divendres, de març 23, 2012

FRANCESC PI I MARGALL: PRIMER ANARQUISTA ESPAÑOL

Tú, que eres el que más trabajas, ¿no eres acaso el que más sufres? ¿Qué haría sin ti esa turba de nobles, de propietarios, de parásitos que insultan de continuo tu miseria con sus espléndidos trenes, sus ruidosos festines y sus opíparos banquetes? Ellos son, sin embargo, los que gozan de los beneficios de tu trabajo, ellos los que te miran con desprecio, ellos los que, salvo cuando les inspiran venganzas y odios personales, se muestran siempre dispuestos a remachar los hierros que te oprimen. Para ellos son todos los derechos, para ti todos los deberes; para ellos los honores, para ti las cargas. Francesc Pi i Margall



“Leí, hace muchos años, una anécdota que José María Pemán vivió en la sesión inaugural de las Cortes Constituyentes de la II República. Decía que, al ir entrando los diputados con un considerable alboroto, de repente se hizo un gran silencio. "¿Qué pasa?", Inquirió un diputado a su vecino de escaño. Y, mientras se sentaba otro diputado -serio y bajito- al que todos miraban respetuosamente, aquel respondió: "Es que ha entrado Pi y Arsuaga, el hijo de Pi i Margall"
El punt (Viernes, 3 de septiembre de 2010 20:08) JUAN JOSÉ LÓPEZ BURNIOL


Hace mucho tiempo, cuando dejaba definitivamente atrás los años de juventud, dediqué una gran cantidad de estudios a los acontecimientos de la Segunda de la República, buena parte de los cuales podéis ver en las páginas de éste blog.
Pero, tal vez, a causa de la influencia del que fuera mi maestro en la vocación de historiador, el Dr. Antoni Jutglar i Bernaus, y quizás también por la influencia del compañero y amigo Leandre Colomer –que desgraciadamente nos dejó demasiado pronto – ambos, desde perspectivas bastante alejadas, me llevaron a considerar la figura de Francesc Pi i Margall, como merecedora de una atención que de vez en cuando he ido cultivando.




El Dr. Antoni Jutglar, como intelectual crítico que fue siempre, se combinaron tanto poderosos rasgos de un cristianismo progresista como de un cierto marxismo antidogmático (en cuanto a análisis metodológico del capitalismo), y también dosis de un anarquismo de perspectivas liberadoras, crítico de la política. Por ello, fue siempre un hombre difícil de clasificar, un heterodoxo con ciertos toques unamunianos, e incluso nietzscheanos, que muchos de sus coetáneos y colegas no supieron percibir, o percibieron con inquietud.
Como profesor universitario, Jutglar fue excepcional. En las aulas, donde su delicada salud a veces afloraba con evidencia, su fuerza didáctica conseguía apasionar a los alumnos que masivamente asistían a sus lecciones de Pensamiento Social Contemporáneo e Historia Contemporánea. Una docencia que impartió más allá de los espacios universitarios, organizando seminarios y encuentros en lugares como los Escolapis de Sant Antoni. También en el ICESB, donde quienes fuimos alumnos suyos entendimos la necesidad de la Sociología como herramienta complementaria, auxiliar, del historiador, una disciplina que siempre apoyó frente al escepticismo de muchos de sus colegas, especialmente los que militaban en el marxismo. (comparto absolutamente las palabras del que fuera mi compañero y maestro Bernat Muniesa, sobre nuestro querido y admirado profesor).



Para los “historiadores” más próximos al pensamiento marxista, la obra de Jutglar ya está –dicen- superada, por el contrario soy de los que piensan que las aportaciones de Jutglar, por ejemplo en su “Historia crítica de la burguesía en Cataluña”, en particular cuando demuestra que la burguesía catalanista, deja inmediatamente de serlo, cuando el pueblo la amenaza con una revolución social, para lanzarse en manos de los espadones del centralismo y del totalitarismo, para salvar sus mezquinos intereses de clase; o en sus documentados y eruditos estudios sobre Pi i Margall, 




