exquisito y naturalista, la arquitectura urbana, el refinamiento de sus artesanías, el desarrollo de la escritura y la burocracia no dejaban lugar a dudas. Era una sociedad próspera que no había necesitado de la violencia patriarcal para alcanzar cotas de desarrollo similar a las culturas de su entorno, como vaticinaban los esquemas evolucionistas de finales del siglo xix y principios del xx. Para muchos/as, Creta ha sido una isla en el plano simbólico, un lugar apartado en el que situar una sociedad pasada ideal y totalmente genuina. El relato sobre la existencia de una cultura matriarcal, pacífica y próspera ha servido para alimentar la esperanza de que los seres humanos fuimos capaces de desarrollar modos de vida sofisticados sin violencia ni desigualdades. Lamentablemente, todos los esfuerzos por sustentar dicho relato en evidencias empíricas o dotarlo de una justificación teórica convincente no han dado buenos resultados. Al contrario, los excesos interpretativos y la poca rigurosidad científica han provocado un rechazo frontal de la comunidad académica que decidió, a partir de los años ochenta del siglo xx, enterrar el paradigma matriarcal en la fosa de las teorías obsoletas.





El discurso del matriarcado en Creta ha sido abordado de manera más directa por escritores/ as y académicos/as ajenos/as a la arqueología y aficionados/as a la historia. Con ellos/as, las imágenes de mujeres en frescos, figurillas y sellos volvieron a destacarse, esta vez, como signos irrefutables de una sociedad dominada por la bondad de una Diosa Madre y sin signos de desigualdad. Es el caso, por ejemplo, de Riane Eisler, autora del bestseller, The Chalice and the Blade (1987), en el que repasa la historia de la humanidad destacando los ejemplos de supuestas sociedades de paz, benévolas e igualitarias. Creta ocupa un lugar privilegiado en su obra a pesar de demostrar un manejo deficiente de la literatura especializada. En 2009, cuando la autora vuelve a escribir sobre el matriarcado en Creta sus referencias son exiguas y obsoletas. 
Es también el caso de Susan Evasdaughter. Escritora de libros de difusión histórica y vinculada a movimientos espirituales feministas, publicó en 1996 un libro titulado Crete Reclaimed: A Feminist Exploration of Bronze Age Crete, dirigido a un público no especializado. En él la autora defiende la existencia de una poderosa casta sacerdotal femenina que, como únicas interlocutoras de la divinidad, habrían dominado la vida en la isla.





En estas y otras obras de carácter divulgativo, se habla de la cultura minoica como un todo indiferenciado y homogéneo, sin distinciones cronológicas ni geográficas, sin atender al contexto concreto de los objetos ni a las diferencias sociales que pudiera haber en el seno de la sociedad, ni siquiera al contexto cronológico. Cualquier evidencia se aplica a la totalidad de la Edad del Bronce y de la cultura cretense. Los excesos interpretativos son manifiestos, así como las conjeturas injustificadas y la insistencia en explicarlo todo en claves religiosas o místicas. Otro elemento característico de este discurso es que se desarrolló, en gran medida, al margen de la disciplina arqueológica. No han logrado intercambiar hipótesis con quienes conocen de primera mano el registro arqueológico protohistórico. Es por ello que apenas se referencian trabajos arqueológicos, no se hacen eco de los desarrollos teóricos académicos y ni siquiera mencionan obras que marcaron un antes y un después en nuestra comprensión del periodo minoico. Es un discurso paralelo, atascado en métodos y teorías que tienen su origen en el siglo xix.




