dissabte, de gener 02, 2010

CAMILLE FLAMMARION: "DIOS EN LA NATURALEZA".

Dios en la Naturaleza.Fragmentos.




Camille Flammarion (Montigny-le-Roi, 1842 - Juvisy-sur-Orge, 1925) Astrónomo francés. Autor de diversas obras, desde 1883 dirigió el Observatorio de Juvisy, fundado por él mismo, desde el que efectuó numerosas investigaciones sobre astronomía, meteorología y climatología. Fundó la revista mensual L´Astronomie en 1882 y la Sociedad Astronómica de Francia, de la que fue presidente hasta su muerte. El reconocimiento de Flammarion se debe a que fue el primer divulgador serio de la astronomía -y uno de los autores más traducidos-, ciencia que puso al alcance de los aficionados.
Destinado a la carrera eclesiástica, Flammarion cursó estudios de teología en el seminario de la ciudad de Langres, actividad que tuvo que abandonar por algún tiempo debido a diversos reveses económicos de su familia, tras de lo cual entró como aprendiz en un taller de grabado. Después de reanudar sus estudios, Flammarion los dejó por completo para dedicarse a su gran pasión, la astronomía, que estudiaba como aficionado desde que era niño.




En 1858, con dieciséis años de edad, Flammarion fue admitido en el Observatorio de París, donde trabajó en la Oficina de Longitudes durante cuatro años, hasta la publicación en 1862 de su primera obra de carácter divulgativo, La pluralité des mondes habités, que colocó al joven científico entre los primeros puestos de divulgadores científicos del país y le reportó una fama impresionante. Dos años más tarde, Flammarion pasó a dirigir la prestigiosa revista astronómica Cosmos y se hizo cargo del departamento científico de Siécle, en la cuan inauguró un curso de astronomía dirigido a los lectores no especializados que desde el primer momento tuvo un éxito inesperado.
Gracias a la fama y el prestigio alcanzados, Flammarion pudo abandonar sus empleos oficiales para dedicarse por su cuenta a la investigación astronómica. A partir de 1868 llevó a cabo varias ascensiones en globo con el objeto de estudiar el estado higrométrico y la dirección de las corrientes en la atmósfera. Un año antes había publicado una de sus obras más famosas, Histoire du ciel, en la que hizo una magnífica descripción novelada histórico-filosófica del cielo estrellado. La popularidad y el desahogo económico proporcionado por los trabajos y libros publicados le permitieron establecer su propio laboratorio y trabajar con mayor libertad, presciendiendo de organismos oficiales.






Tras dar a la imprenta un ingente número de obras y ensayos científicos, como Catalogue des étoiles doubles et multiples en mouvement relatif certain, de 1878, dos años más tarde publicó la que, sin duda alguna, sería su obra más conocida, de la que se llegaron a vender cien mil ejemplares, algo impresionante para la época, Astronomie Populaire, libro que fue premiado por la Academia Francesa de las Ciencias.
Además de proseguir con su infatigable labor como divulgador científico escribiendo libro tras libro, en 1882 Flammarion fundó la revista mensual L'Astronomie, desde la cual no dejó de escribir enjundiosos artículos y reseñas. Buscando una mayor tranquilidad y espacio para sus investigaciones, al año siguiente se trasladó a la ciudad de Juvisy, próxima a París, donde instaló su ya famoso observatorio particular.







En Juvisy, la popularidad de Flammarion alcanzó cotas enormes, si bien no abandonó nunca su estilo divulgativo en sus obras que, además, tenían un alto nivel científico y de erudición, y originalidad en sus temas: el estudio de las estrellas múltiples y dobles, a las que clasificó en once mil grupos diferentes; investigaciones sobre topografía y morfogénesis de Marte y la Luna; sobre las manchas del Sol; sobre el movimiento de las estrellas y su distancia; sobre las variaciones de la eclíptica; sobre la existencia de un planeta trasneptuniano; y un largo etc. A todo esto se añade la calidad literaria de sus obras, que explica en gran manera el éxito que tuvo y la facilidad para interesar a los profanos.
A medida que profundizaba en sus estudios astronómicos sus creencias religiosas se fueron relajando, a lo cual contribuyó también la aparición en escena de Allan Kardec y sus obras. 


