dimecres, d’octubre 02, 2013

INTRODUCCIÓN A "PARÍS A SANGRE Y FUEGO. JORNADAS DE LA COMUNA" DE LUÍS DE CARRERAS..

Corría el año de 1979, colaboraba por entonces con un pequeño grupito de entusiastas archiveros y documentalistas de la historia de los movimientos sociales en el Centro de Documentación Historico Social de Barcelona, del que ya os he hablado en alguna ocasión anterior. Entre los muchos y excepcionales documentos que allí teníamos, existía el ejemplar de un folletito del año 1871 que explicaba los hechos de la Comuna de París de aquel mismo año. El amigo Nuñez -por entonces el líder incuestionable de aquel CDHS- convino con el editor JJ de Olañeta -cuando aún no era el gran personaje en que se ha convertido - la publicación del mismo y se mé encargó, el trabajo de redactar una introducción al texto, con poco más de diez días de antelación. Ciertamente ya había estudiado los acontecimientos y leído muchos libros, pero el original del folleto de Luís de Carreras no cayó a mis manos hasta pocos días antes de su publicación, por lo que tuve que darme prisa y ello comportó una introducción mucho más breve y poco perfilada, de la que yo creo hubiera sido necesaria.
Pero, así son las cosas, el hombre propone y...
De todas formas creo que aquella introducción aún contiene suficientes elementos informativos y de análisis como para ser publicada hoy en éste mi/vuestro blog.








Como ha sucedido siempre después de cada una de las batallas libradas entre opresores y oprimidos a lo largo de la Historia de la Humanidad, las miradas de todas las inteligencias amantes del Progreso, se han vuelto hacia ellas, al objeto de descubrir, entre los diferentes aspectos y circunstancias de aquellas, las lecciones u orientaciones que puedan ser útiles para las futuras y encarnizadas luchas que han de sucederse aún, en el camino hacia la redención de los explotados. En éste sentido, pocos acontecimientos a lo largo de la historia de a Humanidad, han podido recabar en tan gran medida, la atención de la opinión pública internacional, como la sangrienta guerra civil que desde el dieciocho de marzo, hasta la última semana de mayo del 1871 enfrentó a las clases reaccionarias francesas aglutinadas en torno a tres partidos diferentes monárquicos, bonapartistas y republicanos unitarios, contra el heroico pueblo de París y que ha llegado hasta nuestros días con el nombre de La Comuna de París.





Pero veamos los hechos: La república restablecida en Francia con la revolución de 1848, fue barrida en 1851 por un golpe de Estado que llevó al poder como emperador a Napoleón III. Éste emprendió la guerra contra Prusia, el más poderoso Estado de Alemania, que se hallaba enfrascada en la lucha por la unificación nacional bajo la dirección del hábil político Otto Von Bismarck.
Los prusianos victoriosos avanzaron sobre París con intenciones de conquista. Ante el invasor alemán, el pueblo francés exigió armas para defender la patria, pero el  gobierno burgués, temeroso de las masas, prefirió entregar el país y con una actitud traidora comenzó a negociar la capitulación en condiciones humillantes para Francia.
En aquellas circunstancias estalló el movimiento revolucionario. Los proletarios y las clases urbanas de la capital se sublevaron, tomaron el poder.
Este interés que se ha mantenido vivo a lo largo de más de un siglo y que ha sufrido como es lógico, los altibajos derivados del flujo de la lucha del movimiento obrero, tiene su origen en unos hechos que superan con mucho, la anécdota más o menos dramática, de una insurrección popular armada, que como tantas otras,  sucumbió ahogada bajo las ingentes cantidades de sangre que sobre ella  vertieron las fuerzas de la reacción, y es precisamente esta particularidad,  lo que ha permitido calificar a la Comuna de París, como uno de tos episodios más significativos del desarrollo de la lucha de clases en el S. XIX a nivel internacional, de cuyo resultado, no tardaron en sufrir las consecuencias, los movimientos obreros y progresistas del resto de países europeos.




“Los “vencedores” – por desgracia casi siempre los mismos- se han encargado de ocultar por todos los medios a su alcance, la naturaleza, el carácter, los objetivos y las formas de lucha adoptadas por los “vencidos”, tejiendo a tal fin, un tupido velo de calumnias, infamias y mentiras, consiguiendo hacer aparecer a los militantes comuneros como simples “criminales, salvajes y brutales incendiarios”. Lo triste es que el obligado silencio de los derrotados, apenas permite durante un determinado lapsus de tiempo, contrarrestar semejantes campañas, de ahí la validez e importancia de textos como el de Luís de Carreras, que de alguna manera vienen a clarificar ni que sea mínimamente la realidad de los acontecimientos.
Para satisfacer este interés a que hacíamos mención, se han ido produciendo en todos los países y desde casi todas las perspectivas, una gran cantidad de estudios y escritos que de alguna manera, permiten tener a nuestra disposición, una amplia y variada gama de opiniones, con las que poder adoptar un más que suficiente conocimiento, de aquel acontecimiento tan singular del que aún hoy en día podemos sacar una multitud de enseñanzas para un mejor entendimiento de nuestra realidad cotidiana.
Si se ha podido decir que la revolución europea del 1848, significó el canto de cisne del ciclo revolucionario de la burguesía europea, con la Comuna de París, se inicia otro ciclo revolucionario, pero de carácter totalmente distinto, el de la Revolución Social y en ella,  aunque de forma primitiva, subterránea y mezclados con los signos y formas propias  aún del pasado, se encuentran ya los gérmenes de la sociedad del futuro. Así en la Comuna, es posible ver reflejada una doble faceta revolucionaria:






*Por un lado, una revolución democrática y popular, marcadamente urbana, que comportará una auténtica revolución política.
*Por otro, y en ello reside la principal novedad de la revolución del 1871, lo que se ha venido a denominar “la primera irrupción consciente de las masas en la historia" ( 1) y que implicó por primera vez una lucha orientada a solucionar de una forma clara y decidida, lo que de una manera un tanto paternalista se denominaba entonces “problema social” que hacía referencia a tos problemas. inquietudes y ambiciones de las clases trabajadoras.
Es esta segunda faceta, la que ha hecho posible que algunos de los intelectuales preocupados por el conflicto social, así como algunos de los revolucionarios más destacados de la segunda mitad del S. XIX y de una buena parte del S. XX, hayan dedicado en una u otra ocasión, una mirada reflexiva y crítica en torno al fenómeno comunalista, tratando de desprender unas orientaciones y definiciones, capaces de sustentar con un mínimo de fiabilidad, los pasos que habrá de recorrer la clase obrera en el camino hacia su emancipación. Así, los representantes de las diferentes escuelas del socialismo, ya los «autoritarios" como C. Marx, V.I. Lenin, Kautsky, etc., o los «no autoritarios" como Bakunin, Koprotkin, etc., hasta los representantes de la pequeña y mediana burguesía –en nuestro país Pi y Margall entre otros- culminando con una gran cantidad de escritores, historiadores sociólogos, etc. (2).





Pero sí como hemos podido fácilmente observar, el movimiento comunero, ha suscitado y suscita aún en nuestros días un elevado interés, no es menos cierto, que al igual que otros grandes acontecimientos posteriores -las revoluciones rusas de 1905, de febrero y octubre de 1917, o la revolución española del verano del 1936, la lucha entre «comunards» y «rureaux», levantó desde los primeros combates, discusiones acaloradas y violentísimos debates, que recorrieron todos los países y a todos los grupos sociales, reproduciéndose en mayor o menor medida, el enfrentamiento que tenía por escenario las cercanías de París y no puede extrañarnos que en casi todos los sitios, los bandos viniesen a ser aproximadamente los mismos.
Con Versalles y contra París, los partidarios del viejo orden social, fundamentado -como en nuestros días, dicho sea de paso-, en el régimen de privilegio, en la explotación y miseria de la mayoría en la iniquidad-y en la horrible plaga de la sumisión al autoritarismo. Por el otro, con ese París que renunciando a la capitalidad, se ofrece a todos los ciudadanos del mundo para iniciar la construcción de Ia República Universal del Trabajo, los amantes del progreso y de la Justicia Social, que tiene por premisas ineludibles Ia igualdad de derechos y deberes, la Solidaridad y la Libertad.
La Comuna fue vencida, masacrada, hundida bajo los cientos de toneladas de metralla, que «el partido del orden" escupió sobre París, y como siempre sucede en estos casos durante algún tiempo, Ia mentira de los vencedores se convirtió en la única verdad para todos. Por unos meses, quizás más en la misma Francia y en buena parte de Europa, la auténtica realidad de lo sucedido, permaneció oculta por las ruines interpretaciones "oficiales" dadas por los verdugos. Sólo muy lentamente, con el paso de los años, pudieron ir apareciendo las versiones de los testigos y víctimas del terrorismo versallés (3),  gracias a las cuales se pudo efectuar la recogida de datos suficientes para estableces la verdadera historia de la revolución parísina del 1871.