La crítica feminista


Aunque como veíamos la teoría del matriarcado prehistórico y su asociación a un culto homogéneo a la Diosa Madre está muy desacreditada por sus deficiencias metodológicas, sigue gozando de credibilidad en ciertos sectores académicos no relacionados con la arqueología (por ejemplo Marler, 2009), tiene un éxito significativo a nivel popular y aún resuena en determinados sectores feministas, incluidos —pero no sólo— aquellos asociados a movimientos espirituales como los descritos más arriba.
Sin embargo, el rechazo desde la arqueología feminista contemporánea ha sido prácticamente unánime. Ninguna agenda política que busque mejorar la vida de las mujeres justifica el asimilar de forma acrítica una teoría ampliamente desacreditada a nivel empírico y teórico, y en origen de marcado carácter misógino. Recordemos que el relato pasó de ser una versión decimonónica evolucionista al mito legitimador de cierto sector del movimiento feminista dejando intactos todos los problemas de ahistoricidad y determinismo con que nació la teoría. 





Cuando la arqueología feminista surgió como un paradigma alternativo desde el cual estudiar a las sociedades del pasado, una de sus premisas básicas señaló que las identidades de género son contingentes. Al contrario de lo que se propone la arqueología de género, el discurso del matriarcado no se hace preguntas sobre la relación entre los géneros, sobre los papeles de hombres y mujeres en cada cultura concreta, las diferencias dentro de cada género, su identidad, sus prácticas, su capacidad de agencia, etc. Es un discurso totalizador a imagen y semejanza de los relatos decimonónicos.
Como señalaron Conkey y Tringham (1995; 1998), la autoridad incontestable que se le profesa a Gimbutas en los foros de estudios del matriarcado y su fuerte esencialización de las identidades y relaciones de género son la antítesis de los objetivos de una arqueología feminista. Ésta siempre ha defendido la necesidad de la multivocalidad, es decir, la presencia de diferentes voces que tengan igual acceso al pasado, pero siempre respetando las limitaciones que el registro material nos impone (Talalay, 1994; Tringham y Conkey, 1998). El binomio matriarcado/Diosa Madre ignora que el objetivo de los análisis arqueológicos es entender la relación que los seres humanos tuvieron con la cultura material, y como esta estructura y es a su vez estructurada por la acción humana. La adopción en los setenta y ochenta del siglo pasado del discurso del matriarcado fue ya en la época un anacronismo en la disciplina. Cuando la Nueva Arqueología proponía una renovación metodológica, las defensoras del matriarcado estaban abrazando una teoría con todos los defectos del Difusionismo y el Historicismo Cultural, más propio de viejos anticuarios que de investigadores/as sociales.





Asimismo, se han mostrado muchos recelos hacia el hecho de que el supuesto poder de que gozarían las mujeres emanara exclusivamente de su capacidad biológica de ser madres. Al igual que hicieran Bachofen o Morgan, todas las imágenes femeninas se vinculan exclusivamente con términos de fertilidad y sexualidad. El único papel histórico que se les otorga a las mujeres dentro del patriarcado es aquel relacionado con sus cuerpos, y el mito del matriarcado no hace más que abundar en la misma idea. Si el poder de las mujeres sólo derivó de sus capacidades biológicas limitamos otra vez a las mujeres a un espacio natural, no cultural, fuera de las dinámicas que requieren otras capacidades intelectuales que son las propias del devenir histórico. Su papel será siempre asumido, no ganado, y por tanto susceptible de ser reapropiado por otros (Talalay, 1994; Tringham y Conkey, 1998).
Tampoco justifican, ni Gimbutas ni sus seguidoras, cómo se establece la relación directa entre el estatus de la diosa y el de las mujeres reales y concretas que vivieron en culturas tan diversas: existen muchos ejemplos de culturas en cuyas religiones hay abundantes divinidades femeninas y que son abiertamente patriarcales (Talalay, 1994: 171; Meskell, 1995: 78-79). O por qué las imágenes de mujeres se relacionan recurrentemente con el concepto de «maternidad» y no simplemente «mujer» (Talalay, 1994; Tringham y Conkey, 1998).
Además, parece contraproducente justificar la necesidad de un orden social más igualitario acudiendo a un supuesto pasado ancestral de dudosa existencia. Esta misma estrategia ha sido utilizada recurrentemente para justificar el presente patriarcal, ignorando a las mujeres en la Historia o limitando su participación a un papel secundario. Y lo que justamente intenta combatir la arqueología feminista es la apropiación del pasado por parte de discursos políticos actuales de manera esencialista.