Sesión espiritista en casa de Flammarion


Flammarion se convirtió en uno de los mayores entusiastas del espiritismo, aunque ni su labor científica ni el enfoque de sus publicaciones resultaron afectados por éste. Miembro de infinidad de sociedades científicas francesas y extranjeras, los últimos años de su vida los dedicó casi por completo al estudio sobre el planeta Marte; fue uno de los primeros en creer en la posibilidad de habitar el planeta rojo.





La muerte le sorprendió en medio de los preparativos y selección de un considerable material que tenía previsto publicar sobre Marte, labor que se encargó de continuar su segunda esposa, la también astrónoma Gabriella Flammarion, quien asumió la dirección del observatorio, la presidencia de la Sociedad y de la revista fundada por su marido.
De la impresionante producción científica de Flammarion, cabe destacar una pequeña parte, casi todas ellas traducidas al español: Etudes et lectures sur L´Astronomie (1867-1880), Voyages en ballon (1870), Lumen (1872), Petit Astronomie descriptive (1877), Les étoiles et les curiosités du ciel (1881), Le planéte Mars et ses conditions d´habitabilité (1893), y, por último, Astronomie des dames (1903). Tras su muerte, todo el conjunto de sus obras y artículos fueron recogidos por la Academia de Ciencias de París bajo el título de Comptes Rendus.


(Tomado de: http://www.biografiasyvidas.com/biografia/f/flammarion.htm)

La obra "Dios en la Naturaleza" os la podéis bajar aquí:





http://www.linksole.com/s0mtfb










"Una tarde de verano había yo abandonado las floridas vertientes de Sainte-Adresse, deliciosa aldea marítima, suspendida como una hamaca entre dos colinas, para trepar por el Occidente a las alturas del cabo de la Héve. 



Cuando uno contempla estas alturas desde el fondo de la acantilada costa, parece que ve colosos de piedras enrojecidas por el sol, gigantes inmóviles que asisten, testigos petrificados, a los formidables movimientos del mar, que sienten morir a sus pies. Solamente estas masas enormes, inaccesibles desde la ribera, parecen dignas de dominar el gran espectáculo. A su lado, como en presencia del mar, encuéntrase el hombre tan pequeño, que muy luego acaba por perder de vista su existencia, y por sentirse reunido a la vida confusa que se cierne sobre el ruido de las olas.





Había yo subido progresivamente hasta la meseta superior en donde se hacen las señales para anunciar a los buques lejanos el movimiento horario de las olas sobre la costa, y en donde se enciende el faro a la entrada de la noche, como una estrella permanente sobre la oscura inmensidad. El astro glorioso del día hallábase aún suspendido rojizo, sobre nubes de púrpura, no obstante, haberse puesto para Le Havre, situado detrás de mí, y para las playas bajas que rodean la desembocadura del Sena en el mar. Por encima, el cielo azul me coronaba con su pureza. Por abajo, los matorrales poblados de saltadores insectos embalsamaban el aire con sus perfumes. 





Fui hasta el borde escarpado, en cuyo fondo se abren los abismos. Desde el borde de ese cabo vertical la mirada domina la inmensidad de los mares que se extienden a la izquierda, de Sudeste a Noroeste; y si desciende perpendicularmente a sus pies, se pierde en la profundidad de las verdes escarpaduras, de las rocas y de las malezas, rudo tapiz extendido a trescientos pies por debajo de esta muralla. El mugido de las olas apenas sube hasta allí, y el oído percibe solamente un ruido uniforme, cuya murmurante intensidad mece el viento.
Este canto lejano del mar es un verdadero silencio.







La naturaleza parecía atenta al último adiós que el príncipe de la luz daba al mundo antes de descender de su trono, y de desaparecer bajo el líquido horizonte. Tranquila y recogida, asistía a la oración universal de los seres, que entonaban su santa plegaria de reconocimiento al recibir la postrera mirada del buen sol; todos, desde la solitaria medusa, desde la estrella de mar con sus bordados de púrpura hasta las ruidosas cigarras, hasta el nevado alción, todos le daban gracias piadosamente. 