Pero mientras no llegó ese momento, serán los esforzados textos como el que aquí ofrecíamos, generalmente poco informados, cargados de errores y en muchos casos repletos de algunos de los tópicos aireados por la prensa reaccionaria, los únicos que se atrevieron a poner de manifiesto la brutal represión ejercida por los vencedores, lo que no podía dejar de soliviantar el ánimo, incluso de los más escépticos y timoratos, ganando las voluntades en favor de Ia causa comunalista.
Precisamente por esta razón, todos los partidos que se tenían por democráticos, y las diferentes secciones de la A.I.T., se libraron a una encarnizada denuncia de los horrores y  humillaciones a que era sometido el pueblo de París. En nuesto País cabe destacar -como es lógico a los obreros internacionalistas y a los publicistas anarquistas, pero también y con una buena dosis de coraje, a los republicanos federales, y entre estos al sector denominado «intransigente".
Coincidente con las posiciones de estos Republicanos federales, el presente texto de Luis Carreras, titulado: París a sangre y fuego. Jornadas de la Comuna, que en su día reproducimos de acuerdo con la edición que en aquel año de l87l realiz6 la "Librería Española de I. Lopez Editor", en un muy serio intento, posibilitaba además de la lectura de este folleto, contrastar las opiniones aquí expuestas, con una serie de documentos aparecidos en otros volúmenes, para que el lector interesado, tuviese la más directa y completa información.




El autor de dicho folleto, perteneció a ese reducido grupo de obreros ilustrados catalanes, que se habían alejado progresivamente de la línea del Partido Republicano Federal, dado que habían asumido una posición relativamente diferente, respecto a la vía por la que se había de solucionar el denominado "problema social", llevándoles hasta posiciones parecidas a las sustentadas por el socialismo, pero un socialismo igualmente alejado, tanto de los postulados bakuninistas -dominantes en los medios internacionalistas españoles-, como de los marxistas, sostenidos por la pequeña "Nueva Federación madrileña de la A.I.T.", y algún que otro acólito aislado en Cataluña.
Precisamente en unión de estos últimos, al autor participo en la edición del periódico "El Comunalista" y que llevaba por subtítulo el muy significado de “Diario Republicano Democrático Federal Socialista" y el que colaboraban también P. Gener, J. Roig y Munguet, y el más destacado Baldomer Lostau, elegido por algunas sociedades obreras barcelonesas para representarlas en las Cortes Españolas. Volveremos a encontrar a Luís Carreras, en la creación de una “Asociación Nacional de Trabajadores",  decididamente opuesta a la Internacional y en consecuencia a los bakuninistas (4), como podemos suponer, se trataba en realidad de encauzar la combatibidad de los obreros catalanes hacia las posiciones sostenidas por los republicanos federales aunque para ello fuese necesario recubrirse de unos ligeros tintes, de un socialismo muy a lo Louis Blanc, es decir paternalista, pseudodemocrátíco y pseudorevolucionario.





El autor escribe el presente texto, en un momento político sumamente complejo, y entre otras cosas, porque por aquellas fechas se discutió en las Cortes Españolas el asunto de los refugiados de la Comuna en España, de los que el partido de Pi y Margall, había asumido la defensa, pero para que esto fuera factible, era preciso reducir el programa revolucionario de los Comuneros, a algo semejante a lo propugnado por los federalistas españoles, es decir, resumir la lucha de la Comuna a una lucha política, acentuando los aspectos de descentralización, de autonomía municipal, y de organización federalista, y limitándose a dejar entrever que las medidas sociales-económicas adoptadas por los comuneros. venían únicamente determinadas por la misma dinámica del enfrentamiento,  ocasionado por unos políticos republicanos -a los que no vacila, en un momento determinado, en llamar demócratas- que se dejaron llevar por sus pasiones, por sus ansias de poder, obligando a los comuneros a un radicalismo, que podía haberse evitado, con un acuerdo político.
No le negaremos a Luis Carreras su parte de razón, resulta evidente que en todos los acontecimientos, Ia actitud de los individuos influye necesariamente, incluso en ciertas condiciones, puede precipitarlos, pero tampoco es menos cierto que en todo caso, si el acuerdo no llegó a producirse, no fue por ia voluntad de los Comunalistas, que en más de una ocasión enviaron delegaciones a parlamentar con Thiers, siendo Continuamente rechazadas todas las proposiciones efectuadas para alcanzar un acuerdo aceptable para ambas partes.
Lo cierto -en nuestra opinión- es que los aspectos políticos, tan bien explicados por Carreras, son insuficientes para explicarnos lo sucedido en París aquel año de 1871, resulta fácil de imaginar, lo bien que hubiese sido acogida, por el entonces prácticamente recién nacido régimen republicano de los M. Thiers, J. Farre, J. Simon, E. Picart, etc., una solución ingeniada con los representantes más moderados de los «comunards», aunque para ello hubiesen tenido que convencer a una Asamblea Republicana que curiosamente tenía en los lugares de dirección  a 12 orlanistas –monárquicos- sobre un total de 13 miembros. Es por ello que podemos afirmar que fueron precisamente los aspectos marcadamente socialistas y obreristas, los que imposibilitaron que el régimen republicano trasladado a Versalles, pudiese acceder a las numerosas demandas de de suspensión de hostilidades recibidas desde todas partes, y lo que le llevó a negociar con Ias tropas invasoras prusianas, un acuerdo para aplastar a los insurgentes de París, dando con ello una prueba fehaciente, de Ia capacidad de las clases dominantes de todos los países, para mostrar su internacionalismo reaccionario, cuando lo que está en juego son algo más que los principios.






Y es que, aunque et autor no quiera -o no pueda- reconocerlo, la Comuna de París nace de una gravísima crisis social, generada por el régimen gansteril de Luis Napoleón, con su secuela de “hazañas”imperialistas, como la campaña romana, y Ia no menos heroica, aventura mexicana de Maximiliano de Austria, y que culminarían en la guerra contra Prusia, de Ia que bien se pudo decir "que los días de permanencia de los ejércitos prusianos en Francia se contaron por victorias” y que acabaron por reducir a la gran nación francesa, a Ia ruina más absoluta. Tan sólo París supo y pudo resistir el incontenible avance prusiano, aunque para ello tuvo que aguantar un largo sitio de más de 7 meses, los cuales acabaron por hundir lo poco que quedaba en la cuidad de su anterior ordenamiento económico.
Sí, París se levantará por motivos patrióticos contra un gobierno que denominado oficialmente de Defensa Nacional, era vulgarmente conocido por el título de "Traición Nacional” ya que, además, de renunciar a toda lucha contra la aplastante máquina de guerra prusiana, había aceptado una paz  onerosa, que permitía Ia entrada en la ciudad de París, de unas tropas que hasta aquel momento, no lo habían conseguido por la fuerza de las armas.
También, inducirá a la insurrección, un gesto de ardiente afirmación republicana, al oponerse a una Asamblea Nacional, que aunque había aceptado la instauración de la República, permanecía en manos de Ios partidos monárquicos orleanistas y de los bonapartistas.
Pero fundamentalmente, lo hicieron llevados por unas motivaciones de tipo social, ante la negativa del gobierno a reconocer una serie de medidas que eran consideradas como imprescindibles por Ia población parisina, como eran:





* prorrogar el pago de los alquileres de las viviendas, suspendido prácticamente como consecuencia del sitio de París por los prusianos;
* prorrogar los vencimientos de las letras y pagarés,
* y para colmo, Ia provocación que supuso la supresión de la paga a la Guardia Nacional, etc., todo ello equivalía a condenar al hambre, al paro y a la miseria al conjunto de Ia población trabajadora de la ciudad.
Estos motivos profundos, ni siquiera dibujados en el folleto, por las razones anteriormente expuestas, nos permiten una mejor comprensión del porqué de la rápida e inevitable evolución de la Comuna,
hacia unas posiciones socialistas, que por muy instintivas, insuficientes e incompletas que sean, no pierden ni un ápice de su contendido revolucionario. Posiciones que quedaron perfectamente confirmadas en toda una serie de acuerdos adoptados por la Asamblea de la Comuna, entre las que enunciaremos:
*Separación de la Iglesia y del Estado;
*supresión del trabajo nocturno para las mujeres y los niños;
*sustitución del Ejército profesional y permanente por la Guardia Nacional, lo que de alguna manera equivalía al pueblo en armas;
*elección democrática de todos los cargos de la administración de Justicia;
*Supresión de los costos para algunas actuaciones de los tribunales;
*exención de pagar los alquileres para todo aquel que acreditara tener un familiar en la Guardia Nacional y que fuera herido o hubiese muerto en combate, lo que equivalía a declarar la vivienda gratuita para todos;
*adopción por la Comuna de los huérfanos o viudas de los combatientes;
* instalación de unos comedores populares;
*supresión de la pena de muerte;
*supresión del impuesto religioso;
*incautación de las propiedades de la Iglesia que estuviesen en régimen de manos muertas;
*sustitución del personal de la enseñanza o de la sanidad que tuviesen condición religiosa por personal laico y profesional;
*fijación de los precios de los artículos de primera necesidad;
*municipalización de los mercados de Abastos;
*lucha contra el paro, creando oficinas de colocación en las alcaldías de distrito;
*creación de una Comisión de estudio sobre los problemas de la clase obrera, en la  que estaba representada oficialmente la A.I.T.;
*incautación de aquellos talleres o fábricas abandonadas por sus propietarios, que fueron entregadas a las asociaciones obreras,
*racionalización de la producción de bienes, mediante la reorganización y la unión de fábricas y talleres dedicados a la misma área de producción.
*racionalización de la administración pública.
*disminución de los gastos públicos,
*Salario igual al de los hombres para las mujeres que realizaran igual trabajo. 
*Posposición por tres años del pago de las deudas, menores a 10.000 francos.
*Suspensión de la venta de objetos empeñados y liquidación de las casas de empeño. 
*Enseñanza gratuita y obligatoria. Apertura de nuevas aulas y aumento de  salario a los maestros.
etc.





Pero por si lo anterior pudiera parecer insuficiente, téngase en cuenta que la Comuna transmitió a las generaciones futuras, un grandioso mensaje de solidaridad y fraternidad internacionalista, sería suficiente con recordar que Garibaldi, el gran revolucionario italiano, fue aclamado continuamente por el pueblo de París, siendo invitado oficialmente a formar parte de la Comuna, incluso llegó a ser propuesto para Presidente de Honor de la Comuna de París, pero hemos de tener en consideración asimismo, que muchos otros extranjeros fueron acogidos por el pueblo revolucionario en plano de total igualdad, una buena prueba de ello la constituyen los 1.725 súbditos de otras nacionalidades, que cayeron en manos de los versalleses, entre los que se encontraban 737 belgas, que estaban organizados en un destacamento propio -la Legión Federal Belga-, o los 215 italianos -especialmente garibaldinos-, pero lo más significativo es que algunos de estos extranjeros ocuparon puestos relevantes en la administración comunalista como Frankel, Dombrowsky, Wrobeliski, Orlowich, Kiensel, etc. Además, para ser declarado ciudadano de la Comuna de París, no se requería otro requisito que la manifestación de la voluntad de querer formar parte de ella. No es menos significativo que París renunciando a ser la capital de Francia, se ofreciera en algunas declaraciones como una más de las ciudades que habrían de formar la Federación Universal…
Por todo ello no puede extrañarnos la grandeza de dos de los actos más significativos de la Comuna de París: la elección de la bandera roja como enseña del París revolucionario, y la destrucción de la Columna Vendôme, como símbolo que era del antiguo poderío militar.
Continuemos con los hechos:La burguesía acantonada en Versalles y encabezada por Adolphe Thiers desató una ofensiva contrarrevolucionaria en abril, lanzando su ejército contra la Comuna que se había debilitado por no actuar con severidad contra sus enemigos (espías y saboteadores), porque la revolución comunera no pudo extenderse a otras ciudades como Lyon, Tolosa, Marsella, ni aliarse al campesinado. 
Los comuneros resistieron heroicamente. Mujeres, niños, ancianos, desenterraron los adoquines de las calles, cargaron piedras, madera, chatarra y cuanto pudiera servir para levantar las barricadas. Una de las heroínas, la maestra Louise Michel, narró así el combate: 





“Un puñado de valientes lucha en el cementerio contra un ejército entero. Se combate por entre las tumbas, en las zanjas y en el interior de las bóvedas; se combate cuerpo a cuerpo, con sables, con bayonetas, a culatazos; muchísimo  más numerosos, mejor armados, con sus fuerzas frescas reservadas para la  represión de París, los versalleses dan muerte implacablemente a los  valientes”. 
El 28 de mayo cayeron los últimos reductos de la Comuna. El primer Estado proletario del mundo había tenido 72 horas de existencia. 
La burguesía desató una espantosa masacre. El periódico Evening Standard, de  Inglaterra, publicó acerca de la “semana sangrienta”:  “Es imposible que se pueda llegar a saber jamás la cifra exacta de la carnicería que se prolonga, mientras los prisioneros son fusilados en masa y lanzados por  doquier en fosas abiertas. Hasta para los autores debe ser totalmente  imposible decir cuántos cadáveres tienen”
Se calculan en unos 40 mil los muertos, entre ellos muchos niños y más de 10 mil mujeres, mientras los prisioneros sobrepasaron la cifra de 50 mil."
Es fácil leyendo el texto de Carreras, imaginarnos que los integrantes de la Comuna de París,constituían un conjunto homogéneo y uniforme. Nada más lejos de la realidad tanto en el Comité Central de la Guardia Nacional, como en la Asamblea General de la Comuna, estaban representados miembros de unas muy diferentes tendencias, así: blanquistas, jacobinos, republicanos federalistas, proudhonianos, internacionalistas, y entre los cuales los militantes decididamente revolucionarios quedaron en una situación claramente minoritaria.





Lógico es suponer que estos tuvieron que hacer constantes concesiones a los sectores más moderados, dado que eran los mayoritarios, pero a pesar de esta correlación de fuerzas aparentemente inclinada a favor de las posiciones inicialmente menos dispuestas para llevar a cabo acciones revolucionarias, no podía impedir el avance de la Comuna, porque como se ha dicho en numerosas ocasiones: “a estas alturas del S. XIX, el pueblo no podía hacer otro tipo de revolución que la social” y no puede olvidarse que sólo es posible que unos individuos impongan un ritmo determinado a la marcha de los acontecimientos, cuando la mayoría de la población desiste de marcar por ella misma los pasos, lo que fue haciendo el pueblo de París desde las primeras fechas de la insurrección, a través del esquema descentralizado y federalista, muy de acuerdo con la estructura de distritos propia de la ciudad, que de esta manera ofrecía la participación del casi un millón ochocientos mil habitantes de París. Este esquema que se elevaba desde la base: Clubs, Batallones, asambleas de distrito, delegados de distrito, hasta la Asamblea General de la Comuna, y la Comisión Ejecutiva, constituían un avanzado y perfeccionado sistema de Democracia Directa.
Pero desgraciadamente, las condiciones en las que se desarrollaba la lucha contra Versalles, fueron obligando a los Comunalistas a adoptar unas actitudes más y más autoritarias. Los errores acontecidos en el campo militar, tan perfectamente descrito por Luis Carreras, no podían por menos que tener su secuela en los diferentes aspectos de la Comuna.