El agotamiento de la cuestión del reparto de poder y el inicio de la arqueología feminista en Creta







Dentro de la arqueología minoica, las tesis del matriarcado perdieron fuelle enseguida, pero la idea sobre la Diosa Madre se mantuvo. Hasta aproximadamente los años setenta las tesis de Evans no se cuestionaron. Se adoptó la visión de una diosa de la naturaleza con un hijo consorte, representado por un líder masculino en la isla. Ese hijo consorte sería el rey-sacerdote, presente en el sello encontrado en Haniá y en el Fresco del Príncipe de los Lirios. Desafortunadamente, Evans nunca definió claramente el término, ni explicó cuáles habrían sido las funciones y privilegios de dicha figura (Bennett, 1961-2). Simplemente se asumía que a las mujeres se les había otorgado un fuerte poder religioso y al rey-sacerdote un dominio total en la política y la economía.
Pero si no había evidencias empíricas de la existencia de un matriarcado, tampoco fue sencillo justificar la visión de una jerarquía masculina encabezada por un rey-sacerdote. De manera más matizada y en términos más aceptables, el debate en arqueología se redujo a dos cuestiones: si era posible señalar un poder centralizado en los palacios, y, de ser así, quién o quiénes lo habrían liderado (y por ende, qué sexo tendrían).





Al contrario de lo que ocurre en las culturas vecinas, en Creta la iconografía de la autoridad es tenazmente escurridiza. Una de las voces críticas con la idea de un rey-sacerdote fue la de Hellen Waterhouse (1974). Esta arqueóloga fue la primera en señalar la escasez de imágenes masculinas denotando autoridad (Goodison y Hughes-Brock, 2002). Resaltó la contradicción, presente en el discurso que inició Evans, de considerar el periodo minoico vertebrado por palacios-templos, tener multitud de imágenes de mujeres consideradas sacerdotisas y deducir que debió ser un rey-sacerdote quien dominara el palacio. De las escasas imágenes del supuesto rey, algunas fueron puestas en tela de juicio. Por ejemplo, el llamado Príncipe de los Lirios es un fresco compuesto por una serie de fragmentos encontrados en 1901 en la parte este del pasillo norte-sur del palacio de Cnosos. Los más destacados representan un torso, un muslo, una corona de lirios y restos de brazos. Dos investigadores confirmaron, de forma independiente, que el príncipe era en realidad un pastiche de varias figuras, mal compuestas en la restauración, y que, en consecuencia, no se podía tomar como una imagen real (Coloumb, 1979; Niemeier, 1987). Incluso el famoso trono del palacio de Cnosos —en realidad de época micénica— contenía cierta ambigüedad, porque su respaldo flanqueado por dos grifos pintados al fresco encontraba paralelos directos en el ámbito del Próximo Oriente referentes a epifanías femeninas (Reusch, 1985; Koehl, 1995; Goodison y Hughes-Brock, 2002).






En los años noventa del siglo pasado, todavía seguía siendo una incógnita la identidad de la autoridad en los palacios. En 1995, el título de Ellen Davis The missing ruler resultaba bastante elocuente. Janice Crowley (1995) puso de relieve la dificultad que implica saber si las pinturas reflejan divinidades, seres humanos, ancestros, nobleza, realeza, sacerdotes o sacerdotisas, escenas rituales o seculares (Crowley, 1995: 483). Además, el lenguaje iconográfico minoico no sigue esquemas simbólicos conocidos en otras culturas contemporáneas (Crowley, 1995; Davis, 1995: 12). Frente a los excesos interpretativos que vimos anteriormente, Crowley da unos cuantos pasos atrás para señalar los baches materiales que impiden una profunda interpretación de las imágenes. En primer lugar todas las figuras nos son anónimas. No existen nombres o títulos que podamos aplicar porque no contamos con textos. En segundo lugar, la tradición cultural de esta época no ha tenido continuidad y sus modelos iconográficos se perdieron, por lo que no sabemos datos tan básicos como la manera en que representan dioses o sacerdotes. Y, por último, existe un sesgo de conservación, ya que a menudo hay detalles visuales que aparecen muy pocas veces o sólo una vez, lo que hace complicado sacar conclusiones contundentes con una base tan pequeña.