Y era como un incienso que se elevaba de las olas y de la montaña: y parecía que los mugidos templados de la ribera, que la brisa que soplaba del continente, que la atmósfera embalsamada, que la luz palideciendo en la serenidad del azul del cielo, que el temple de los ardores del día, que todas las cosas en este sitio tenían conciencia de su existencia, y participaban con amor de esta universal adoración.






A este holocausto de la tierra se unían en mi pensamiento las atracciones de los mundos entre si, no solamente las que acercan y alejan a su vez nuestro globo del foco solar, sino también las simpatías de todas las estrellas gravitando la inmensidad de los cielos. Por encima de mi cabeza se desplegaban las sublimes armonías y las gigantescas traslaciones de los cuerpos celestes. La tierra se convertía en un átomo flotando en el infinito. Pero desde este átomo a todos los soles del espacio, a aquellos cuya luz emplea millones de años en llegar hasta nosotros, a los que existen desconocidos, más allá de la visibilidad humana, yo sentía que existía un lazo invisible reuniendo en la unidad de una sola creación todos los universos y todas las almas. Y la plegaria inmensa del cielo inconmensurable tenía su eco, su estrofa, su representación visible en la de la vida terrestre que vibraba a mi alrededor, en el ruido del mar, en los perfumes de la orilla, en la nota postrera del pájaro de los bosques, en la confusa melodía de los insectos, en el conjunto conmovedor de aquella escena, y sobre todo en la admirable iluminación de aquel crepúsculo.





Yo contemplaba... Pero era tan pequeño en medio de aquella acción de gracias, que me oprimía la grandiosidad del espectáculo. Sentí desvanecerse mi personalidad ante la inmensidad de la naturaleza. Muy luego me pareció que no podía hablar ni pensar. El vasto mar huía hacia el infinito. Yo había dejado de existir y mis ojos se cubrieron de un velo. Y como mis mejillas estaban inundadas de lágrimas sin que supiese yo por qué lloraba, me sentí hincado de rodillas delante del cielo, prosternado y confundida la cabeza entre las hierbas. El mar huía hacia el infinito: y los seres continuaban su plegaria.
Y el Sol, fuente de esta luz y de esta vida, miró por última vez por encima del horizonte de los mares. Y cuando hubo recibido el homenaje de todos los seres, que ninguno de ellos había pensado rehusar, pareció satisfecho de aquel día y descendió gloriosamente hacia el hemisferio de otros pueblos.
Reinó entonces un gran silencio en la naturaleza. Nubes de púrpura y oro volaron hacia el lecho real, ocultaron sus últimos rojizos resplandores. El crepúsculo descendía de los cielos. Calmáronse las olas porque había cesado el viento que las empujaba hacia la playa. Durmiéronse los pequeños seres alados. Y el lucero precursor de la noche se encendió en el éter.





“¡Oh misterioso Desconocido! -exclamé-: ¡Ser grande! ¡Ser inmenso!, ¿qué somos nosotros? ¡Supremo autor de la armonía!, ¿quién eres tú, sí tu obra es tan grande? ¡Pobres mitas humanas que creen conocerte! ¡Oh, Dios! ¡Átomos, nadas! ¡Cuán pequeños somos! ¡Cuán pequeños somos!
“¡Cuán grande eres tú! ¿Quién, pues, se atrevió a nombrarte por la vez primera? ¡ Quién fue el orgulloso insensato que por la primera vez pretendió definirte! ¡Oh, Dios! ¡Oh, mi Dios! ¡Todo poder y todo ternura! ¡Inmensidad sublime e incognoscible!
“¿Y qué nombre dar a los que os han negado, a los que no creen en vos, a los que viven fuera de nuestro pensamiento, a los que nunca han sentido vuestra presencia; oh, Padre de la naturaleza!
“¡Oh! ¡Te amo!, ¡te amo! Causa soberana y desconocida. Ser que no puede nombrar ninguna palabra humana, yo os amo, ¡oh divino Principio! Pero soy tan pequeño que no sé si me escuchareis.







