“En un cosmos inconcebiblemente complejo, cada vez que una criatura se enfrentaba con diversas alternativas, no elegía una sino todas, creando de este modo muchas historias universales del cosmos. Ya que en ese mundo había muchas criaturas y que cada una de ellas estaba continuamente ante muchas alternativas, las combinaciones de esos procesos eran innumerables y a cada instante ese universo de ramificaba en otros universos, y éstos, en otros a su vez”.
Jorge Luis Borges.
William Olaf Stapledon nació el 10 de Mayo de 1886, en un pueblo cerca de Liverpool; hijo de una rica y acomodada familia burgesa.
El negocio familiar era el aprovisionamiento de agua y carbón de los barcos británicos que cruzaban el Canal de Suez. Motivo por el cual su familia pasaba largas temporadas en Egipto. Olaf Stapledon pasó 6 años de su vida en la ciudad egipcia de Port Said.
Su padre influyó positivamente en él, dándole una buena educación y manteniendo una relación muy abierta con su hijo. Sin embargo, las relaciones con su madre fueron más difíciles, dado que era una mujer muy posesiva y temerosa de la salud de su hijo. En consecuencia, su educación fué esmerada y moderna. Pasó los primeros años de estudiante en Abbotsholme, una escuela experimental, muy alejada de los internados británicos. Cursó los estudios universitarios en el Balliol College de la Universidad de Oxford, de los cuales salió con un doctorado en Historia. Más tarde consiguió un post-doctorado de literatura, psicología e historia industrial en la universidad de Liverpool.
El negocio familiar era el aprovisionamiento de agua y carbón de los barcos británicos que cruzaban el Canal de Suez. Motivo por el cual su familia pasaba largas temporadas en Egipto. Olaf Stapledon pasó 6 años de su vida en la ciudad egipcia de Port Said.
Su padre influyó positivamente en él, dándole una buena educación y manteniendo una relación muy abierta con su hijo. Sin embargo, las relaciones con su madre fueron más difíciles, dado que era una mujer muy posesiva y temerosa de la salud de su hijo. En consecuencia, su educación fué esmerada y moderna. Pasó los primeros años de estudiante en Abbotsholme, una escuela experimental, muy alejada de los internados británicos. Cursó los estudios universitarios en el Balliol College de la Universidad de Oxford, de los cuales salió con un doctorado en Historia. Más tarde consiguió un post-doctorado de literatura, psicología e historia industrial en la universidad de Liverpool.
La casa donde nació
Olaf Stapledon se definía a si mismo como socialista, pacifista y agnóstico, características que lo convertían en un personaje bastante atípico en la época y sociedad en la que vivía.
Crítico con los excesos comunistas e individualista (nunca se afilió a ningún partido). Pacifista convencido. Se negó a entrar en el ejército inglés, y entró en el cuerpo de ambulancias (Friends' Ambulance Unit) durante la Primera Guerra Mundial. Defendió la desobediencia civil y la no violencia como únicas formas de lucha. Aún así le quedó el sentimiento de que sus compañeros lo consideraban un cobarde por no haber cumplido con su deber (hecho que deja patente en la novela First Men in London). Sin embargo, durante la Segunda Guerra Mundial se vió obligado a abandonar temporalmente sus creencias y a apoyar y justificar dicho conflicto.
Crítico con los excesos comunistas e individualista (nunca se afilió a ningún partido). Pacifista convencido. Se negó a entrar en el ejército inglés, y entró en el cuerpo de ambulancias (Friends' Ambulance Unit) durante la Primera Guerra Mundial. Defendió la desobediencia civil y la no violencia como únicas formas de lucha. Aún así le quedó el sentimiento de que sus compañeros lo consideraban un cobarde por no haber cumplido con su deber (hecho que deja patente en la novela First Men in London). Sin embargo, durante la Segunda Guerra Mundial se vió obligado a abandonar temporalmente sus creencias y a apoyar y justificar dicho conflicto.
Cuando finalizó sus estudios y su etapa en el cuerpo de ambulancias fracasó en conseguir un trabajo estable. Sus convicciones morales hicieron que no pudiera optar a una plaza fija como profesor en la Universidad de Liverpool, donde daba clases como profesor interino. También intentó continuar con el negocio familiar, pero no le salió bien. Finalmente vivió de sus escritos, de sus eventuales trabajos como profesor, y de la cuantiosa herencia de su padre.
En 1919 se casó con una prima suya, Agnes Zena Miller. Tendrían dos hijos. Sus principios hicieron que fuera un padre y un marido ejemplar.
Remarcar que durante la persecución que sufrieron los judíos, Stapledon acogió a Wolfgang Brueck, un judío converso austríaco, en su casa, la cual cosa le salvó la vida.
En 1919 se casó con una prima suya, Agnes Zena Miller. Tendrían dos hijos. Sus principios hicieron que fuera un padre y un marido ejemplar.
Remarcar que durante la persecución que sufrieron los judíos, Stapledon acogió a Wolfgang Brueck, un judío converso austríaco, en su casa, la cual cosa le salvó la vida.
En 1949, Stapledon decidió participar en la Conferencia Científica y Cultural por la Paz que tuvo lugar en marzo de aquel año en Nueva York. La conferencia estaba enmarcada en la época en que acababa de empezar la Guerra Fría y muchas voces opinaban que EEUU debían iniciar una guerra contra la URSS mientras eran los únicos que dominaban la bomba atómica. Esta conferencia iba enfocada a hacer ver a la opinión internacional que no todos pensaban que la mejor opción era entrar en guerra contra la URSS. Stapledon fue el único británico de la conferencia (fue el único británico que tubo permiso del gobierno inglés para participar en ella, seguramente por su carácter de figura de segunda fila).
Un jóven llamado Olaf Stapledon
Esta conferencia hizo que Olaf se diera cuenta de que fuera de su país tenía una gran masa de admiradores. Sin embargo, poco tiempo después la URSS tiró su primera bomba atómica y empezó la Guerra Fría, la cual cosa hizo que Olaf Stapledon se sintiera manipulado y fuera uno de los elementos críticos contra la URSS.
Su obra literaria es bastante extensa, escribió libros de poesía, ciencias sociales, filosofía, etc... Ninguo de sus libros fue considerado como una obra que mereciera la pena pasar a la historia, ni tan siquiera las de filosofía, campo en el cual trabajó duramente. Sin embargo, sus obras de ciencia ficción sí han gozado de una gran aceptación y han pasado a la historia como grandes obras dentro del género.
En un principio Stapledon no se daba cuenta de que estaba escribiendo ciencia-ficción, simplemente se consideraba un continuador de las novelas científicas de H.G. Wells.
En un principio Stapledon no se daba cuenta de que estaba escribiendo ciencia-ficción, simplemente se consideraba un continuador de las novelas científicas de H.G. Wells.
En 1937 escribió su gran novela “Hacedor de Estrellas”, y dado su éxito entró en contacto con Frank Russell y empezó a conocer todo el mundillo del pulp y el fandom estadounidense.
Entre las obras que leyó y de las cuales se inspiró se encuentran las siguientes: Daphne du Marier (Peter Ibbetson), David Lindsay (Un viaje a Arturo), Samuel Butler (Erewhon), M. P. Shiel (La Nube Púrpura), William Morris (Noticias de Ninguna Parte), Jules Verne, H. G. Wells y, sorprendentemente, Edgar Rice Burroughs, sin olvidarnos, por supuesto, de Huxley y su Un Mundo Feliz, auténtico éxito editorial en la época. El poema de Eureka (1848) de Edgar Allan Poe, donde se prefigura una cosmogonía similar a la Hacedor de estrellas.
En líneas generales, la obra de Stapledon se puede dividir en dos grandes grupos:
-ensayos filosóficos con forma de novela y novelas
-relatos de ciencia ficción más tradicionales.
En el primer grupo podemos encontrar “Primera y Última Humanidad” (1930) y Hacedor de Estrellas (1937). En la primera novela se nos presentan una serie de historias que nos narran la evolución de la humanidad y sus sociedades en el futuro. En la segunda novela Stapledon da vida a un personaje que mediante un proceso místico recorre la historia de todo el cosmos para acabar reuniéndose con el hacedor de estrellas, una deidad que crea universos en busca de la belleza y la perfección. Las dos novelas son relativamente complicadas de leer y se pueden situar más en el terreno de novela filosófica que de ciencia-ficción tradicional. En el caso de hacedor de estrellas fue una fuente de inspiración para Arthur C. Clarke, de la cual escribió El fin de la infancia, y La Ciudad y las Estrellas, novelas que no se puede pasar sin leer.