De manera que las relaciones de poder entre hombres y mujeres en la Creta minoica han sufrido un efecto péndulo. Como respuesta a los excesos cometidos por los metarrelatos decimonónicos que insinuaban la existencia de un matriarcado, se produjo una insistencia injustificada en una autoridad masculina de la que apenas había evidencias. El tema del reparto de poder entre los sexos se limitó a identificar la imagen de la autoridad, y como las evidencias iconográficas no parecían dar respuesta, el asunto se abandonó en los años noventa sin haber alcanzado resultados concluyentes. Las investigaciones en torno a la estructura política de Creta durante la Edad del Bronce han apartado las pesquisas sobre la identidad de los grupos en la cúspide del poder para centrarse en el carácter, las funciones y el desarrollo de los edificios llamados «palacios» (ver p.e. Driessen et al., 2002).
Hubo que esperar a que la perspectiva feminista contemporánea llegara a la arqueología del Egeo para que las relaciones de género volvieran a estar en la agenda, esta vez desprovistas de los defectos anteriores: las identificaciones simplistas entre imágenes y vida social, las proyecciones de los mitos clásicos o el énfasis excesivo en el culto y la religión (Hitchcock y Nikolaïdou, 2012: 502; Nikolaïdou, 2012: 39). Pero la introducción de la perspectiva de género y del feminismo fue tardía. En Grecia, el compromiso de la práctica arqueológica con la ideología nacionalista del Estado, la impermeabilidad a las tendencias teóricas y metodológicas internacionales y la ausencia de un movimiento feminista influyente están detrás del retraso (Kokkinidou y Nikolaïdou, 2009). El desarrollo también fue muy tenue en el seno de la comunidad internacional de arqueólogos/as del Egeo.





Existen tres hitos en este camino: el texto de Lucia Nixon (1983), el libro de Kokkinidou y Nikolaïdou (1993) y la recopilación de artículos en Fylo, el volumen editado por Kopaka (2009). En el artículo pionero de Lucia Nixon (1983), la autora reclamaba una mayor atención a las cuestiones sociales en la arqueología de la Creta minoica y, en particular, a la cuestión del estatus de las mujeres. Para ello propuso la elaboración de protocolos de registro de datos y metodologías de análisis que centraran sus esfuerzos en todas las evidencias materiales y no sólo en aquellas estéticamente destacables. Una década después, Dímitra Kokkinidou y Marianna Nikolaïdou (1993) escribieron la única síntesis que existe hasta la fecha de la prehistoria del Egeo desde una perspectiva de género. En ella, las autoras abordan el estado de las relaciones de género desde el Paleolítico hasta el final de la Edad del Bronce, enfatizando en cada etapa el papel que jugaron hombres y mujeres en el ámbito productivo, reproductivo y simbólico. Su obra se vertebra como un análisis crítico del desarrollo patriarcal en el Egeo en la que se subraya el carácter contingente de la categoría «género» y sus fluctuaciones a lo largo de varios milenios. El libro de Kokkinidou y Nikolaïdou constituye la aplicación más completa y profunda de los principios básicos de la arqueología feminista en el Egeo. Lamentablemente, el impacto de esta obra ha sido muy limitado, en parte por su redacción en griego, pero también por el reducido interés que estas cuestiones han despertado en el conjunto de la comunidad científica. 
De su obra, hemos de saltar al reciente volumen de la serie Aegaeum, fruto de un congreso dedicado a las cuestiones de género en el Egeo y el Mediterráneo, editado por Katerina Kopaka (2009a). En él, se puede observar cómo el asunto de las relaciones de poder ha perdido su espacio en favor de los análisis sobre la identidad y el cuerpo (Alberti, 1997; Hitchcock, 2000; Chapin, 2009; Goodison, 2009; Kopaka, 2009b; Morris, 2009).