Al precipitarse estos pensamientos fuera de mi alma para unirse a la afirmación grandiosa de la naturaleza entera, las nubes se alejaron del Poniente, y la irradiación de oro de las regiones iluminadas inundó la montaña.
“¡Si! ¡Tú me oyes, oh Creador! ¡Tú que das a la florecilla de los campos su belleza y su perfume! La voz del Océano no cubre la mía, y mi pensamiento sube hasta ti, ¡oh Dios mío! con la oración de todos”.





“Así como el naturalista, el botánico, el geómetra, el agrimensor, el artista o el poeta, después de haber examinado los pormenores de un paisaje y subido la colina cuya vertiente domina los sitios estudiados, se vuelve para contemplar de una sola mirada el conjunto de aquel paisaje y abarcar en su extensión la distribución general, el plan y la belleza del panorama; del mismo modo, después de los estudios particulares sobre las leyes de la materia y sobre las de la vida, bueno es volverse y admirar con calma. La mirada del alma gusta bañarse en la irradiación celeste de que está inundada la naturaleza. 




Aquí no es ya la discusión, sino la contemplación recogida de la luz y de la vida que resplandecen en la atmósfera, brillan en el esplendor de las flores, cambian en sus matices, circulan bajo el follaje de los bosques, y con un beso universal abrazan los seres innumerables que se agitan en el regazo de la naturaleza. Después del poder, después de la sabiduría, después del espíritu, la bondad inefable es la que se deja presentir; es la ternura universal de un ser siempre misterioso, haciendo sucederse en la superficie del mundo las formas innumerables de una vida que se perpetúa por el amor y que no se extingue nunca.





Apartada de las agitaciones de la sociedad humana, en el recogimiento de las profundas soledades, es donde únicamente le es permitido al alma contemplar de frente la gloria de lo invisible manifestada por lo visible. En esta entrevista de la presencia de Dios sobre la tierra, es donde se eleva el alma a la noción de lo verdadero. El lejano ruido del Océano, el paisaje solitario, las aguas que sonríen silenciosamente, las selvas que suspiran en congojosos ensueños, las orgullosas y vigilantes montañas, que todo lo miran desde arriba, son manifestaciones sensibles de la fuerza que vela en el fondo de las cosas. Yo me he entregado a veces a vuestra dulce contemplación, ¡oh vivientes esplendores de la naturaleza!, y siempre he sentido que una poesía inefable os cubría con sus caricias. 




Cuando mi alma se dejaba seducir por la magia de vuestra belleza, oía acordes desconocidos escaparse de vuestro concierto. ¡Sombras de la noche que flotáis en la vertiente de las montañas, perfumes que descendéis de los bosques, flores inclinadas que cerráis vuestros labios, sordos ruidos del Océano, cuya voz no se extingue jamás, calma profunda de las noches estrelladas! Vosotros me habéis hablado de Dios con una elocuencia más íntima y más irresistible que los libros de los hombres. En vosotros ha encontrado mi alma la ternura de una madre, y la cándida pureza de la inocencia; y cuando se ha dormido en vuestro regazo ha despertado llena de gozo y felicidad. ¡Coloraciones espléndidas de los crepúsculos! ¡Arrobamientos de las últimas claridades! ¡Recogimientos de las alamedas solitarias! ¡Vosotros guardáis para los que os aman deliciosos instantes de embriaguez! ¡Ábrese la azucena y bebe extasiada la luz descendida de los cielos! 




En estas horas de contemplación conviértese el alma en una flor que aspira con avidez la radiación celeste. Ya no es la atmósfera solamente una mezcla de gases, ya no son las plantas solamente agregaciones de átomos de carbono o de hidrógeno; los perfumes no son ya solamente moléculas impalpables que se esparcen por la noche para preservar las flores del frío; la brisa embalsamada ya no es sólo una corriente de aire; las nubes no son ya solamente un laboratorio de química o un gabinete de física: siéntese una ley soberana de armonía, de orden, de belleza, que gobierna la marcha simultánea de todas las cosas, que rodea hasta los seres más pequeños de una vigilancia instintiva, que guarda preciosamente el tesoro de la vida en toda su riqueza, que, por su eterno rejuvenecimiento, despliega con un poder inmutable la fecundidad creada. 