Así se volvió al viejo sistema de las quintas, se decretaba y mandaba a todo tren para prevenir ésto o aquello, pero dejando de consultar a la mayoría de la población, y pronto, demasiado pronto la Comuna no tardó en convertirse en un gobierno más, con su aparato de Estado, su Ejército, etc., de esta forma, utilizando unas palabras de M. Bakunin: «para combatir a la reacción monárquica y clerical debieron, olvidando y sacrificando las primeras condiciones del socialismo revolucionario, organizarse, en reacción jacobina» y todo ello culminó, ya muy avanzado el mes de mayo, con la formación de un Comité de Salud Pública y con la reinstauración de la pena de muerte...
A pesar de que afortunadamente Luis Carreras, rehúsa entregarse, como hicieron los autores reaccionarios de la época, a explicarnos con todo lujo de detalles los “horrores" a que se entregaron los comuneros, en la última semana -la semana sangrienta-, ni tampoco cae en el error de presentarnos el París de los últimos días como una orgía de sangre y fuego, no podemos dejar de apreciar una cierta ambigüedad y un amago de crítica, ante los escasísimos ajusticiamientos de rehenes, crítica que compartimos -como hicieron la mayoría de obreros internacionalistas que participaron en la Comuna, y en el preciso momento en que se produjeron-, ese incidente no debe hacernos perder el hilo conductor. Las escasísimas «atrocidades" de los comuneros' se multiplican por cien o por mil en el campo versallés. Así, aun hoy en día -a pesar de lo que afirma Carreras- no está muy claro quienes fueron los que se dedicaron con más encarnizamiento al incendio de París, pues aunque resulta evidente la existencia de incendios provocados por mujeres armadas de botellas de alcohol - y petróleo (petroleuses), o por los mismos Guardias Nacionales, éstos fueron absolutamente espontáneos y no tenían otro objeto que dificultar el acceso de los versalleses a la ciudad. En contrapartida si tenemos pruebas, es de que los que se dedicaron a una destrucción sistemática, organizada y aprobada en los despachos ministeriales, fueron los soldados de Versalles, que alentados por sus jefes llegaron a plantear acciones tan escalofriantes como el intento de quema del Louvre.




Y es que, como ya hemos dicho, la obra de Luis Carreras no puede ser entendida, sino como lo que es: un folleto propagandístico, no exento de pequeños o grandes errores que no significan más que una cierta precipitación y falta de datos, así como, una excesiva credibilidad de la prensa del momento. Buen ejemplo de algunos de estos errores es el dar por muertos a personajes que poco tiempo después retornarían a la vida pública, en los distintos países de exilio, como Hemy -el ayudante de Flourens- o J. Valles -miembro de la Comuna y director del periódico revolucionario "Le Cri du Peuple, o que caiga en el tópico de que en las elecciones de la Comuna se produjo un alto grado de abstención, cuando en realidad, la cifra de 250.00O votantes en la ciudad de París, se repite continuamente en la época del Imperio, y es ligeramente superior a unas elecciones habidas en el 1891,  ¡20 años después!.
Para finalizar, quisiéramos apuntar que los defectos del texto de Luis Carreras, no invalidan en absoluto, el interés general del mismo, toda vez que creemos que estos quedaran debidamente subsanados, al situar el folleto en su adecuado contexto temporal-ideológico, como hemos tratado de hacer en esta Introducción, Y además, por que aún prescindiendo de estos errores, la excelente y detallada exposición, y sobre todo la interesante documentación y las muy cuidadas ilustraciones que contiene el presente folleto, hacen de él, una obra de imprescindible y necesaria lectura.




Desde el punto de vista de la historia del movimiento obrero, la Comuna de París, señalaría el fin del sueño que significó la AIT o Primera Internacional. Marx y Engels, consideraron que después del fracaso de la Comuna y de la valoración antagónica que de ella realizaron los marxistas y los anarquistas, ya no podían continuar juntos en una sola organización de todos los obreros, así pocos años después crearon la 2ª Internacional, o Internacional Socialista. 
Para apreciar adecuadamente las diversas valoraciones sobre la Comuna de París podemos ver los siguientes textos:
De Federico Engels: ¨Introducción a la Guerra Civil en Francia", texto que ha sido denominado como el más anarquista de los textos de Karl Marx.





La Comuna tuvo que reconocer desde el primer momento que la clase obrera, al llegar al Poder, no puede seguir gobernando con la vieja máquina del Estado; que, para no perder de nuevo su dominación recién conquistada, la clase obrera tiene, de una parte, que barrer toda la vieja máquina represiva utilizada hasta entonces contra ella, y, de otra parte, precaverse contra sus propios diputados y funcionarios, declarándolos a todos, sin excepción, revocables en cualquier momento. ¿Cuáles habían sido las características del Estado hasta entonces? En un principio, por medio de la simple división del trabajo, la sociedad se creó los órganos especiales destinados a velar por sus intereses comunes. Pero, a la larga, estos órganos, a cuya cabeza estaba el Poder estatal persiguiendo sus propios intereses específicos, se convirtieron de servidores de la sociedad en señores de ella. Esto puede verse, por ejemplo, no solo en las monarquías hereditarias, sino también en las repúblicas democráticas. No hay ningún país en que los “políticos” formen un sector más poderoso y más separado de la nación que en los EE.UU. Aquí cada uno de los dos grandes partidos que se alternan en el Poder está a su vez gobernado por gentes que hacen de la política un negocio, que especulan con los escaños de las asambleas legislativas de la Unión y de los distintos Estados Federados, o que viven de la agitación en favor de su partido y son retribuidos con cargos cuando este triunfa. Es sabido que los estadounidenses llevan treinta años esforzándose por sacudir este yugo, que ha llegado a ser insoportable, y que, a pesar de todo, se hunden cada vez más en este pantano de corrupción. Y es precisamente en los EE.UU. donde podemos ver mejor cómo progresa esta independización del Estado frente a la sociedad, de la que originariamente estaba destinado a ser un simple instrumento. Allí no hay dinastía, ni nobleza, ni ejército permanente –fuera del puñado de hombres que montan la guardia contra los indios–, ni burocracia con cargos permanentes y derecho a jubilación. Y, sin embargo, en los EE.UU. nos encontramos con dos grandes cuadrillas de especuladores políticos que alternativamente se posesionan del Poder estatal y lo explotan por los medios más corruptos y para los fines más corruptos; y la nación es impotente frente a estos dos grandes consorcios de políticos, pretendidos servidores suyos, pero que, en realidad, la dominan y la saquean.






Contra esta transformación, inevitable en todos los Estados anteriores, del aparato estatal y sus órganos, de servidores de la sociedad en amos de ella, la Comuna empleó dos remedios infalibles. En primer lugar, cubrió todos los cargos administrativos, judiciales y educacionales por elección, mediante sufragio universal, concediendo a los electores el derecho a revocar en todo momento a sus elegidos. En segundo lugar, pagaba a todos los funcionarios, altos y bajos, el mismo salario que a los demás trabajadores. El sueldo máximo asignado por la Comuna era de 6.000 francos. Con este sistema se ponía una barrera eficaz al arribismo y a la caza de cargos, y esto sin contar con los mandatos imperativos que, por añadidura, introdujo la Comuna para los diputados a los cuerpos representativos. 
Esta labor de destrucción del viejo Poder estatal y de su reemplazo por otro nuevo y verdaderamente democrático es descrita con todo detalle en el capítulo tercero de La Guerra Civil. Sin embargo, era necesario detenerse a examinar aquí brevemente algunos de los rasgos de este reemplazo por ser precisamente en Alemania donde la fe supersticiosa en el Estado se ha trasladado del campo filosófico a la conciencia general de la burguesía e incluso a la de muchos obreros. Según la concepción filosófica, el Estado es la “realización de la idea” o, traducido al lenguaje filosófico, el reino de Dios en la tierra, el campo en que se hacen o deben hacerse realidad la verdad y la justicia eternas. De aquí nace una veneración supersticiosa hacia el Estado y hacia todo lo que con él se relaciona, veneración que va arraigando más fácilmente en la medida en que la gente se acostumbra desde la infancia a pensar que los asuntos e intereses comunes a toda la sociedad no pueden ser mirados de manera distinta a como han sido mirados hasta aquí, es decir, a través del Estado y de sus bien retribuidos funcionarios.
Y la gente cree haber dado un paso enormemente audaz con librarse de la fe en la monarquía hereditaria y jurar por la República democrática. En realidad, el Estado no es más que una máquina para la opresión de una clase por otra, lo mismo en la República democrática que bajo la monarquía; y en el mejor de
los casos, un mal que el proletariado hereda luego que triunfa en su lucha por
la dominación de clase. El proletariado victorioso, tal como hizo la Comuna, no podrá por menos de amputar inmediatamente los peores lados de este mal, hasta que una generación futura, educada en condiciones sociales nuevas y libres, pueda deshacerse de todo ese trasto viejo del Estado.
Últimamente las palabras “dictadura del proletariado” han vuelto a sumir en santo terror al filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, ¿queréis saber qué faz presenta esta dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!
Veamos a continuación un fragmento del texto de Mijail Bakunin: "La Comuna de París y la noción del Estado"