Dos novelas más que han dejado una huella inborrable en el terreno de la ciencia-ficción son Juan Raro (1935) y Sirio (1944). En la primera novela se nos muestra un personaje que refleja la evolución de la raza humana, Juan es un chico dotado de poderes paranormales y una inteligencia sobrenatural. Estos hechos hacen que para Juan la integración con los demás sea imposible. En Sirio se nos presenta el mismo tipo de personaje pero reflejado en un perro, dotado del poder del habla y con muchos problemas para relacionarte tanto con los de su misma especie como con los humanos. Las dos son novelas llenas de sentimiento y que se ganan el corazón del lector página a página. Estas novelas fueron los libros en el cuales se inspiró Theodore Sturgeon para escribir su gran obra Más que humano. Y recordar también Ciudad, el gran libro de Simak inspirado en Sirio, donde sus sucesores heredan la tierra.
Arthur C. Clarke le rindió un homenaje, y también Brian Adlis, Stanislaw Lem y John Maynard Smith y Jorge Luis Borges, quien reconoció la capacidad imaginativa de Stapledon al afirmar que en un solo libro de Stapledon hay ideas para cincuenta escritores.
Olaf Stapledon murió el 6 de setiembre de 1950.
Sus libros los podéis bajar aquí:
http://www.4shared.com/get/81135544/fa8008c5/Stapledon_Olaf.html;jsessionid=EF29DC903ACE7397608C51EA0FB7B0C0.dc113
Análisis de “Hacedor de Estrellas”
“Recordando desde mi ceguera aquel momento de visión, pensé que … el Hacedor de Estrellas, centro inmanente de toda existencia, me había estado mirando a mí, su criatura, desde la cima misma de su infinitud, y que entonces yo había desplegado inmediatamente las pobres alas de mi espíritu para subir hacia él, y que en ese mismo momento yo había sido cegado, quemado y golpeado. Me había parecido en el momento de mi visión que todos los anhelos y esperanzas de los espíritus finitos que habían ansiado unirse con el espíritu infinito habían dado fuerza a mis alas. Me pareció que la Estrella, mi hacedor, se inclinaría hacia mí, y me alzaría, y me envolvería en su magnificencia. Pues me pareció que yo, el espíritu de muchos años, la flor de muchas edades, era la Iglesia Cósmica, preparada al fin para unirse con Dios. Pero en cambio la terrible luz me cegó, quemó y golpeó.
Sin embargo, no fue solo el resplandor físico lo que me hizo caer en ese momento supremo de mi vida. En ese momento creí descubrir el ánimo con que el espíritu infinito había creado el cosmos, y lo había sostenido constantemente, observando su torturado crecimiento. Y fue ese descubrimiento lo que me golpeó.
Pues yo me había enfrentado no con un amor bondadoso y alentador, sino con un espíritu muy distinto. Y supe en seguida que el Hacedor de Estrellas no me había creado para que me uniese a él, ni como hijo bien amado, sino para otro destino.
Me pareció entonces que el Hacedor me miraba desde la cima de su divinidad con la atención distante aunque apasionada con que un artista juzga su obra acabada; regocijándose serenamente con su obra, pero reconociendo ya los efectos irrevocables de la concepción inicial y deseando iniciar una nueva creación.
Su mirada me diseccionó con tranquila habilidad, haciendo a un lado mis imperfecciones, y absorbiendo para su enriquecimiento propio la escasa excelencia que yo había obtenido en las luchas de los años.
En mi agonía yo grité contra mi implacable hacedor. Grité que al fin y al cabo la criatura es más noble que el creador, pues la criatura ama y desea el amor, aun el amor de esa estrella llamada el Hacedor de Estrellas; pero el creador, el Hacedor de Estrellas, ni amaba ni necesitaba amar”.
Aunque ya Borges me había introducido el gusanillo de leer a Stapledon, sin lugar a dudas, fue el título y lo que sospechaba se encontraba detrás, los que me cautivaron y los que me llevaron hasta una conocida -por entonces - libreria del Paseo de Gracia que llevaba el sugerente nombre de "Drugstore", a la búsqueda de El Hacedor de Estrellas.
He leído en alguna parte:
"Hay libros que nos conquistan por la fama que los preceden; hay otros que nos atrapan por el tema que tocan; otros porque conocemos al autor de otros libros. Pero hay otros, algunos muy particulares, que nos capturan la mirada.
Están allí, en esa librería, en ese cajón de ofertas o en esa mesa de novedades. No importa dónde. Nos atrapan.
Casi de casualidad, paseamos la vista por su lomo o su portada y algo nos hace detenernos en él. Lo levantamos, los abrimos (¡ese papel celofán de los libros nuevos!: los cierra, herméticos y, tantas veces, nos desanima a comprarlos), revisamos el índice, recorremos sus páginas, leemos la contratapa, las solapas. Y ahí está; estamos perdidos. Nos ha capturado definitivamente.
A todos los amantes de la lectura esto nos ocurre periódicamente y, lo sabemos, esta conquista a la que nos han sometido tiene su precio. Su precio es la objetividad, la capacidad crítica.
Es como una novia, no hablaríamos mal de ella aunque tuviéramos muy buenos motivos para hacerlo.
Esto es lo que me ha ocurrido con este libro. Lo confieso. En consecuencia, todo lo que lea de aquí en adelante puede ser, perfectamente, mentira; o, mejor, la mirada distorsionada en un amante ilusionado.
En este caso, el enganche es, sin duda, el título: “Hacedor de estrellas”. Pretencioso título y pretenciosas intenciones: contar, nada más y nada menos, una historia sobre Aquel que hizo y hace las estrellas y los mundos. Hablar de Él".
Aunque comenzó su carrera literaria a los cuarenta años, Olaf Stapleton se ha caracterizado por ser uno de los escritores más imaginativos y originales del siglo XX. Estoy convencido que esta novela es su obra maestra, o sino, por lo menos su obra más leída y disfrutable.
En HACEDOR DE ESTRELLAS, Stapledon establece ideas que serán el pan de cada día de los escritores más importantes de la ciencia-ficción (Asimov o Heinlein, por mencionar algunos). Desde la variedad de formas de vida en el Universo, hasta grandes civilizaciones, imperios galácticos y seres imposibles inimaginables para la mente humana.
La narrativa es interesante y amena. Describirlo todo es la base de esta historia. Con un solo diálogo perdido en el hilo argumental, el autor nos lleva más allá de nuestros sueños; o como diría Buzz Ligthyear: al infinito, y más allá.
La historia comienza cuando un hombre se encuentra en una colina, allá por 1937, preocupado por su especie y a la vez maravillado por la inmensidad del Universo. Posiblemente convencido de que existe un creador de semejante esplendor, y en contra de su voluntad, comienza a realizar una especie de viaje astral, en busca del Hacedor de Estrellas. En un principio, la búsqueda se centra en encontrar vida inteligente en otros planetas. Estrella tras estrella, el viajero cada vez piensa que no hay vida en otros rincones del espacio exterior, ya que ha visitado cientos de soles y no ha encontrado huella alguna de vida. De pronto, el descenso a un pequeño planeta y el encuentro con una especie de granjero, le devuelven el ánimo. Parece un granjero humano, aunque al observarlo bien, es un ser muy distinto a los seres humanos. Pronto, entra en contacto con un intelectual de esa especie, y va conociendo tanto las costumbres, así como el destino de esos seres. Los conflictos sociales, muy similares a los problemas humanos de finales de los 30, no se hacen esperar. Se da una especie de fascismo en este planeta, y pronto esta raza cumplirá su cruel destino.
El viaje continúa por muchas épocas, desde el principio hasta el final del Universo, alcanzando estadios de conciencia cada vez mayores y consiguiendo compañeros de viaje extraterrestres que también realizan esa especie de viaje astral de conocimiento y entendimiento. Stapledon pasó parte de su juventud en Egipto, lo que quizá ayude a entender cómo es capaz de abarcar con facilidad enormes extensiones de tiempo, así como el desarrollo y caída de grandes civilizaciones.