El giro hacia la identidad de género ha traído consigo un manejo más refinado de los conceptos básicos de la teoría feminista, la introducción de principios de la teoría queer, y la preocupación creciente sobre el cuerpo y la ambigüedad sexual (ver p.e. Hitchcock, 2000; Alberti, 2002). Con ello se ha vuelto a reafirmar el material iconográfico como fuente privilegiada para bucear en estas nuevas cuestiones. Junto a ellas, pervive el interés por explorar el culto y la religión, evitando caer en los excesos del pasado pero sin ignorar la preeminencia femenina en las representaciones religiosas (Goodison y Morris, 1998; Masvidal y Picazo, 2005; Zembeki, 2009).
Por último, me gustaría destacar lo que para mí es el intento más significativo de recuperar el análisis de las relaciones de género partiendo de fuentes no iconográficas. Se trata de las recientes aportaciones de Jan Driessen (2010b, 2010a, 2012, 2013) sobre la configuración social cretense fundamentadas en el análisis arquitectónico. Driessen ha lanzado una serie de teorías, que si bien sólo están parcialmente justificadas y aún cuentan con un cierto grado de especulación, constituyen una base útil para avanzar en los aspectos sociales que llevaban tiempo paralizados.





En concreto, Driessen plantea la existencia durante toda la Edad del Bronce de una organización social basada en grupos corporativos que él identifica con lo que se conoce como «sociedad de casas» sensu Lévi-Strauss (1982). Las societés à maison son un modelo antropológico que Lévi-Strauss diseñó para caracterizar a determinados grupos humanos cuyo sistema de parentesco era un tanto confuso y para los que el territorio —y más concretamente la casa— suponía una fuente de adscripción identitaria más potente que la adscripción familiar. En la actualidad dicho modelo se utiliza como una nueva herramienta interpretativa en arqueología en una amplia variedad de contextos geográficos y cronologías, aunque a veces se utilice con poca rigurosidad y ampliando en exceso la definición original (González Ruibal, 2006: 144-145). 
Según Driessen, la unidad social más significativa durante el periodo minoico — especialmente en los periodos Prepalacial y el Protopalacial— no sería la familia nuclear sino un grupo más extenso cuya identidad derivaría de la adscripción a un espacio concreto. El signo material más característico de dichos espacios, en el caso de los grupos más prósperos, serían las grandes «villas», y en el caso de grupos más humildes, conjuntos de pequeñas casas. Driessen propone como hipótesis que el patrón de descendencia de estos grupos podría haber sido matrilineal y el patrón de residencia matrilocal, ya que el registro material de la Creta minoica guarda correspondencias con algunas de las características estadísticamente más relevantes de los grupos matrilineales/matrilocales conocidos a partir de la etnografía (Driessen, 2012: 371-375). Por ejemplo, los grupos matrilineales suelen materializar sus conflictos con enemigos distantes, ya que los varones de las regiones cercanas están emparentados y se disfruta de una cierta cohesión regional (ver p.e. Peregrine, 1994; Peregrine, 2001). También es característico de estos grupos el bajo perfil de integración política que algunos autores atribuyen al absentismo masculino (Helms, 1970; Divale, 1984, citados en Driessen 2012: 373). Y, al parecer, más de la mitad de los grupos matrilineales registrados en el Standard Cross-Cultural Sample son horticultores con una baja proporción de ganado bovino (Holden y Mace, 2003, citados en Driessen 2012: 373). A ello hay que añadir criterios formales como el tamaño de las casas. Parece ser que en sociedades campesinas existe una correlación significativa entre el tamaño de las casas y la residencia matrilocal/patrilocal, aunque no lo suficientemente fuerte como para que el dato sea el único indicador del patrón de residencia. Las casas matrilocales tienden a tener una superficie mayor que las patrilocales (Ember, 1973; Porčić, 2010).