Esta obra, como todos los escritos que hasta la fecha he publicado, nació de los acontecimientos. Es la continuación natural de las Cartas a un francés, publicadas en septiembre de 1870, y en las cuales tuve el fácil y triste honor de prever y predecir las horribles desgracias que hieren hoy a Francia, y con ella, a todo el mundo civilizado; desgracias contra las que no había ni queda ahora más que un remedio: la revolución social.
Probar esta verdad, de aquí en adelante incontestable, por el desenvolvimiento histórico de la sociedad, y por los hechos mismos que se desarrollan bajo nuestros ojos en Europa, de modo que sea aceptada por todos los hombres de buena fe, por todos los investigadores sinceros de la verdad, y luego exponer francamente, sin reticencia, sin equívocos, los principios filosóficos tanto como los fines prácticos que constituyen, por decirlo así, el alma activa, la base y el fin de lo que llamamos la revolución social, es el objeto del presente trabajo.
La tarea que me impuse no es fácil, lo sé, y se me podría acusar de presunción si aportase a este trabajo una pretensión personal. Pero no hay tal cosa, puedo asegurarlo al lector. No soy ni un sabio ni un filósofo, ni siquiera un escritor de oficio. Escribí muy poco en mi vida y no lo hice nunca sino en caso de necesidad, y solamente cuando una convicción apasionada me forzaba a vencer mi repugnancia instintiva a manifestarme mediante mis escritos.





¿Qué soy yo, y qué me impulsa ahora a publicar este trabajo? Soy un buscador
apasionado de la verdad y un enemigo no menos encarnizado de las ficciones perjudiciales de que el partido del orden, ese representante oficial, privilegiado e interesado de todas las ignominias religiosas, metafísicas, políticas, jurídicas, económicas y sociales, presentes y pasadas, pretende servirse hoy todavía para embrutecer y esclavizar al mundo. Soy un amante fanático de la libertad, considerándola como el único medio en el seno de la cual pueden desarrollarse y crecer la inteligencia, la dignidad y la dicha de los hombres; no de esa libertad formal, otorgada, medida y reglamentada por el Estado, mentira eterna y que en realidad no representa nunca nada más que el privilegio de unos pocos fundado sobre la esclavitud de todo el mundo; no de esa libertad individualista, egoísta, mezquina y ficticia, pregonada por la escuela de J. J. Rousseau, así como todas las demás escuelas del liberalismo burgués, que consideran el llamado derecho de todos, representado por el Estado, como el límite del derecho de cada uno, lo cual lleva necesariamente y siempre a la reducción del derecho de cada uno a cero.
No, yo entiendo que la única libertad verdaderamente digna de este nombre es la que consiste en el pleno desenvolvimiento de todas las facultades materiales, intelectuales y morales de cada individuo. Y es que la libertad, la auténtica, no reconoce otras restricciones que las propias de las leyes de nuestra propia naturaleza. Por lo que, hablando propiamente, la libertad no tiene restricciones, puesto que esas leyes no nos son impuestas por un legislador, sino que nos son inmanentes, inherentes, y constituyen la base misma de todo nuestro ser, y no pueden ser vistas como una limitante, sino que más bien debemos considerarlas como las condiciones reales y la razón efectiva de nuestra libertad.
Yo me refiero a la libertad de cada uno que, lejos de agotarse frente a la libertad del otro, encuentra en ella su confirmación y su extensión hasta el infinito; la libertad ilimitada de cada uno por la libertad de todos, la libertad en la solidaridad, la libertad en la igualdad; la libertad triunfante sobre el principio de la fuerza bruta y el principio de autoridad que nunca ha sido otra cosa que la expresión ideal de esa fuerza; la libertad que, después de haber derribado todos los ídolos celestes y terrestres, fundará y organizará un mundo nuevo: el de la humanidad solidaria, sobre la ruina de todas la Iglesias y de todos los Estados.





Soy un partidario convencido de la igualdad económica y social, porque sé que fuera de esa igualdad, la libertad, la justicia, la dignidad humana, la moralidad y el bienestar de los individuos, lo mismo que la prosperidad de las naciones, no serán más que otras tantas mentiras. Pero, partidario incondicional de la libertad, esa condición primordial de la humanidad, pienso que la igualdad debe establecerse en el mundo por la organización espontánea del trabajo y de la propiedad colectiva de las asociaciones productoras libremente organizadas y federadas en las comunas, mas no por la acción suprema y tutelar del Estado.
Este es el punto que nos divide a los socialistas revolucionarios de los comunistas autoritarios que defienden la iniciativa absoluta del Estado. El fin es el mismo, ya que ambos deseamos por igual la creación de un orden social nuevo, fundado únicamente sobre la organización del trabajo colectivo en condiciones económicas de irrestricta igualdad para todos, teniendo como base la posesión colectiva de los instrumentos de trabajo. 
Ahora bien, los comunistas se imaginan que podrían llegar a eso por el desenvolvimiento y por la organización de la potencia política de las clases obreras, y principalmente del proletariado de las ciudades, con ayuda del radicalismo burgués, mientras que los socialistas revolucionarios, enemigos de toda ligazón y de toda alianza equívoca, pensamos que no se puede llegar a ese fin más que por el desenvolvimiento y la organización de la potencia no política sino social de las masas obreras, tanto de las ciudades como de los campos, comprendidos en ellas los hombres de buena voluntad de las clases superiores que, rompiendo con todo su pasado, quieran unirse francamente a ellas y acepten íntegramente su programa.





He ahí dos métodos diferentes. Los comunistas creen deber el organizar a las fuerzas obreras para posesionarse de la potencia política de los Estados. Los socialistas revolucionarios nos organizamos teniendo en cuenta su inevitable destrucción, o, si se quiere una palabra más cortés, teniendo en cuenta la liquidación de los Estados. Los comunistas son partidarios del principio y de la práctica de la autoridad, los socialistas revolucionarios no tenemos confianza más que en la libertad. Partidarios unos y otros de la ciencia que debe liquidar a la fe, los primeros quisieran imponerla y nosotros nos esforzamos en propagarla, a fin de que los grupos humanos se convenzan por ellos mismos, se organicen y se federen de manera espontánea, libre; de abajo hacia arriba conforme a sus intereses reales, pero nunca siguiendo un plan trazado de antemano e impuesto a las masas ignorantes por algunas inteligencias superiores.
Los socialistas revolucionarios pensamos que hay mucha más razón práctica y espíritu en las aspiraciones instintivas y en las necesidades reales de las masas populares, que en la inteligencia profunda de todos esos doctores y tutores de la humanidad que, a tantas tentativas frustradas para hacerla feliz, pretenden añadir otro fracaso más. Los socialistas revolucionarios pensamos, al contrario, que la humanidad ya se ha dejado gobernar bastante tiempo, demasiado tiempo, y se ha convencido de que la fuente de sus desgracias no reside en tal o cual forma de gobierno, sino en el principio y en el hecho mismo del gobierno, cualquiera que este sea.
Esta es, en fin, la contradicción que existe entre el comunismo científicamente
desarrollado por la escuela alemana y aceptado en parte por los socialistas americanos e ingleses, y el socialismo revolucionario ampliamente desenvuelto y llevado hasta sus últimas consecuencias por el proletariado de los países latinos.