Así se nos va describiendo toda una infinidad de variedades de especies de muchos planetas distintos. Conocemos a la especie que posiblemente es la más avanzada tecnológicamente hablando: una especie de cangrejos que viven en simbiosis con unos extraños peces. Presenciamos los primeros imperios galácticos, las primeras guerras intergalácticas, así como el rescate de las civilizaciones que consiguen los seres simbióticos ya mencionados. La ciencia y la tecnología es tan avanzada en estos seres, que según el autor, es casi incomprensible para los seres humanos. Se fabrican sistemas solares artificiales. Se realiza un descubrimiento único: las estrellas son seres vivos que destruyen varios sistemas planetarios. Después de muchos intentos, la comunicación con estos seres permite establecer el orden.
Mientras, se nos confiesa que los humanos somos una especie menor. Después de alcanzar Neptuno, el último planeta del sistema solar (según los conocimientos que se tenían en la época en que se escribió la novela), una guerra interplanetaria con los marcianos extinguiría definitivamente a la especie humana.
Cuando nos acercamos al final, el viajero llega a un estadio de conciencia tal que consigue hacer contacto con el creador del Universo. Asimismo, nos enteramos que este creador ha hecho universos anteriores al nuestro, mucho más precarios, y que posiblemente, creará universos posteriores tal vez más perfectos que éste. Realmente una escena conmovedora que marca el final del recorrido. Nuestro viajero, extrañando su pequeño mundo así como a una mujer, regresa a la Tierra.
HACEDOR DE ESTRELLAS se escribió en un momento histórico muy concreto, en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando el mundo estaba en crisis. Esto influye claramente en el punto de vista del libro, que posee ciertas dosis de pesimismo sobre la capacidad de las especies inteligentes de vivir en paz y sobrevivir. Sin embargo, Stapledon no le niega a las distintas especies la capacidad de evolucionar y cambiar para mejor. Y para finalizar la narración, Stapledon, sospechando con certeza que una nueva conflagración mundial se acercaba por aquellos años, plasma en su novela esa preocupación y ese miedo frente a un Nazismo y un Fascismo en ascendencia.
Hay que entender que no es una narración convencional. Aquí al protagonista y narrador no le ocurren cosas, sino que se limita a contar los acontecimientos de los que va siendo testigo, así como sus reflexiones sobre ellos. El lenguaje utilizado no es complicado ni recargado, pero el hecho de que no se cuente una aventura sino que se describa la historia pasada, presente y futura del universo puede echar para atrás a algunos lectores, que podrían encontrarlo demasiado denso e incluso aburrido en algunos momentos. Esto ocurre sobre todo con las reflexiones del narrador, que podrían calificarse como filosóficas.
Debo decir, para tranquilizar a los que no han leído la novela, que yo la he encontrado agradable de leer y que no se me ha hecho pesada, a pesar de que soy un gran fan de la ciencia-ficción directa y fácil de disfrutar. Los monólogos del narrador son lo suficientemente breves y escasos como para que no me molesten, y me ha sobrecogido la riqueza de ideas de este libro. Da la sensación de que más que una novela es una Sinopsis para una inmensa serie de novelas que desarrollen los conceptos aquí presentados. En efecto, cada capítulo contiene más ideas originales y sentido de la maravilla que muchas obras completas de ciencia-ficción.
Una novela intensa, filosófica, mística, muy imaginativa, que nos da una pista de lo que posiblemente pudiera contener la grandeza del Universo.
Para el fanático de la ciencia-ficción este libro será lo más grande del género.
Tiene, eso sí (y esta observación no es mía sino de Jorge Luis Borges, que prologa la edición que compre) un excesivo uso de lenguaje semi filosófico; lo cual no es problemático para quien esté habituado al lenguaje abstracto.
Tiene, eso sí (y esta observación no es mía sino de Jorge Luis Borges, que prologa la edición que compre) un excesivo uso de lenguaje semi filosófico; lo cual no es problemático para quien esté habituado al lenguaje abstracto.
Y la última parte, las reflexiones en torno a este caprichoso demiurgo que hace y deshace universos con afán lúdico valen lo suyo.
En fin, si está dispuesto a sentirse poca cosa, una pizca de polvo, un microscópico destello de luz en un acontecer luminosamente eterno léalo.
Fragmento de “Hacedor de Estrellas”
“El momento supremo del cosmos no fue (o no será) un momento, de acuerdo con normas humanas; pero en el orden cósmico no duró sin duda mas que un breve instante.
Cuando poco más de la mitad de la población de muchos millones de galaxias participaban ya plenamente de la comunidad cósmica, y era evidente que ya no podía esperarse mucho, siguió entonces un período de universal meditación. Las poblaciones mantenían sus esforzadas civilizaciones utópicas, vivían sus vidas personales de trabajo e intercambio social, y al mismo tiempo, en el plano comunal, remodelaban toda la estructura de la cultura cósmica. No me detendré en esta fase. Baste decir que a cada galaxia y a cada mundo se le asignó una función mental especialmente creadora, y que todos asimilaban el trabajo de todos. Al cerrarse este período, yo, la mente comunal, emergí renovada, como de una crisálida; y durante un breve momento, que fue en verdad el momento supremo del cosmos, me encontré con el Hacedor de Estrellas.
Para el autor humano de este libro nada queda hoy de aquel largo momento, de aquel eterno momento que viví como parte de la mente cósmica, salvo la memoria de una amarga beatitud, junto con unos pocos e incoherentes recuerdos de la experiencia misma que provocó en mi esa beatitud.
Algo tengo que decir, de algún modo, de esa experiencia. Me enfrento a la tarea, como es inevitable, con una impresión de incompetencia abismal. Las mejores mentes de la raza humana, a través de todas las edades de la historia, no han logrado describir sus momentos de mas profunda intuición. ¿Cómo me atrevo entonces a emprender esta tarea? Y sin embargo, tengo que hacerlo. Aunque caiga sobre mi un bien merecido ridículo, aunque me desprecien y me censuren moralmente tengo que intentar describir lo que vi.
Si un marinero náufrago pasa en su balsa ante costas maravillosas, luego, cuando regresa a su hogar, no encuentra paz. Su rudo acento y dicción torpe disgustan al hombre culto. Otros se ríen de él porque no puede distinguir la realidad de la ilusión. Y sin embargo tiene que hablar.
En el momento supremo del cosmos, yo, como mente cósmica, creí encontrarme con el origen y la meta de todas las cosas finitas.
En ese momento, por supuesto, no percibí el espíritu infinito como forma sensible. En verdad no percibí nada sino lo que había percibido antes, muchos populosos mundos estelares, y moribundos. Pero con auxilio de ese medio que en este libro he llamado telepático, alcancé una mayor percepción interior, y sentí inmediatamente la presencia del Hacedor de Estrellas. Anteriormente, como ya he dicho, me había sentido poderosamente dominado por la velada presencia de un ser ajeno, distinto de mi cuerpo cósmico y mi mente consciente, distinto de mis miembros vivos y de los enjambres de estrellas apagadas. Pero ahora el velo se estremeció, y fue para la visión mental casi transparente.
La fuente y la meta de todas las cosas, el Hacedor de Estrellas, se me reveló oscuramente como un ser separado de mí yo consciente, objetivo, y sin embargo como enraizado en las profundidades de mi propia naturaleza, similar en fin a mí mismo, aunque infinitamente mas que yo mismo.
Me pareció que yo veía al Hacedor de Estrellas en dos aspectos: como el particular modo creativo del espíritu del que había nacido yo, el cosmos; y también, lo que era más terrible, como algo incomparablemente superior a la creatividad: la perfección eternamente realizada del espíritu absoluto.