el federalismo, o la Primera República, base sobre la que se han levantado la mayoría de los estudios posteriores sobre aquellos períodos. Y como no, la extraordinaria síntesis de la Historia de España contemporánea que lleva por título: “La España que no pudo ser”, que se alza muy por encima de otras síntesis más o menos afortunadas, como, si se me permite, la mismísima Historia de España, del renombrado y por todos admirado, Pierre Vilar.
Si, sin duda el maestro Jutglar, tuvo mucho que ver con mi aproximación a Pi i Margall. Interés que aumento notablemente, cuando buscando materiales sobre el anarcosindicalismo de principios del S.XX, fui a dar con “La Huelga General”, periódico libertario publicado entre los años 1901 y 1905 en Barcelona y que tuvo entre sus colaboradores habituales a: Teresa Claramunt, Soledad Gustavo, Jean Grave, Kroprotkin, Anselmo Lorenzo, Malatesta, Carlos Malato, Eliseo Reclús, Fermín Salvochea, Tarrida del Mármol, Francisco Ferrer y Guardia y Federico Urales, entre otras luminarias del movimiento libertario peninsular… y que consiguió dejarme entrever la magnitud del pensamiento de Pi i Margall, respecto a lo que por aquel entonces se denominaba “la cuestión social”.
Recuerdo que en particular me llamó la atención la portada del número 3 de “La huelga General”, en la que se hallaba el siguiente texto de Pi:




“Conviene formular este dogma, y voy a formularlo. – Homo sibi Deus, ha dicho un filósofo alemán: el hombre es para sí su realidad, su derecho, su mundo, su fin, su Dios, su todo. Es la idea eterna, que se encarna y adquiere la conciencia de sí misma; es el ser de los seres, el ley y legislador, monarca y súbdito. ¿Busca un punto de partida para la ciencia? Lo halla en la reflexión y en la abstracción de su entidad pensante. ¿Busca un principio de moralidad? Lo halla en su razón, que aspira a determinar sus actos. ¿Busca el universo? Lo halla en sus ideas. ¿Busca la divinidad? La halla consigo.
Un ser que lo reúne todo en sí es indudablemente soberano. El hombre pues, todos los hombres son ingobernables. Todo poder es un absurdo. Todo hombre que extiende la mano sobre otro hombre es un tirano. Es más: es un sacrílego”.

En ocasiones, he llegado a pensar que si mi orientación hubiese sido la política, todo eso de las elecciones, parlamentos, cargos municipales, etc., Pi i Margall hubiera sido el ejemplo a imitar. Ninguno antes que él, ninguno después de él me ha parecido tan honrado y honesto, y aunque la distancia que como filo-anarquista siento respecto a la “política”, es prácticamente insalvable, no puedo dejar de pensar que si en nuestra historia contemporánea hubiese habido más de un Pi i Margall, el nuestro seria un país bien diferente a lo que hoy en día soportamos, más mal que bien.
Pero bueno, dejémonos ya de batallitas personales, y ciñámonos al tema de hoy.

Pi i Margall y el Federalismo peninsular.




“En España el federalismo por antonomasia ha sido hasta hora el de Francesc Pi i Margall. En este país cuando se dice: «Estado federal», se piensa inevitablemente en la primera República, la del 73, con todo su cortejo de desórdenes y cantonalismos. 
Antonio Jutglar -a quien se deben los estudios más completos sobre la figura y la obra del gran hombre catalán- ha hecho notar que el fracaso de Pi llevó aparejado el del propio federalismo. 
«Cuanto más se analiza la realidad federalista española -escribe Jutglar- más se comprueba que su consistencia, organización y animación han estado unidas, de hecho, al nombre y a la figura de Pi i Margall». 
Ahora bien, tal identificación ha resultado catastrófica para la aceptación de las ideas federalistas en el Estado español. A los ojos de muchas personas el federalismo aparece tarado por las ideas panteistas y cientificistas, o -desde otro punto de vista- por el utopismo revolucionario de inspiración proudhoniana de don Francisco. Descrédito a la derecha; descrédito a la izquierda. 
Hay que reconocer además que este ilustre hombre que era sin duda, un intelectual de talla, resultó al mismo tiempo un pésimo político”.
Karlos Santamaria.