El socialismo revolucionario llevó a cabo un intento práctico en la Comuna de París.
Soy un partidario de la Comuna de París, la que no obstante haber sido masacrada y sofocada en sangre por los verdugos de la reacción monárquica y clerical, no por eso ha dejado de hacerse más vivaz, más poderosa en la imaginación y en el corazón del proletariado de Europa; soy partidario de ella sobre todo porque ha sido una audaz negativa del Estado.
Es un hecho histórico el que esa negación del Estado se haya manifestado precisamente en Francia, que ha sido hasta ahora el país más proclive a la centralización política; y que haya sido precisamente París, la cabeza y el creador histórico de esa gran civilización francesa, el que haya tomado la iniciativa. París, abdicando de su corona y proclamando con entusiasmo su propia decadencia para dar la libertad y la vida a Francia, a Europa, al mundo entero; París, afirmando nuevamente su potencia histórica de iniciativa al mostrar a todos los pueblos esclavos el único camino de emancipación y de salvación; París, que da un golpe mortal a las tradiciones políticas del radicalismo burgués y una base real al socialismo revolucionario; París, que merece de nuevo las maldiciones de todas las gentes reaccionarias de Francia y de Europa; París, que se envuelve en sus ruinas para dar un solemne desmentido a la reacción triunfante; que salva, con su desastre, el honor y el porvenir de Francia y demuestra a la humanidad que si bien la vida, la inteligencia y la fuerza moral se han retirado de las clases superiores, se conservaron enérgicas y llenas de porvenir en el proletariado; París, que inaugura la era nueva, la de la emancipación definitiva y completa de las masas populares y de su real solidaridad a través y a pesar de las fronteras de los Estados; París, que mata la propiedad y funda sobre sus ruinas la religión de la humanidad; París, que se proclama humanitario y ateo y reemplaza las funciones divinas por las grandes realidades de la vida social y la fe por la ciencia; las mentiras y las iniquidades de la moral religiosa, política y jurídica por los principios de la libertad, de la justicia, de la igualdad y de la fraternidad, fundamentos eternos de toda moral humana; París heroico y racional confirmando con su caída el inevitable destino de la humanidad, transmitiéndolo mucho más enérgico y viviente a las generaciones venideras; París, inundado en la sangre de sus hijos más generosos. París, representación de la humanidad crucificada por la reacción internacional bajo la inspiración inmediata de todas las iglesias cristianas y del gran sacerdote de la iniquidad, el Papa. Pero la próxima revolución internacional y solidaria de los pueblos será la resurrección de París.
Tal es el verdadero sentido y tales las consecuencias bienhechoras e inmensas de los dos meses memorables de la existencia y de la caída imperecedera de la Comuna de París.





La Comuna de París ha durado demasiado poco tiempo y ha sido demasiado obstaculizada en su desenvolvimiento interior por la lucha mortal que debió sostener contra la reacción de Versalles, para que haya podido, no digo aplicar, sino elaborar teóricamente su programa socialista. Por lo demás, es preciso reconocerlo, la mayoría de los miembros de la Comuna no eran socialistas propiamente y, si se mostraron tales, es que fueron arrastrados invisiblemente por la fuerza irresistible de las cosas, por la naturaleza de su ambiente, por las necesidades de su posición y no por su convicción íntima. Los socialistas, a la cabeza de los cuales se coloca naturalmente nuestro amigo Varlin, no formaban en la Comuna más que una minoría ínfima; a lo sumo no eran más que unos catorce o quince miembros. El resto estaba compuesto por jacobinos. Pero entendámonos, hay jacobinos y jacobinos. Existen los jacobinos abogados y doctrinarios, como el señor Gambetta, cuyo republicanismo positivista, presuntuoso, despótico y formalista, habiendo repudiado la antigua fe revolucionaria y no habiendo conservado del jacobinismo más que el culto de la unidad y de la autoridad, entregó la Francia popular a los prusianos y más tarde a la reacción interior; y existen los jacobinos francamente revolucionarios, los héroes, los últimos representantes sinceros de la fe democrática de 1793, capaces de sacrificar su unidad y su autoridad bien amadas, a las necesidades de la revolución, ante todo; y como no hay revolución sin masas populares, y como esas masas tienen eminentemente hoy el instinto socialista y no pueden ya hacer otra revolución que una revolución económica y social, los jacobinos de buena fe, dejándose arrastrar más y más por la lógica del movimiento revolucionario, acabaron convirtiéndose en socialistas a su pesar.
Tal fue precisamente la situación de los jacobinos que formaron parte de la Comuna de París. Delescluze y muchos otros firmaron proclamas y programas cuyo espíritu general y cuyas promesas eran positivamente socialistas. Pero como a pesar de toda su buena fe y de toda su buena voluntad no eran más que individuos arrastrados al campo socialista por la fuerza de las circunstancias, como no tuvieron tiempo ni capacidad para vencer y suprimir en ellos el cúmulo de prejuicios burgueses que estaban en contradicción con el socialismo, hubieron de paralizarse y no pudieron salir de las generalidades, ni tomar medidas decisivas que hubiesen roto para siempre todas sus relaciones con el mundo burgués.





Fue una gran desgracia para la Comuna y para ellos; fueron paralizados y paralizaron la Comuna; pero no se les puede reprochar como una falta. Los hombres no se transforman de un día a otro y no cambian de naturaleza ni de hábitos a voluntad. Han probado su sinceridad haciéndose matar por la Comuna. ¿Quién se atreverá a pedirles más?
Son tanto más excusables cuanto que el pueblo de París mismo, bajo la influencia del cual han pensado y obrado, era mucho más socialista por instinto que por idea o convicción reflexiva. Todas sus aspiraciones son en el más alto grado y exclusivamente socialistas; pero sus ideas o más bien sus representaciones tradicionales están todavía bien lejos de haber llegado a esta altura. Hay todavía muchos prejuicios jacobinos, muchas imaginaciones dictatoriales y gubernamentales en el proletariado de las grandes ciudades de Francia y aun en el de París. El culto a la autoridad religiosa, esa fuente histórica de todas las desgracias, de todas las depravaciones y de todas las servidumbres populares no ha sido desarraigado aún completamente de su seno. Esto es tan cierto que hasta los hijos más inteligentes del pueblo, los socialistas más convencidos, no llegaron aún a libertarse de una manera completa de ella. Mirad su conciencia
y encontraréis al jacobino, al gubernamentalista, rechazado hacia algún rincón
muy oscuro y vuelto muy modesto, es verdad, pero no enteramente muerto.
Por otra parte, la situación del pequeño número de los socialistas convencidos que han constituido parte de la Comuna era excesivamente difícil. No sintiéndose suficientemente sostenidos por la gran masa de la población parisiense, influenciando apenas sobre unos millares de individuos, la organización de la Asociación Internacional, por lo demás muy imperfecta, han debido sostener una lucha diaria contra la mayoría jacobina. ¡Y en med io de qué circunstancias! Les ha sido necesario dar trabajo y pan a algunos centenares de millares de obreros, organizarlos y armarlos combatiendo al mismo tiempo las maquinaciones reaccionarias en una ciudad inmensa como París, asediada, amenazada por el hambre, y entregada a todas las sucias empresas de la reacción que había podido establecerse y que se mantenía en Versalles, con el permiso y por la gracia de los prusianos. Les ha sido necesario oponer un gobierno y un ejército revolucionarios al gobierno y al ejército de Versalles, es decir, que para combatir la reacción monárquica y clerical, han debido, olvidando y sacrificando ellos mismos las primeras condiciones del socialismo revolucionario, organizarse en reacción jacobina.