Estériles, estériles y triviales son estos mundos. Pero la experiencia no es estéril. Enfrentado a esta infinitud, mas honda que mis mas hondas raíces, y más alta que la mas alta de mis cimas, yo, la mente cósmica, la flor de todas las estrellas y mundos, me sentí sobrecogido, como se siente sobrecogido un salvaje con el rayo y el trueno. Y mientras yo caí en la abyección ante el Hacedor de Estrellas, una corriente de imágenes me inundaba la mente. Las deidades ficticias de todas las razas de todos los mundos se acumularon entonces en mi: símbolos de majestad y de ternura, de poder despiadado, de ciega creatividad, y penetrante sabiduría. Y aunque estas imágenes no eran sino fantasías de mentes creadas, me pareció que todas y cada una encerraban realmente alguna verdadera característica del poder del Hacedor de Estrellas.
Mientras yo contemplaba las huestes de deidades que se alzaban hacia mí como nubes de humo desde muchos mundos, una nueva imagen, un nuevo símbolo del espíritu infinito tomó forma en mi mente. Aunque nacido de mi propia imaginación cósmica, había sido engendrado por un ser superior a mí. Para el escritor humano de este libro poco queda de esa visión que me humilló y exaltó como mente cósmica. Pero he de recuperarla necesariamente como mejor pueda, en una débil red de palabras.
Me pareció ante todo que yo había retrocedido en el tiempo hasta el momento de la creación, y que yo asistía al nacimiento del cosmos.
El espíritu meditaba. Aunque infinito y eterno, se había limitado a sí mismo dándose un ser, finito y temporal, y meditaba en un pasado que no le satisfacía. Estaba descontento de alguna creación pasada, oculta para mí; y estaba descontento asimismo de su propia naturaleza pasajera. El descontento impulso el espíritu a una nueva creación.
Pero ahora, de acuerdo con la fantasía, concebida por mi mente cósmica, el espíritu absoluto, que se había limitado a sí mismo con la creatividad, se separó de sí mismo y objetivo un átomo de su potencialidad infinita.
Este microcosmos estaba fecundado con el germen de un tiempo y espacio propios, y toda clase de seres cósmicos.
En el interior de este cosmos puntual una miríada de centros físicos de energía, que los hombres conciben vagamente como electrones, protones, y otras partículas coincidían al principio unos con otros. Y estaban dormidos. La materia de diez, millones de galaxias dormía en un punto.
Luego el Hacedor de Estrellas dijo: "Que haya luz". Y hubo luz.
La luz brotó y ardió en todos los coincidentes y puntuales centros de energía. El cosmos estalló, actualizando su potencialidad de espacio y tiempo. Los centros de energía, como fragmentos de una bomba, se desparramaron. Pero todos retuvieron en si mismos, como un recuerdo y una nostalgia, el espíritu único del todo, y todos reflejaban en sí mismos aspectos de los demás en la totalidad del espacio y el tiempo cósmicos.
Ya no un punto, el cosmos era ahora un volumen de materia inconcebiblemente densa y de radiación inconcebiblemente violenta, que se expandía sin cesar. Y era también un espíritu infinitamente disociado y dormido.
Pero decir que el cosmos se expandía es como decir que sus miembros se contraían.
Los centros de energía primarios, coincidentes todos al principio con el cosmos puntual, generaban ellos mismos el espacio cósmico al separarse unos de otros. La expansión de la totalidad del cosmos no era sino la reducción de todas sus unidades físicas y de la longitud de onda de su luz.
Aunque el cosmos era de tamaño finito, en relación con sus minúsculas ondas de luz, era también ilimitado y sin centro. Así como la superficie de una creciente esfera carece de límites y de centro, así el creciente volumen del cosmos no tenía tampoco límites ni centro. Pero así también como la superficie esférica está centrada en un punto ajeno a ella misma, en una "tercera dimensión", así el volumen del cosmos estaba centrado en un punto ajeno a él, en una "cuarta dimensión".
La densa nube de fuego creció hasta que tuvo el tamaño de un planeta, el tamaño de una estrella, el tamaño de toda la galaxia, y el de diez millones de galaxias. Y al crecer así se hizo más tenue, menos brillante, menos turbulenta.
Al fin la nube cósmica fue desgarrada por la tensión de su expansión, en conflicto con la mutua unión de sus partes, rompiéndose en muchos millones de nubecillas: el enjambre de la gran nebulosa.
Durante un tiempo estas partes estuvieron tan cerca unas de otras como las vellosidades nubosas en un cielo cubierto. Pero los abismos se hicieron más anchos, hasta que las partes del cosmos fueron como flores en un material, como abejas en un enjambre en vuelo, como una bandada de pájaros migratorios, como navíos en el mar.
Fueron apartándose mas y más rápidamente, y al mismo tiempo cada una de las nubes se contrajo, convirtiéndose al principio en una pelota de lana, luego en una lente giratoria y luego en un torbellino de corrientes estelares.
El cosmos continuó expandiéndose hasta que las galaxias más remotas se apartaron tan rápidamente que la luz del cosmos ya no pudo salvar esos abismos.
Pero yo, con visión imaginativa, continué viendo a todas las galaxias. Era como si alguna otra luz, instantánea e hipercósmica, que no procedía de ningún punto del espacio cósmico, iluminara interiormente todas las cosas.
Una vez mas, pero a los rayos de una luz penetrante, fría y nueva, yo observe todas las vidas de las estrellas y mundos, y de las comunidades galácticas, y de mí mismo, hasta ese momento en que me encontré con la infinitud que los hombres llaman Dios, y que conciben de acuerdo con sus apetitos humanos.
Yo también intentaba ahora encerrar el espíritu infinito, el Hacedor de Estrellas, en una imagen sacada de mi propia naturaleza, finita aunque cósmica. Pues me parecía que yo había superado de pronto la visión tridimensional común a todas las criaturas, y que yo veía físicamente al Hacedor de Estrellas. Veía, aunque en ninguna parte del espacio cósmico, la ardiente fuente de la luz hipercósmica, como si fuese un punto abrumadoramente brillante, una estrella, un sol más poderoso que todos los soles juntos.
Me parecía que esta estrella refulgente era el centro de una esfera cuatridimensional cuya superficie curva era el cosmos tridimensional. Yo, criatura cósmica, percibí esta estrella de estrellas, esta estrella que era en verdad el Hacedor de Estrellas, solo un momento, antes que su esplendor me cegara la vista. Y en ese momento supe que yo había visto realmente la fuente misma de la luz, la vida y la mente cósmicas, y de muchas otras cosas de las que yo hasta entonces no había tenido conocimiento.
Pero esta imagen, este símbolo concebido por mi mente cósmica, sometido a la tensión de una experiencia inconcebible, se quebró y transformó inmediatamente, tan inadecuada era la realidad de la experiencia. Recordando desde mi ceguera aquel momento de visión, pensé que la estrella, el Hacedor de Estrellas, centro inmanente de toda existencia, me había estado mirando a mí, su criatura, desde la cima misma de su infinitud, y que entonces yo había desplegado inmediatamente las pobres alas de mi espíritu para subir hacia él, y que en ese mismo momento yo había sido cegado, quemado y golpeado. Me había parecido en el momento de mi visión que todos los anhelos y esperanzas de los espíritus finitos que habían ansiado unirse con el espíritu infinito habían dado fuerza a mis alas. Me pareció que la Estrella, mi hacedor, se inclinaría hacia mí, y me alzaría, y me envolvería en su magnificencia. Pues me pareció que yo, el espíritu de muchos años, la flor de muchas edades, era la Iglesia Cósmica, preparada al fin para unirse con Dios. Pero en cambio la terrible luz me cegó, quemó y golpeó.
Sin embargo, no fue solo el resplandor físico lo que me hizo caer en ese momento supremo de mi vida. En ese momento creí descubrir el ánimo con que el espíritu infinito había creado el cosmos, y lo había sostenido constantemente, observando su torturado crecimiento. Y fue ese descubrimiento lo que me golpeó.
Pues yo me había enfrentado no con un amor bondadoso y alentador, sino con un espíritu muy distinto. Y supe en seguida que el Hacedor de Estrellas no me había creado para que me uniese a él, ni como hijo bien amado, sino para otro destino.
Me pareció entonces que el Hacedor me miraba desde la cima de su divinidad con la atención distante aunque apasionada con que un artista juzga su obra acabada; regocijándose serenamente con su obra, pero reconociendo ya los efectos irrevocables de la concepción inicial y deseando iniciar una nueva creación.