Driessen (2012) cree que estos criterios se ajustan a lo que conocemos de Creta durante el tercer milenio y la primera mitad del segundo milenio antes de nuestra era. Además, el régimen matrilineal/matrilocal explicaría la simbología femenina de buena parte de las figurillas encontradas en tumbas y asentamientos prepalaciales, así como los posteriores frescos neopalaciales. Aunque en las sociedades matrilineales/matrilocales el poder suele recaer en la figura masculina del hermano de la madre, las mujeres disfrutan de posiciones mucho más ventajosas que en sociedades patrilineales (Carranza, 2002: 24; Driessen, 2012: 374), dando como resultado sociedades de un perfil de desigualdad de género muy tenue.
Si las casas minoicas son propiedad de linajes matrilineales, significa que en ellas habitan mujeres emparentadas y hombres relacionados por afinidad que se ausentan recurrentemente. Por ello, parece aceptable asumir que buena parte de los espacios rituales de las casas fueran destinados a ceremonias femeninas. Por otro lado, una mirada general a los frescos neopalaciales revela que en las escenas rituales al aire libre hombres y mujeres no suelen coincidir en las ceremonias (Marinatos, 1987; Chapin, 2007). Siguiendo una lógica estructuralista, Driessen (2013) entiende que la misma separación que vemos en los rituales llevados a cabo en el exterior debió existir en los rituales domésticos (centrales también para la cultura minoica, dado el carácter de sociedad de casas que sugiere el autor). En términos arquitectónicos, Driessen propone que en las grandes «villas» puede apreciarse una separación espacial de los lugares ceremoniales propios de cada sexo. Los baños lustrales (lustral basins) precedidos de vestíbulos (minoan halls) son espacios especialmente diseñados para ritos de menstruación u otros casos de sangrado femenino como la ruptura del himen o el parto, según las últimas interpretaciones (así lo sugieren Rehak, 2002: 41; Kopaka, 2009b: 186). 





Arquitectónicamente, se sitúan muy alejados de las salas para banquetes también presentes en las grandes casas como en la Casa A de Tylissos o la Casa Za en Malia (Driessen, 2013: fig. 9). Si aceptamos que la separación física de hombres y mujeres en las escenas rituales de los frescos se reflejaba también en las casas, quizás las salas de banquetes fueran un dominio masculino. La parte más externa estaría dedicada a la comensalidad, que es masculina, y la parte interna ritual a la femenina. Esta hipótesis de Driessen se ajusta sólo a algunas de las estructuras domésticas neopalaciales más lujosas, pero proporciona ideas nuevas que merece la pena seguir investigando. (Adaptado de la Tesis Doctoral de Angie Simonis: LA DIOSA: UN DISCURSO EN TORNO AL PODER DE LAS MUJERES.)
Como podéis ver la complejidad del tema, nos impide llegar a unas conclusiones definitivas, queda aún mucho por investigar, aunque confío que el esclarecimiento de un tema de vital importancia, a saber, si hubo o no, un sistema social diferente al patriarcado tal y como lo conocemos en nuestros días, nos permita en un futuro no demasiado lejano, construir ese mundo mejor al que todos, hombres y mujeres aspiramos.
Me gustaría acabar con un documental de la BBC, emitido por el canal Odissea que aunque mezcla en algunos aspectos realidad y ficción, consigue trasladarnos adecuadamente lo que deberían ser los últimos días de la ciudad de Akrotiri y Thera en la isla de Santorini, y por lo tanto del inicio del declive de la civilización minoica.





Atlántida, El fin de un Mundo y el comienzo de una Leyenda


Como siempre espero que os haya sido útil e interesante.