¿No es natural que en medio de circunstancias semejantes, los jacobinos, que eran los más fuertes, puesto que constituían la mayoría en la Comuna y que además poseían en un grado infinitamente superior el instinto político, la tradición y la práctica de la organización gubernamental, hayan tenido inmensas ventajas sobre los socialistas? De lo que hay que asombrarse es de que no se hayan aprovechado mucho más de lo que lo hicieron, de que no hayan dado a la sublevación de París un carácter exclusivamente jacobino y de que se hayan dejado arrastrar, al contrario, a una revolución social.
Sé que muchos socialistas, muy consecuentes en su teoría, reprochan a nuestros amigos de París el no haberse mostrado suficientemente socialistas en su práctica revolucionaria, mientras que todos los ladrones de la prensa burguesa los acusan, al contrario, de no haber seguido más que demasiado fielmente el programa del socialismo. Dejemos por el momento a un lado a los innobles denunciadores de esa prensa, y observemos que los severos teóricos de la emancipación del proletariado son injustos hacia nuestros hermanos de París porque, entre las teorías más justas y su práctica, hay una distancia inmensa que no se franquea en algunos días. El que ha tenido la dicha de conocer a Varlin, por ejemplo, para no nombrar sino a aquel cuya muerte es cierta, sabe cómo han sido apasionadas, reflexivas y profundas en él y en sus amigos las convicciones socialistas. Eran hombres cuyo celo ardiente, cuya abnegación y buena fe no han podido ser nunca puestas en duda por nadie de los que se les hayan acercado. Pero precisamente porque eran hombres de buena fe, estaban llenos de desconfianza en sí mismos al tener que poner en práctica la obra inmensa a que habían dedicado su pensamiento y su vida. Tenían por lo demás la convicción de que en la revolución social, diametralmente opuesta a la revolución política, la acción de los individuos es casi nula y, por el contrario, la acción espontánea de las masas lo es todo. Todo lo que los individuos pueden hacer es elaborar, aclarar y propagar las ideas que corresponden al instinto popular y además contribuir con sus esfuerzos incesantes a la organización revolucionaria del potencial natural de las masas, pero nada más, siendo el pueblo trabajador al que corresponde hacerlo todo. Ya que actuando de otro modo se llegaría a la dictadura política, es decir, a la reconstitución del Estado, de los privilegios, de las desigualdades, llegándose al restablecimiento de la esclavitud política, social, económica de las masas populares.





Varlin y sus amigos, como todos los socialistas sinceros, y en general como todos los trabajadores nacidos y educados en el pueblo, compartían en el más alto grado esa prevención perfectamente legítima contra la iniciativa continua de los mismos individuos, contra la dominación ejercida por las individualidades superiores; y como ante todo eran justos, dirigían también esa prevención, esa desconfianza, contra sí mismos más que contra todas las otras personas. Contrariamente a ese pensamiento de los comunistas autoritarios, según mi opinión, completamente erróneo, de que una revolución social puede ser decretada y organizada sea por una dictadura, sea por una asamblea constituyente salida de una revolución política, nuestros amigos, los socialistas de París, han pensado que no podía ser hecha y llevada a su pleno desenvolvimiento más que por la acción espontánea y continua de las masas, de los grupos y de las asociaciones populares.
Nuestros amigos de París han tenido mil veces razón. Porque, en efecto, por general que sea, ¿cuál es la cabeza, o si se quiere hablar de una dictadura colectiva, aunque estuviese formada por varios centenares de individuos dotados de facultades superiores, cuáles son los cerebros capaces de abarcar la infinita multiplicidad y diversidad de los intereses reales, de las aspiraciones, de las voluntades, de las necesidades cuya suma constituye la voluntad colectiva de un pueblo, y capaces de inventar una organización social susceptible de satisfacer a todo el mundo? Esa organización no será nunca más que un lecho de Procusto sobre el cual, la violencia más o menos marcada del Estado forzará a la desgraciada sociedad a extenderse. Esto es lo que sucedió siempre hasta ahora, y es precisamente a este sistema antiguo de la organización por la fuerza a lo que la revolución social debe poner un término, dando a las masas su plena libertad, a los grupos, a las comunas, a las asociaciones, a los individuos mismos, y destruyendo de una vez por todas la causa histórica de todas las violencias, el poder y la existencia misma del Estado, que debe arrastrar en su caída todas las iniquidades del derecho jurídico con todas las mentiras de los cultos diversos, pues ese derecho y esos cultos no han sido nunca nada más que la consagración obligada, tanto ideal como real, de todas las violencias representadas, garantizadas y privilegiadas por el Estado.




Es evidente que la libertad no será dada al género humano, y que los intereses reales de la sociedad, de todos los grupos, de todas las organizaciones locales así como de todos los individuos que la forman, no podrán encontrar satisfacción real más que cuando no haya Estados. Es evidente que todos los intereses llamados generales de la sociedad, que el Estado pretende representar y que en realidad no son otra cosa que la negación general y consciente de los intereses positivos de las regiones, de las comunas, de las asociaciones y del mayor número de individuos a él sometidos, constituyen una ficción, una obstrucción, una mentira, y que el Estado es como una carnicería y como un inmenso cementerio donde, a su sombra, acuden generosa y beatamente, a dejarse inmolar y enterrar, todas las aspiraciones reales, todas las fuerzas vivas de un país; y como ninguna abstracción existe por sí misma, ya que no tiene  ni piernas para caminar, ni brazos para crear, ni estómago para digerir esa masa  de víctimas que se le da para devorar, es claro que también la abstracción religiosa o celeste de Dios representa en realidad los intereses positivos, reales, de una casta privilegiada: el clero, y su complemento terrestre, la abstracción política, el Estado, representa los intereses no menos positivos y reales de la clase explotadora que tiende a englobar todas las demás: la burguesía. Y como el clero está siempre dividido y hoy tiende a dividirse todavía más en una minoría muy poderosa y muy rica, y una mayoría muy subordinada y hasta cierto punto miserable. Por su parte, la burguesía y sus diversas organizaciones políticas y sociales, en la industria, en la agricultura, en la banca y en el comercio, al igual que en todos los órganos administrativos, financieros, judiciales, universitarios, policiales y militares del Estado, tiende a escindirse cada día más en una oligarquía realmente dominadora y en una masa innumerable de seres más o menos vanidosos y más o menos decaídos que viven en una perpetua ilusión, rechazados inevitablemente y empujados, cada vez más, hacia el proletariado por una fuerza irresistible: la del desenvolvimiento económico actual, quedando reducidos a servir de instrumentos ciegos de esa oligarquía omnipotente.





La abolición de la Iglesia y del Estado debe ser la condición primaria e indispensable de la liberación real de la sociedad; después de eso, ella sola puede y debe organizarse de otro modo, pero no de arriba a abajo y según un plan ideal, soñado por algunos sabios, o bien a golpes de decretos lanzados por alguna fuerza dictatorial o hasta por una asamblea nacional elegida por el sufragio universal. Tal sistema, como lo he dicho ya, llevaría inevitablemente a la creación de un nuevo Estado, y, por consiguiente, a la formación de una aristocracia gubernamental, es decir, de una clase entera de gentes que no tienen nada en común con la masa del pueblo y, ciertamente, esa clase volvería a explotar y a someter bajo el pretexto de la felicidad común, o para salvar al Estado. 
La futura organización social debe ser estructurada solamente de abajo a arriba, por la libre asociación y federación de los trabajadores, en las asociaciones primero, después en las comunas, en las regiones, en las naciones y finalmente en una gran federación internacional y universal. Es únicamente entonces cuando se realizará el orden verdadero y vivificador de la libertad y de la dicha general, ese orden que, lejos de renegar, afirma y pone de acuerdo los intereses de los trabajadores y los de la sociedad.
Se dice que el acuerdo y la solidaridad universal de los individuos y de la sociedad no podrá realizarse nunca porque esos intereses, siendo contradictorios, no están en condición de contrapesarse ellos mismos o bien de llegar a un acuerdo cualquiera. A una objeción semejante responderé que si hasta el presente los intereses no han estado nunca ni en ninguna parte en acuerdo mutuo, ello tuvo su causa en el Estado, que sacrificó los intereses de la mayoría en beneficio de una minoría privilegiada. He ahí por qué esa famosa incompatibilidad y esa lucha de intereses personales con los de la sociedad, no es más que otro engaño y una mentira política, nacida de la mentira teológica que imaginó la doctrina del pecado original para deshonrar al hombre y destruir en él la conciencia de su propio valor. Esa misma idea falsa del antagonismo de los intereses fue creada también por los sueños de la metafísica que, como se sabe, es próxima pariente de la teología. Desconociendo la sociabilidad de la naturaleza humana, la metafísica consideraba la sociedad como un agregado mecánico y puramente artificial de individuos asociados repentinamente en nombre de un tratado cualquiera, formal o secreto, concluido libremente, o bien bajo la influencia de una fuerza superior. Antes de unirse en sociedad, esos individuos, dotados de una especie de alma inmortal, gozaban de una absoluta libertad.