En esta naturaleza toda, hay una especie de belleza universal que se respira, y que el alma se identifica, como si esta belleza enteramente ideal perteneciese únicamente al dominio de la inteligencia. ¡Lucero precursor de la noche! ¡Carro del septentrión! ¡Magnificencias consteladas! ¿Perspectivas misteriosas del insondable abismo! ¿Cuál es la vista instruida de vuestras riquezas que podría miraros con indiferencia? ¡Cuántas miradas pensativas se han perdido en vuestros desiertos, oh soledades del espacio! ¡Cuántos pensamientos angustiados han viajado de una a otra isla de vuestro resplandeciente archipiélago! Y en las horas de ausencia y de acritudes melancólicas. ¡Cuántos párpados humedecidos se han posado sobre unos ojos fijos en una estrella preferida!





Es que la naturaleza tiene dulcísimas palabras en sus labios, tesoros de amor en sus miradas, sentimientos de exquisito afecto en su corazón: es que no consiste solamente en una organización corporal, sino también en su vida y en su alma. El que no ha visto sino su aspecto material no la conoce más que a medias.
Para nosotros, la naturaleza es un ser viviente y animado; es todavía más: una amiga; siempre presente, nos habla con sus colores, con sus formas, con sus sonidos, con sus movimientos; tiene sonrisas para todas nuestras alegrías, suspiros para todas nuestras tristezas, simpatías para todas nuestras aspiraciones. Hijo de la Tierra, nuestro organismo está en vibración con todos los movimientos que constituyen la vida de la naturaleza: él los comprende, los comparte y dejan en nuestro ser una resonancia profunda cuando el artificio no nos ha atrofiado. 





Hija del principio de la creación, nuestra alma encuentra lo infinito en la naturaleza. Para la ciencia espiritualista no hay ya, frente a frente, un mecanismo autómata y un Dios encerrado en su absoluta inmovilidad; Dios es el poder y el acto de la naturaleza; él vive en ella, y ella en él; el espíritu se hace presentir a través de las formas variantes de la materia. Sí; la naturaleza tiene armonías para el alma. Sí; ella tiene pinturas para el pensamiento. Sí, ella tiene bienes para las ambiciones del espíritu. Si, ella tiene ternuras para las aspiraciones del corazón. Porque no nos es extraña, no está separada de nosotros, sino que formamos uno con ella.





Pero la fuerza viviente de la naturaleza, esa vida mental que reside en ella, esa organización del destino de los seres, esa sabiduría y esa omnipotencia en el sostén de la creación, esa comunicación íntima de un espíritu universal entre todos los seres, ¿qué otra cosa es sino la revelación de la existencia de Dios? ¿Qué es sino la manifestación del pensamiento creador, eterno e inmenso? ¿Qué es la facultad electiva de las plantas, el instinto inexplicable de los animales, el genio del hombre? ¿Qué es el gobierno de la vida terrestre, su dirección alrededor del foco de su luz y su calor, las revoluciones celestes de los soles en el espacio, el movimiento universal de los mundos innumerables que gravitan juntos en el infinito, sino la demostración viviente e imperiosa de la voluntad inaccesible que tienen el mundo entero en su poder y todas nuestras oscuridades en su luz? ¿Qué es el aspecto espiritual de la naturaleza, sino la pálida irradiación de la belleza eterna? Esplendor desconocido que nuestros ojos desviados por las falsas claridades en las horas santas y benditas en que el Ser divino nos permite sentir su presencia.







Dios se nos aparece bajo la idea de un espíritu permanente que está en el fondo de las cosas. Ya no es el soberano gobernando de lo alto de los cielos, sino la ley invisible de los fenómenos. No habita un paraíso de ángeles y de elegidos, sino que la inmensidad infinita está ocupada por su presencia, ubicuidad inmóvil, toda entera en cada punto del espacio, toda entera en cada instante del tiempo, o por mejor decir, eternamente infinita, para la cual no existen ni el tiempo, ni el espacio, ni ningún orden de sucesión. El pasado y el porvenir existen para nosotros, seres cuya duración se mide, pero no existen para el Eterno. El espacio nos ofrece extensiones variadas, pero no las hay para el Infinito. Y éstas no son afirmaciones metafísicas cuya solidez pueda ponerse en duda: son deducciones inevitables, resultantes de los datos mismos de la ciencia sobre la relatividad de los movimientos y sobre la universalidad de las leyes.