Su mirada me diseccionó con tranquila habilidad, haciendo a un lado mis imperfecciones, y absorbiendo para su enriquecimiento propio la escasa excelencia que yo había obtenido en las luchas de los años.
En mi agonía yo grité contra mi implacable hacedor. Grité que al fin y al cabo la criatura es más noble que el creador, pues la criatura ama y desea el amor, aun el amor de esa estrella llamada el Hacedor de Estrellas; pero el creador, el Hacedor de Estrellas, ni amaba ni necesitaba amar.
Pero tan pronto como yo, míseramente ciego, di ese grito, me sentí consumido de vergüenza. Pero se me hizo evidente de pronto que la virtud del creador no es lo mismo que la virtud en la criatura. Pues el creador, si ama a su criatura, no ama en realidad mas que una parte de sí mismo; pero la criatura, al alabar a su creador, alaba a una infinitud que está mas allá de sí misma. Advertí que la virtud de la criatura era amar y adorar, y que la virtud del creador era crear y ser la meta incomprensible, inalcanzable e infinita de las criaturas.
Una vez mas, pero con sentimientos de adoración y de vergüenza, le grité a mi hacedor, y dije: "Es suficiente, y más que suficiente, ser la criatura de un espíritu tan magnífico y temido, de potencia infinita, de una naturaleza que escapa a la comprensión de la misma mente cósmica. Es suficiente haber sido creado, haber encarnado un instante el espíritu infinito, tumultuosamente creador. Es infinitamente mas que suficiente haber sido utilizado, haber sido un esbozo preliminar para una creación más perfecta".
El momento supremo de mi experiencia como mente cósmica encerró en sí mismo la eternidad, y dentro de esa eternidad había múltiples secuencias temporales, distintas unas de otras. Pues aunque en la eternidad todo el tiempo está presente, y el espíritu infinito, siendo perfecto, ha de contener en sí mismo la realización plena de todas las posibles creaciones, esto solo es posible cuando en su modo temporal, creador y finito, el espíritu infinito y absoluto concibe y lleva a cabo la totalidad de las vastas series de creaciones. En beneficio de la creación el espíritu eterno e infinito encierra al tiempo en su eternidad, contiene en sí mismo las prolongadas secuencias de las creaciones.
En mi sueño el mismo Hacedor de Estrellas, como espíritu eterno y absoluto, contemplaba intemporalmente todas sus obras; pero como modo creador y finito del espíritu absoluto corporizaba sus creaciones una tras otra en una secuencia temporal que correspondía a su propia aventura y a su propio crecimiento. Y cada una de sus obras, los cosmos, tenía además su tiempo peculiar de modo tal que el Hacedor de Estrellas podía ver toda la secuencia de acontecimientos de un cosmos no solo desde dentro del tiempo cósmico sino también externamente, desde el tiempo adecuado a su propia vida, un tiempo en el que coexistían todas las edades cósmicas.
De acuerdo con ese sueño raro o mito que se posesionó de mi mente, en su estado creador y finito el Hacedor de Estrellas era en verdad un espíritu que se desarrollaba y despertaba. Que ocurriera así, y que al mismo tiempo él fuese eternamente perfecto es inconcebible desde el punto de vista humano; pero mi mente, abrumada con una visión sobrehumana, no encontró otro modo de expresar el mito de la creación.
Eternamente, y así me dijo mi sueño, el Hacedor de Estrellas es perfecto y absoluto; sin embargo, en los comienzos del tiempo que corresponde a su modo creador era una deidad infantil, inquieta, ansiosa, poderosa, pero sin una voluntad clara. Era dueño de todo el poder creador. Podía crear universos con los más variados atributos físicos y mentales. Solo la lógica lo limitaba. Podía ordenar, por ejemplo, las leyes naturales más sorprendentes, pero no podía hacer que dos mas dos sumasen cinco. En su fase primera estaba limitado también por su inmadurez. Se encontraba todavía en la etapa infantil.
Aunque la fuente inconstante de su mente creadora, exploradora y consciente no fuese sino su propia esencia eterna, el Hacedor de Estrellas no era al principio sino un vago anhelo de creatividad.
El Hacedor probó sus poderes desde un principio. Objetivó parte de su propia sustancia inconsciente, como materia para su creación, y la modeló con un propósito consciente. Así, una y otra vez, fue creando sus juguetes: los cosmos.
Pero la propia sustancia inconsciente del Hacedor de Estrellas creador no era sino el espíritu eterno, el Hacedor de Estrellas mismo en su aspecto eterno y perfecto. Así ocurrió que en estas fases primeras, cada vez que el Hacedor sacaba de sus propias profundidades la materia prima de un cosmos, esta materia no era nunca informe sino plena de determinadas potencialidades: lógicas, físicas, biológicas, psícológicas. A veces estas potencialidades se resistían a los propósitos conscientes del joven Hacedor de Estrellas. El Hacedor no podía en ciertas ocasiones acomodarlas a sus fines, y menos aún realizarlas plenamente. Se me ocurrió que esta idiosincrasia del medio lo obligaba a alterar a menudo sus planes, pero que también le sugería una y otra vez más fértiles concepciones. Una y otra vez, de acuerdo con mi mito, el Hacedor de Estrellas aprendía algo de su criatura, y así superaba a su criatura y anhelaba trabajar en un plan más amplio. Una y otra vez apartaba un cosmos terminado y evocaba en sí mismo una nueva creación.
Muchas veces, en la primera parte de mi sueño, me pregunté que pretendería alcanzar el Hacedor con sus creaciones. No pude dejar de pensar que este propósito no era al principio muy claro. El mismo lo había ido descubriendo gradualmente, y muy a menudo, me pareció, su obra era una búsqueda, y su meta algo confuso. Pero ya en su madurez su voluntad era la de crear tan plenamente como fuese posible, realizar enteramente la potencialidad de su medio, idear obras de creciente sutileza, y de una creciente diversidad armónica. A medida que este propósito se hizo más claro, me pareció que incluía también la voluntad de crear universos que alcanzaran un nivel único de conciencia y expresión.
Pues la percepción y la voluntad de las criaturas eran aparentemente el instrumento con que el Hacedor mismo, cosmos tras cosmos, despertaba a una mayor lucidez.
Fue así que, a través de sucesivas criaturas, el Hacedor de Estrellas avanzó de etapa en etapa desde el estado infantil de la divinidad a su madurez.
Fue así que en la eternidad el Hacedor de Estrellas llegó a ser lo que ya era en el principio, la raíz y coronamiento de todas las cosas.
En el modo típicamente irracional de los sueños, este sueño-mito representó el espíritu eterno como siendo a la vez causa y resultado de la multitud infinita de los existentes finitos. De algún modo ininteligible todas las cosas finitas, aunque fuesen en algún sentido imaginaciones del espíritu absoluto, eran también esenciales para la existencia misma de ese espíritu. Separado de ellas, no tenía ser.
En vano mi fatigada, mi torturada atención trataba de seguir las creaciones cada vez más sutiles concebidas por el Hacedor de Estrellas, de acuerdo con mí sueno. Cosmos tras cosmos salieron de esta imaginación ferviente, cada uno de ellos con un espíritu distinto infinitamente diversificado, cada uno de ellos con un momento de plenitud mas despierto, pero cada uno de ellos, también, menos comprensible para mí.
Al fin (así me informó mi sueño, mi mito) el Hacedor de Estrellas creó el cosmos ultimo y más sutil. De esta criatura final solo puedo decir que comprendió en su propia textura orgánica las esencias de todos sus predecesores, que no eran mas que primeras pruebas, y muchos otros mas. Fue como el ultimo movimiento de una sinfonía, que puede abarcar, por la significación de sus temas, la esencia de los primeros movimientos, y muchos otros mas.
Esta metáfora extravagante no alcanza a expresar la sutileza y complejidad del cosmos ultimo. Me sentí forzado gradualmente a creer que la relación de este cosmos con cada uno de los anteriores se parecía a la de nuestro propio cosmos con la de un ser humano, o un solo átomo físico. Todos los cosmos que yo había observado hasta entonces no me parecían ahora sino un ejemplo de una clase compuesta por miríadas de individuos, como una especie biológica, o la clase de todos los átomos de un elemento. La vida interna de cada cosmos "atómico" tenía aparentemente la misma suerte de relación (y la misma suerte de falta de relación) con la vida del cosmos ultimo que esos acontecimientos que ocurren en el interior de una célula cerebral, o en uno de sus átomos, con la vida de una mente humana. Sin embargo, y a pesar de esta discrepancia enorme, creí sentir en toda esta vertiginosa jerarquía de creaciones una sorprendente identidad de espíritu. En este acto final la meta era unir la comunidad a la mente creadora y lúcida.