Pero si los metafísicos, sobre todo los que creen en la inmortalidad del alma, afirman que los hombres fuera de la sociedad son seres libres, nosotros llegamos entonces inevitablemente a una conclusión: que los hombres no pueden unirse en sociedad más que a condición de renegar de su libertad, de su independencia natural y de sacrificar sus intereses, personales primero y grupales después. Tal renunciamiento y tal sacrificio de sí mismos debe ser por eso tanto más imperioso cuanto que la sociedad es más numerosa y su organización más compleja. En tal caso, el Estado es la expresión de todos los sacrificios individuales. Existiendo bajo una semejante forma abstracta, y al mismo tiempo violenta, continúa perjudicando más y más la libertad individual en nombre de esa mentira que se llama felicidad pública, aunque es evidente que esta no representa más que los intereses de la clase dominante. El Estado, de ese modo, se nos aparece como una negación inevitable y como una aniquilación de toda libertad, de todo interés individual y general.
El punto de ruptura fué sin duda el tema del Estado. Para los anarquistas: "Lo primero a mencionar, es que para los anarquistas el Estado es la organización del poder de la clase dominante. Una maquinaria al servicio de sus intereses, administrada por una casta de especialistas que, asentados en el desarrollo de la división social del trabajo, gobiernan, pero no siempre dominan. Por otro lado, al ser una entidad históricamente creada está sujeta a transformaciones y, eventualmente, a desaparecer. Hasta acá pareciera que no hay mayores diferencias ni si quiera con el marxismo. Se podrían sentar una infinidad de pasajes que corroboraran esto, sin embargo, hay un punto que suele escapar a la lectura apresurada. Y es que, para el anarquismo, el Estado no es sólo una maquinaria, un instrumento sino un principio de organización, es decir, una forma determinada de organizar el poder de una sociedad. En palabras de Eduardo Colombo “el Estado es, fundamentalmente, un paradigma de estructuración jerárquica de la sociedad” y se le debe pesar, antes de todo, como una relación social, no como una cosa que llega y se ocupa para ejercer la fuerza, sino que, antes que fuerza, el Estado es una forma determinada de organizarla, una que la vuelve autónoma de los productores directos y que tiende a ponerse sobre ellos. De ahí las conocidas palabras de Bakunin que aluden a una idea materialista del poder organizado de forma estatal: “Tómese al revolucionario más radical y colóquesele en el trono de todas las Rusias, o désele el poder dictatorial con el que sueñan tantos de nuestros jóvenes revolucionarios, y en un año se convertirá en alguien peor que el propio emperador”. En esta misma linea, P. Ansard, hace una sintética analogía, cuando dice que “lo político [entendido como poder político] es, con respecto a la vida social, lo que el capital respecto del trabajo: una alienación de la fuerza colectiva”. En otras palabras el Estado no puede ser entendido sino como  otro aspecto del mismo proceso alienante de la fuerza humana creadora, propia de todo grupo humano que, en tanto que humano, es creador de su propio espacio histórico. El capital y el Estado son momentos aparentemente separados de un único momento. Aún así, contra todo análisis simplista que suele ver a todos los gatos pardos, el capital tanto como el Estado, son formas complementarias pero no reductibles la una a la otra, y que hoy constituyen la realidad del capitalismo reinante. Así, el anarquismo entiende que “el poder político y la riqueza son inseparables”, pero también irreductibles. Por lo tanto, no existe la concepción mecánica y causal de que al eliminar la propiedad privada el Estado se extingue pos sí sólo, sino que, a la luz de todas las experiencias históricas, el Estado demostró ser un problema determinado a resolver en el proceso revolucionario y que no puede dejarse a la suerte del las “puras” relaciones de propiedad. De ahí que, para Bakunin y demás anarquistas, el problema de la revolución no puede ser resuelto sin resolver de forma simultánea estos dos asuntos, ya que se vuelve inevitable  su íntima vinculación dialéctica.




Para los partidarios de Marx: "1. Remontándonos al principio hay que recordar que Marx fue un critico de Hegel y con su critica de la filosofía del derecho hegeliano replantea desde un punto epistemológico y metódico el tema del Estado en donde tacha esa manera no sólo metafísica [cabe recordar que Hegel no desarrolla su concepción del Estado de acuerdo con el objeto sino al contrario, desarrolla al objeto partiendo del pensamiento terminado en si] sino a la manera terriblemente "acrítica" en donde Hegel acepta los acontecimientos tal como son por creer en la determinación o mejor dicho, en el desarrollo del espíritu; en contraste con el profundo espíritu revolucionario de Marx. Además de considerar que la filosofía alemana no es mas que el reflejo o el "análisis filosófico" de la burguesía, cosa que todavía no se vivía en Alemania. 
2. Detrás de todas esas ideas de democracia, de soberanía, de clases sociales, etc., está su actitud radical en contra del capitalismo; Marx lo ve como un generador de verdaderas calamidades: el Estado capitalista como una maquina para la represión de una clase por otra; como el lugar en donde la lucha por el poder [económico sobre todo] lleva a la explotación de unos hombres por otros; la diferencia de clases trae como consecuencia la división del trabajo, en intelectual y manual [cosa que esclaviza a los hombres a una sola actividad, por consiguiente no pueden desarrollarse plenamente], entonces, los artículos que produce la clase oprimida [en este caso los obreros] son considerados como mera mercancía, además de que el único vinculo que los mantiene unidos en una sociedad es el interés privado, la conservación de su propiedad y de su persona egoísta. 
Y 3. Se analiza también la situación de Alemania, que todavía era feudal; Marx de ninguna manera acepta esa idea de nobleza y de realeza que se había venido dando; nadie, según Marx, nace destinado a cierta actividad, para ser soberano o esclavo, se burla ciertamente de la idea de las castas, es decir, creer que porque eres descendiente de tal ilustre persona tú eres igual, se entendería esto como una cuestión de zoología, (porque te estás determinando por tu cuerpo no por tu intelecto). 
Por lo que corresponde a la segunda cuestión, la propuesta central de Marx es la extinción del Estado [visto a la manera burguesa] y no es que sea un anarquista propiamente dicho, que niegue al gobierno solo por negarlo: al hablar de una "extinción del Estado", se refiere propiamente a que al llegar a la realización de una verdadera comunidad humana, libre de las diferencias de clases, ya no es necesario seguir sosteniendo toda esa estructura de poder que "legitimaba" los abusos de los poseedores y que además servia para regular las relaciones entre opresores y oprimidos. La abolición no es mas que una consecuencia natural de esta superación del egoísmo humano y su pasión por el poder, que no son otra cosa que las bases mismas del capitalismo.





 Notas. 
(1) Frederica Montseny: La Comuna de París y la revolución española,
(2) No pretendemos establecer una bibliografía, ni siquiera aproximada de la Comuna de París, sino ofrecer al lector interesado una selección de aquellos libros que puedan ser calificados de muy representativos. Por lo que respecta a los autores socialistas:
* Karl Marx: “La Guerra Civil en Francia”
*V.I.Lenin: “El Estado y la revolución”
*M. Bakunin: “La Comuna de París y la noción del Estado”
*P. Koprotkin: “Palabras de un rebelde”
En cuanto a estudios más académicos:
*M. Dommanget: “La Commune et les comunards”
*G. Lefevbre: “La proclamación de la Comuna”

(3) Entre las versiones legadas por testigos presenciales de la Comuna' y que por supuesto han
de ser leídas con cierta precaución destacaríamos:
*Louise Michel: “La Commune"
*P. O.Lissagaray: Historia de la Comuna
*J.Vallés: “El Insurrecto” –novela-
*E. Varlín: “Práctica militante y recuerdos de un obrero comunero».

(4) La Asociación Nacional de Trabajadores, en realidad no pasó de ser un tímido intento
claramente reformista, de desbancar a los dirigentes anarquistas del seno de la Sección

Española de la A.l.T.. Curiosamente, uno de los más grandes pensadores libertarios F. Males, fue el único que afirmó una cierta coherencia entre la FTRE y la ANT. Ésta última llegó a publicar en Barcelona un peródico obrerista “El Nivel” en el que colaboraron además de Luis Carreras, R. Castaña y P. Ripoll.

Como siempre deseo que os sea útil e interesante. En próximas entradas hablaremos de tres grandes personajes que intervinieron en los hechos de París: Louise Michel, Jules Vallés y Eugene Varlin, que podéis ver aquí:




http://terraxaman.blogspot.com.es/2013/10/heroes-de-la-comuna-de-paris-louise.html