El orden universal que reina en la naturaleza; la inteligencia revelada en la construcción de cada ser, la sabiduría esparcida sobre todo el conjunto como la luz de la aurora, y sobre todo la unidad del plan general, regida por la ley armoniosa de la incesante perfectibilidad, nos representan en adelante la omnipotencia divina como el sostén invisible de la naturaleza, como su ley organizadora, como la fuerza esencial, de la cual derivan todas las fuerzas físicas, y de la cual son éstas otras tantas manifestaciones particulares. Puédese, pues, considerar a Dios como un pensamiento inmanente, residiendo incontrastable en la esencia misma de las cosas, sosteniendo y organizando él mismo así las criaturas más humildes como los más vastos sistemas de soles; porque las leyes de la naturaleza ya no estarían fuera de este pensamiento; no serian sino su expresión eterna.





Esta convicción la hemos adquirido por el examen y el análisis de los fenómenos de la naturaleza. Para nosotros, Dios no está fuera del mundo, ni su personalidad se halla confundida en el orden físico de las cosas. Es el pensamiento incognoscible del cual las leyes que dirigen el mundo son una forma activa. Intentar definir este pensamiento y explicar su modo de acción, pretender discutir sus cualidades o investigar sus caracteres, ahondar el abismo del infinito con la esperanza de satisfacer nuestra avidez de conocer, sería, según nosotros, una empresa no solamente insensata, sino hasta ridícula. Semejante ensayo demostraría que el que lo emprende no ha comprendido la distinción esencial que separa lo infinito de lo finito. Entre estos dos términos hay una distancia sobre la cual no puede echarse ningún puente. Dios es por su misma naturaleza incognoscible e incomprensible para nosotros.







“…y la creación se nos ha presentado magníficamente completada por las leyes que aseguran su duración y su grandeza. Pero al mismo tiempo que la presencia de Dios se iba manifestando con mayor fuerza a nuestros ojos, el problema general del destino del mundo nos apareció más vasto y más asombroso, nuestra insignificancia comparativa se hizo patente, y de esta manera la marcha de nuestra discusión nos ha llevado naturalmente a la afirmación de la idea dominante de nuestro punto de partida; demostrar igualmente el error del ateísmo y de la superstición religiosa.

Este examen de la causalidad final ha tenido por epígrafe el título de la obra del gran físico y filósofo O’Ersted: El Espíritu en la Naturaleza.






La fuerza espiritual que vive en la esencia de las cosas y gobierna el universo en sus partes infinitesimales se ha revelado sucesivamente en el mundo sideral, en el mundo inorgánico, en el mundo de las plantas, en el mundo de los seres animados, en el mundo del pensamiento. Tenemos la esperanza de que el observador de buena fe, cuyo espíritu no esté dominado por ningún sistema, habrá visto claramente en esta exposición de los últimos resultados de la ciencia contemporánea, la afirmación incesante de la soberanía de la fuerza y de la pasividad de la materia. Tenemos la íntima convicción de que la idea de Dios se habrá presentado a sus ojos más grande y más pura que toda imagen simbólica y dogmática; y que la creación universal, hija misteriosa del mismo pensamiento, se le habrá presentado más inmensa y más hermosa. El universo se ha desarrollado en su realidad, de un solo plan, de una sola voluntad.



¡Ojalá que este cuadro de la vida eterna de la naturaleza en Dios, haya alejado de las almas los errores groseros que el materialismo siembra por todas partes, y afirmado nuestras inteligencias en el culto puro de la verdad! Penétrense nuestros espíritus cada vez más de lo Bello, manifestado en la naturaleza y santifíquense en lo Bueno, apreciando más completamente la unidad de la obra divina, formándose una idea más exacta de nuestro destino espiritual, reconociendo nuestro rango sobre la Tierra con relación al conjunto de los Mundos, sabiendo, en fin, que nuestra grandeza está en elevarnos sin cesar a la posesión de los bienes imperecederos que constituyen el patrimonio del mundo de las inteligencias.