Traté una y otra vez, de que mi debilitada inteligencia capturase algo de la forma del cosmos ultimo. Con admiración, y protestando también, vislumbré de cuando en cuando las sutilezas finales del mundo, la carne y el espíritu, y de la comunidad de seres más individuales y diferentes, que despertaban a un pleno conocimiento de sí mismos y a la comprensión mutua. Pero mientras yo trataba de escuchar mas íntimamente esa música de espíritus concretos en mundos innumerables, recogí ecos no solo de alegrías inexpresables sino también de inconsolables tristezas. Algunos de estos seres últimos no solo sufrían, sino que además sufrían en la oscuridad. Pues sus poderes de discernimiento eran estériles. No eran capaces de alcanzar la visión pura. Sufrían como los seres inferiores no habían sufrido nunca. Una intensidad semejante de duras experiencias era insoportable para mí, frágil espíritu de un mundo bajo. En una agonía de horror y de piedad cerré los oídos de mi mente. Grité otra vez en mi pequeñez contra el Hacedor, grité que ninguna gloria de lo eterno y lo absoluto podía redimir una agonía semejante en las criaturas. Aunque esa miseria que yo había vislumbrado no fuese mas que unas pocas franjas oscuras tejidas en un dorado tapiz, y todo el resto fuese beatitud, no debiera existir, no, grité, no debiera existir una tal desolación de espíritus despiertos.
¿Por que diabólica malicia, pregunté, no solo se torturaba a estos espíritus sino que se los privaba también de la consolación suprema, el éxtasis de la contemplación y alabanza que merecen por derecho propio todos los espíritus plenamente despiertos?
Había habido un tiempo en que yo mismo, como mente comunal de un cosmos inferior, había contemplado la frustración y la pena de mis pequeños miembros con ecuanimidad, consciente de que el sufrimiento de estas criaturas somnolientas no era un precio demasiado grande para alcanzar la realización de la lucidez, tarea en la que yo también colaboraba. Pero los seres sufrientes de este cosmos ultimo, aunque pocos comparados con el número de seres felices, eran, me pareció, de mi propia estatura mental y cósmica, y no esas frágiles y sombrías criaturas que habían contribuido con sus grises vicisitudes a mi propia aparición. Y esto yo no podía soportarlo.
Sin embargo, oscuramente, yo entendía que el ultimo cosmos era hermoso, y de forma perfecta, y que todas sus frustraciones y agonías, aunque crueles para el ser sufriente, conducían finalmente sin desviaciones a la acrecentada lucidez del mismo espíritu cósmico. En este sentido, al menos, ninguna tragedia individual era vana.
Pero esto nada significaba para mí. Como a través de lágrimas de compasión y ardiente protesta, me pareció ver que el espíritu del cosmos ultimo y perfeccionado enfrentaba a su hacedor. En ese mismo cosmos, me pareció, la alabanza dominaba la compasión y la indignación. Y el Hacedor de Estrellas, ese poder oscuro y esa lúcida inteligencia, descubrió en la belleza concreta de su criatura la realización del deseo. Y en la mutua alegría del Hacedor de Estrellas y el cosmos ultimo fue concebido, del modo mas extraño, el espíritu absoluto, el que comprende todos los seres y en el que están presentes todos los tiempos; pues el espíritu que fue consecuencia de esta unión se presentó a mi inteligencia vacilante como siendo a la vez el campo y la salida de todas las cosas temporales y finitas.
Pero para mí esta perfección mística y remota no significaba nada. Yo sentía piedad por aquellos seres últimos y torturados, sentía vergüenza y furia, y desprecié mi derecho al éxtasis ante aquella perfección inhumana; y deseé volver a mi cosmos inferior, a mi propio mundo, humano y torpe, y a unirme con mi propia especie semianimal contra los poderes de las tinieblas, si, y contra ese tirano invencible, despiadado, indiferente, cuyos pensamientos eran mundos sensibles y torturados.
Luego, junto con esta actitud de desafío, mientras cerraba de un portazo y echaba llave a la celdita oscura de mi ser separado, la presión de una luz irresistible aplastó y derribó mis muros hacia adentro, y mi visión desnuda ardió una vez mas en una lucidez insoportable.
¿Una vez mas? No. Yo solo había vuelto en mi sueño interpretativo al mismo momento de iluminación, cerrada por la ceguera, en que yo había tendido las alas para ir al encuentro del Hacedor y había sido derribado por una luz terrible. Pero ahora entendía mas claramente lo que me había abrumado.
Yo me había enfrentado realmente con el Hacedor de Estrellas, pero el Hacedor de Estrellas era ahora para mí mas que el espíritu creador y por lo tanto finito. Se me aparecía ahora como el espíritu perfecto y eterno que comprende todas las cosas y todos los tiempos, y que contempla fuera del tiempo las multitudes infinitamente diversas que él mismo encierra. La iluminación que me inundó y me golpeó y me obligo a una ciega adoración fue un centelleo (o así me pareció) de la experiencia absoluta del espíritu eterno.
Con angustia y horror, y no obstante también con aceptación, y aun con alabanza, sentí o creí sentir algo de los modos del espíritu eterno tal como él aprehende en una visión intuitiva e intemporal todas nuestras vidas. Aquí no había piedad, ninguna propuesta de salvación, ninguna ayuda bondadosa. O quizá no había sino piedad y amor, pero dominados por un éxtasis helado. Nuestras vidas rotas, nuestros amores, nuestras locuras, nuestras traiciones, nuestras justificaciones, eran aquí diseccionadas serenamente, tasadas y clasificadas.
Es cierto que eran vividas con completa comprensión, con discernimiento y simpatía, aun con pasión. Pero en los modos del espíritu eterno no era la simpatía lo más importante, sino la contemplación. El amor no era absoluto, si la contemplación. Y aunque en los modos del espíritu había amor, había también odio, y el espíritu se deleitaba cruelmente en la contemplación del horror, y se complacía con la caída de los virtuosos.
El espíritu, creí ver, comprendía todas las pasiones, pero dominadas, fríamente encerradas en el éxtasis de la contemplación, cristalino, claro, helado.
Es difícil admitir que éste sea el resultado final de todas nuestras vidas, esta apreciación que podría llamarse científica, o mejor aún estética. Y sin embargo yo adore.
Pero esto no fue lo peor. Pues al decir que el espíritu era ante todo contemplación, le atribuía yo una experiencia humana finita, y una emoción, consolándome así a mí mismo, aunque éste fuese un consuelo frío. Pero, en verdad, el espíritu eterno era inefable. Nada realmente se podía decir de él. Aun llamarlo "espíritu" era quizá decir demasiado. No obstante, negarle tal nombre no sería un error menos grave, pues, de un modo o de otro, era más y no menos que espíritu, mas y no menos que cualquier posible interpretación humana de esa palabra. Y desde el nivel humano, y aun desde el nivel de la mente cósmica, este "más", oscura y agónicamente vislumbrado, era un terrible misterio, un misterio que obligaba a la adoración.
Análisis de Juan Raro.
“Cuando le dije a Juan que me proponía escribir su biografía, se rió. —¡Hombre! —dijo—. Aunque, por supuesto, era inevitable. En labios de Juan la palabra hombre equivalía con frecuencia a tonto. —Bueno —protesté—. Un gato puede mirar a un rey. —Sí —respondió—. Pero ¿de veras puede ver al rey? ¿Puedes tú, michino, verme realmente? ¡Y así le hablaba un niño a un hombre maduro! Juan tenía razón. Aunque yo lo conocía desde hacía años, y tenía cierta intimidad con él, no sabía casi nada del verdadero Juan, del Juan interior. Aun hoy poco sé, aparte de los sorprendentes actos de su carrera. Sé que no caminó hasta los seis años, que antes de los diez había cometido varios robos y dado muerte a un policía; que a los dieciocho, cuando aparentaba doce, había fundado su absurda colonia en los mares del Sur, y que a los veintitrés, apenas alterado su aspecto, derrotó las seis naves de guerra que seis grandes potencias enviaron para capturarlo. Sé también cómo murieron Juan y sus compañeros. Conozco, sí, estos hechos; y aun a riesgo de ser eliminado por una u otra de las seis grandes potencias, diré al mundo todo lo que pueda recordar. Sé todavía algo más. Será difícil explicarlo. Sé, de un modo confuso, por qué fundó su colonia. Aunque consagró a esa tarea toda su energía, nunca esperó seriamente tener éxito. Estaba convencido de que tarde o temprano el mundo lo descubriría y destruiría su obra. —Nuestras posibilidades —dijo una vez— no llegan a una en un millón. Luego se echó a reír. La risa de Juan era curiosamente turbadora. Era una risa grave, seca y rápida. Me recordaba ese preludio de chasquidos susurrantes que a veces precede al poderoso estallido del trueno. Pero no seguía ningún trueno, sino un silencio repentino y, para su auditorio, una rara comezón en el cuero cabelludo. Creo que esta risa inhumana, despiadada, pero nunca maliciosa, encerraba la clave del carácter de Juan. Una y otra vez me pregunté por qué se reía precisamente en ese momento, de qué se reía con exactitud, qué significaba en verdad su risa, y si ese extraño ruido era una risa o alguna reacción emocional incomprensible para los de nuestra especie. ¿Por qué, por ejemplo, reía Juan entre sus lágrimas cuando, de niño, volcó una tetera y se quemó de gravedad? No asistí a su muerte, pero aseguraría que al llegar el fin su último aliento se consumió en una alegre risa. ¿Por qué?”
Nada como una lectura diferente, reflexiva y adelantada a su tiempo. Se trata de una de las primeras aproximaciones al concepto de los superhombres, es decir, aquellos seres humanos superiores al homo sapiens común. Porque más que ciencia-ficción es una novela filosófica, la cual nos ofrece la visión de Stapledon sobre los sociedad actual. La novela fue escrita en 1935 y puede que en algunos momentos resulte un tanto infantil en su planteamiento de las ideas (sobretodo cuando omite algunas explicaciones que los homo sapiens no seríamos capaces de entender) y, aún así, los temas que trata se pueden extrapolar al presente. De hecho, la novela está repleta de ideas interesantes sobre la evolución humana (los homo sapiens siempre seguirán siendo homo sapiens hasta que no sean destruidos por ellos mismos o por una fuerza superior).
Hablar de esta novela es hablar de un clásico de la ciencia-ficción por méritos propios, que no ha envejecido con el tiempo y guarda la frescura que cualquier obra maestra conserva a través de los años.
Narrada con un estilo periodístico, la obra nos describe las peripecias de un muchacho que va conociendo poco a poco sus extraordinarios poderes y decide fundar una colonia en el Pacífico junto a otros mutantes como él.
Antes, asistimos al difícil parto de un extraño neonato que tiene que nacer mediante cesárea, sobrevivir en una incubadora e ir descubriendo y dominando sus poderes paranormales por sus propios medios. Cuando alcanza la madurez intelectual que no la física, dado que aparenta ser más joven de lo que es, conoce que hay otros seres como él y decide encontrarlos.
Stapledon nos lo presenta como el siguiente estadio de la evolución humana, y lo hace ajustándose a la teoría de las macromutaciones, que viene a decir que a lo largo de la historia se han dado mutaciones que, en su sentido favorable, producen especímenes como Juan Raro. Su supervivencia quedaría limitada, en primera instancia, a las posibilidades de sobrevivir durante la niñez. De ahí que sean muy pocos los macromutantes que Juan Raro sea capaz de detectar, y que éstos no hayan sustituido a una humanidad menos evolucionada.
La habilidad de Stapledon para construir la historia y darle profundidad, hace que ésta sea una lectura muy amena, lo que unido además a la reflexión sobre la naturaleza humana que introduce en sus páginas, hace que nos hallemos ante una novela que se ha constituido en un clásico de la ciencia-ficción.
Esta es la historia de Juan. Él es un superhombre, el cual representa la próxima evolución del Homo Sapiens. No busca proteger a los débiles ni destaca por su físico (más bien es raro y deforme), pero sí posee una inteligencia superior. La historia está narrada desde la perspectiva de Fido, un simple humano que acompañó a Juan durante gran parte de su vida, desde su nacimiento hasta que muere a los veintitrés años, aunque se le escapan ciertos detalles que simples humanos como nosotros no seríamos capaces de comprender.
Sobretodo es una historia de descubrimiento y evolución. Desde pequeño Juan es consciente de que no es igual que los demás y eso, con el tiempo, le lleva a plantearse cuál es el verdadero objetivo de su vida. Al principio sólo tiene en mente que tiene cumplir su destino a cualquier precio, pero pronto descubre que sus acciones tienen consecuencias. Aunque, ¿acaso deben la moral y las leyes de una especie inferior influir en el comportamiento de una superior?.
Hay mucha reflexión dentro de un libro aparentemente sencillo, pues no es en absoluto una novela densa y pesada (a diferencia de obras posteriores), resultando una lectura muy amena. Sin lugar a dudas, ésta obra de Stapledon influyó poderosamente en la de Robert A. Heinlein "Extranjero en Tierra extraña" de enorme influencia en la generación Hippy. Los libros tan filosóficos no suelen ser lecturas preferidas para la mayoría, pero de vez en cuando leer alguno como éste no viene mal.
Análisis de Sirio:
La génesis de seres inhumanos, dotados de toda la inteligencia y sentimientos de sus creadores humanos, es una constante en la literatura y mitología universales. Desde los golems hasta los robots de Asimov, pasando por la petulancia de Miguel Angel (se dice que sopló sobre su Moisés recién terminado diciéndole: Habla) una de las obsesiones del hombre es la de convertirse en dios y dar vida a la materia inanimada.
La cumbre máxima se alcanza con el FRANKENSTEIN de Marie Shelley, donde la autora definió con toda precisión lo que a partir de entonces sería la pauta de todas las obras donde la inteligencia crea inteligencia; la obsesión enfermiza del creador, la culminación del triunfo, casi siempre de una forma vagamente casual y soterradamente irrepetible, la toma de conciencia y afirmación de individualidad de la criatura recién creada, la rebelión de esa conciencia contra los caprichos del creador y, por último, el final dramático donde la conclusión moralizante viene a ser que el hombre no debe jugar a ser dios.
Antes y después de ella son muchos los ejemplos que abundan sobre el mismo tema, pero en ninguno queda tan perfectamente ilustrado como en EL NUEVO PROMETEO, pero en el siglo XX, el de la creación de un ser como el descrito, ya sea reciclando sabiamente las partes aprovechables de otros seres o simplemente partiendo de cero, se ve enriquecida por otra forma de ver las cosas. El envoltorio es lo de menos, en realidad de lo que se trata es de encontrar, o manipular, las fuentes de la inteligencia, de la conciencia en si misma, que en esencia es lo que hace al hombre cuestionarse su existencia.
Es entonces cuando la tecnología acude en ayuda de los sabios obsesivos o, simplemente, de las sociedades milimétricamente planificadas, y surgen obras como UN MUNDO FELIZ, donde se decide, dependiendo de las necesidades del momento, la producción de seres humanos sobresalientes, simplemente capaces, o decididamente subnormales.
En el otro extremo ético está FLORES PARA ALGERNON (CHARLIE, en su versión cinematográfica), en el que la ciencia saca del pozo de la estupidez a un peón retrasado que, convertido en un brillante científico, es capaz de predecir las consecuencias que tendrá el experimento realizado sobre él.
SIRIO se encuentra a mitad de camino de ambas novelas. Creado por medios similares a los que se usa en UN MUNDO FELIZ, el destino del protagonista es casi tan ineludible como el de Charlie. En este caso los problemas no surgen por el conflicto creador-creación, ni por el del despertar de una inteligencia donde antes no la había, sino por un detalle en apariencia trivial pero sobre el que Stapledon hacer girar toda la novela; Sirio es inteligente, inteligentemente humano, pero Sirio no deja de ser un perro. Un superperro, un superovejero, como se le llama a lo largo de toda la novela, pero perro, al fin y al cabo.
Y como perro, su forma de percibir el mundo es lo bastante distante de la humana que resulta inevitable que surjan conflictos cuando perro y humanos se ven compitiendo en el plano puramente intelectual. Para Sirio la música es una expresión estridente y cacofónica y los colores una entelequia incomprensible, mientras que los olores y sabores le describen el mundo y los sonidos se lo definen con toda precisión.
Como perro, la relación que tiene con el profesor Trelone, su amo y creador, es de sumisa subordinación, mientras que con el resto de la humanidad evoluciona desde la idealización hasta el desprecio más absoluto. Sirio es único, la serie de experimentos que han llevado a su génesis no ha sido capaz de producir otro como él, y su soledad es total, no hay otros entre sus congéneres que le ayuden a comprender el mundo, y él, perro supernormal, se encuentra rodeado de perros normales.
Entre los humanos apenas encuentra más muestras de afecto que los de la familia Trelone, con la que se ha criado y las del pastor con el que ha completado su entrenamiento de perro normal, pero fuera de esos círculos las reacciones van desde el apasionamiento científico hasta la más extrema repulsión. Y como perro, cuando los conflictos a los que se enfrenta el sobrepasan, el lobo que todo perro lleva en los genes sale a relucir en toda su crudeza.
Como ocurre con frecuencia con Ballard, la novela trasciende más allá de la ciencia-ficción pura. Stapledon, sirviéndose de la mirada ajena de Sirio, aprovecha para escribir un a modo de CARTAS MARRUECAS perrunas, y retrata la sociedad humana desde el universo de sensaciones y olores del perro, que nos describe, parodiando la nomenclatura usada por su creador, como supermonos.
Y es por eso, pese a los más de cuarenta años que tiene ya la novela, que ésta no ha perdido nada de fuerza y originalidad. Quizá los métodos usados por el profesor Trelone en sus experimentos provoquen alguna que otra sonrisa irónica, pero Stapledon es lo bastante hábil como para no basar la novela en ellos, sino en Sirio, su evolución de cachorro a persona adulta y todas las circunstancias que lo rodean.
Es, desde luego, una novela a tener muy en cuenta y de recomendable lectura.
Por cierto, a Stapledon no le gustaban nada los gatos. Pero nada de nada.
Análisis de “La primera y última humanidad”.
En la revista científica Icarus, año 1973, el bioquímico Leslie Orgel y el premio Nobel Francis Crick postularon su modelo de la Panspermia Dirigida. Era una atrevida hipótesis sobre el origen de la vida en la Tierra. No era innovadora, pues la hipótesis de la panspermia fue enunciada por el también Nobel Svante Arrhenius en 1906. La diferencia era que las "esporas de la vida" no vendrían en una especie de oleada cósmica, sino que serían enviadas por seres inteligentes, que irían sembrando el Universo de organismos del carbono.
Parece ciencia ficción. Ahora vendría eso de: "pues no lo es". Pero es que realmente es ciencia ficción. La idea de Crick, sin ser un plagio, fue expuesta literariamente en La Primera y la Última Humanidad, la primera novela de Olaf Stapledon, que vio la luz allá por 1930.
El marco de referencia que tuvo Stapledon para vislumbrar su obra fue el de un periodo entreguerras. La Primera Guerra Mundial fue el primer conflicto en el que se utilizaron armas como bombas aéreas, tanques y, especialmente, los gases clorados, que cambiaron el concepto de la guerra como "aventura de ideales caballerescos" al de desoladora destrucción masiva. Si a esto le unimos los más de veinte millones de muertos que causó la pandemia vírica de la Gripe Española, no nos sorprenderá el pesimismo de Stapledon.
Pero si la década de los veinte fue mala, los años posteriores no parecían nada halagüeños. Los fascistas en Italia y los nazis en Alemania no eran precisamente los garantes de la libertad y la paz para una Europa en la que se presagiaban tiempos peores a los pasados. Así pues, el hombre en lucha continua contra si mismo y contra la propia vida.
En el mundo real, la ciencia ficción estaba en pleno proceso de cambio: de H.G. Wells al Amazing Stories de Hugo Gernsback. Me cuesta imaginar a Stapledon leyendo las spaces operas de E. E. Smith, más bien tendría como libro de cabecera Nosotros de Yevgeny Zamiatin. Pocos años después vendrán Un Mundo Feliz, de Huxley y La Guerra de las Salamandras, de Karel Capek.
La novela que nos ocupa es una obra de ideas, que se centra en la discusión pormenorizada del devenir histórico. Como personaje solo está la Humanidad. Directa y fría, e incluso con escaso oficio novelístico, pues los huecos se rellenan de manera ensayística; el resultado es un tanto espeso. Tanto es así, que, tras horas de lectura me preguntaba: ¿donde está la novela? Pero la visionaria actitud de Stapledon suple con éxito esa búsqueda, al encontrar una profunda reflexión sobre todos nosotros.
El hombre levanta grandes civilizaciones o se ve sumido en la barbarie. Pasan millones de años, y las diferentes eras humanas van sucediéndose. Algunos hitos durante el transcurso, como los edificios ciudad, la colonización de planetas, la ingeniería humana y robótica, viajes en el tiempo, el desarrollo de poderes extrasensoriales. Pero siempre, a la vuelta de la esquina, aguarda el ocaso, pues el hombre termina por destruir al Hombre. La memoria racial humana, si es que existe semejante cosa, debe ser más bien débil, pues los ciclos se repiten una y otra vez. En la falta de entendimiento están los desencadenantes de guerras que conllevan las extinciones, dejando el camino libre para el siguiente paso evolutivo.
Mi opinión es que la obra de Stapledon linda entre una novela de historia del futuro y una prospectiva que presenta connotaciones mitológicas. Se trata de una historia de distopías, en la que los nacionalismos fundamentalistas y lo instintivo del hombre son el caldo de cultivo que llevan a la barbarie y la destrucción.
Encontraremos los personajes y los acontecimientos que, desfigurados, repercutirán en el desarrollo del futuro, formándose ficciones alegóricas: desde princesas o el castigo de los dioses hasta un Cristo o una Venus. Aunque en la mayoría de los casos serán extrapolaciones según el conocimiento científico de la década de los veinte. Stapledon no profetiza, no juega con la baraja del destino, sino que analiza y selecciona un camino siempre abierto a opciones.
Cuando la ciencia ficción se mete en historias del futuro está a un paso de caer en la adivinación o en las profecías-a-lo-Nostradamus. Las "visiones peligrosas" de Stapledon a más de 70 años vista nos pueden parecer ingenuas y algunas alocadas, pero otras tienen la resonancia de un gong en nuestra conciencia: las armas biológicas de destrucción masiva, el agostamiento de los recursos energéticos, la cienciología o la colonización cultural norteamericana.
Hoy día, Olaf Stapledon está considerado como uno de los padres del género. La influencia de su obra es tan evidente que, al leer La Primera y la Última Humanidad se formarán imágenes de otras obras de ciencia ficción, como los monurb en Mundo Interior de Robert Silverberg, las naves propulsadas por el viento solar de La Paja en el Ojo de Dios, e Larry Niven y Jerry Pournelle, las "pelis de marcianos" de los cincuenta; tal es el caso de The Blod. Y en su aspecto más trascendente por un misticismo intelectual de tipo dickiano: "... cuando el espíritu está más despierto en nosotros, admiramos lo real tal como se nos revela."
Queda claro, pues - y que sirva de aviso a los incautos- que no es "una de aventuras" ni para un "voy-a-leer-un-rato". Es un compendio de ideas, un manual de pensamiento humanístico que refleja el potente bagaje científico de Stapledon: desde el Marte lowelliano de principios del siglo pasado a la aplicación literaria de conocimientos sobre biología evolutiva o antropología física y social.
Con una obra de 1930, y considerando a Stapledon como un literato del pensamiento dado a escribir sobre "cosas extrañas", desde luego que no podemos decir que se trata del bestseller del momento. Más bien de una obra necesaria y digna de sacar del olvido, que ensalza la labor de una editorial".
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