Pequeña biografía de Francesc Pi i Margall


Francesc Pi i Margall ( 20 de abril de1824Barcelona — 29 de noviembre de 1901Madrid) fue un políticofilósofojurista y escritor español, que asumió la presidencia del Poder Ejecutivo de la Primera República Española entre el 11 de junio y el 18 de julio de 1873. Como político, fue partidario de un modelo federalista para la Primera República Española, sabiendo conjugar las influencias de Proudhon para llevar a cabo la política del Estado con tendencias del socialismo democrático. Contrario a la monarquía española en cualquiera de sus variantes y formas, participó activamente en la oposición a la misma, por lo que sufrió censuracárcel y exilio. Después de la Revolución Gloriosa fue diputado en Cortes Generales, donde dirigió el Partido Federal, y Ministro de la Gobernación con Estanislao Figueras. Tras la dimisión de éste, las Cortes le eligieron Presidente, cargo desde el cual se enfrentó a la Tercera Guerra Carlista y la Revolución Cantonal, defendiendo el Proyecto de Constitución Federal de 1873. Se vio obligado a dimitir ante la imposibilidad de desarrollar su labor de gobierno tras el Cantón de Cartagena. Como intelectual se dedicó esencialmente a la Historia, la Filosofía y el Arte. Se le considera como uno de los intelectuales representativos del pensamiento más avanzado de la segunda mitad del siglo XIX. Escribió multitud de obras y fue redactor y director de varios periódicos. Tuvo contacto con las grandes figuras de la intelectualidad europea de la época, lo que le granjeó una enorme reputación en España y fuera de ella. Con una biografía intachable debida a su honradez, acompañada por una dedicación intensa a sus principios políticos, se ha convertido en un referente de la tradición democrática española. Santamaría, Antonio; Francesc Pi i Margall: Federalismo y República, El Viejo Topo, 2006.

Primeros años. Infancia y formación

Hijo de un tejedor de velos asalariado, su inteligencia y ansias por saber comenzaron a desarrollarse con precocidad y con siete años ingresó en el seminario. Por aquel entonces, una de las únicas maneras que tenían las gentes humildes de que sus hijos tuvieran estudios era logrando que los admitiesen en los seminarios, donde eran instruidos en latín y teología. Tras su paso por el seminario, y a la edad de diecisiete años, Francesc Pi i Margall accedió a la Universidad de Barcelona, donde completó sus estudios de Filosofía y posteriormente comenzó la carrera de Leyes, sufragándose sus estudios dando clases particulares. Desde muy pequeño sintió atracción por la literatura; pasión que desarrolló colaborando con el grupo de escritores románticos catalanes, sobre todo con Manuel Milá y Fontanals y Pablo Piferrer. En 1842 publicó Cataluña, primer y único volumen de La España pintoresca, una ambiciosa obra ilustrada que pretendía recoger todas las regiones de España. Una época en la que se desarrollaba la regencia de Espartero y en la que la ciudad se sublevó contra la política del regente provocando la cañoneada a la ciudad desde la fortaleza de Montjuich, que destruyó buena parte de las barriadas obreras de Sants y del Poble Nou.




En Madrid, un hombre de letras

Más tarde, en 1847 se trasladó a Madrid, donde se doctoró en Derecho a la edad de veinticuatro años. Se costeó los estudios dando clases,  publicando diversos artículos y haciendo crítica teatral en el diario El Correo, e incluso trabajando en la banca catalana como publicista. Pronto dejó de trabajar en el diario, el cual cerró por la publicación de unos polémicos artículos sobre el catolicismo, la historia y la economía política de Pi i Margall durante el gobierno de Narváez. En 1849, ya adelantó algunas de sus futuras posiciones políticas criticando severamente el sistema de partidos vigente en la España isabelina. Consideraba que todas las formaciones ( Unión LiberalPartido Moderado y Progresista) mantenían la imposibilidad de la llegada de la verdadera democracia a España. Al morir su amigo Piferrer se encargó de los Recuerdos y bellezas de España, una obra compuesta por litografías sobre paisajes españoles; terminando el volumen de Cataluña y empezando el de Andalucía, para lo cual se desplazó hasta allí en varias ocasiones. En 1851 comenzó la Historia de la pintura, que fue prohibida acusada de contener ataques al cristianismo. Los obispos y arzobispos presionaron de tal manera sobre el gobierno que Bravo Murillo, que este tuvo que ordenar la recogida de la obra. Tanto Pi i Margall como el editor se libraron de los tribunales porque la denuncia interpuesta no fue admitida por estar fuera de plazo. Por supuesto, Pi i Margall tuvo que abandonar la redacción de Recuerdos y Bellezas de España y renunciar a la publicación de todo el material que había preparado. Sus artículos en los periódicos tuvieron que aparecer con seudónimo y todos los rayos de la reacción cayeron otra vez sobre su cabeza cuando ese mismo año presentó sus Estudios sobre la Edad Media, obra que también fue prohibida por la iglesia católica española y que no fue publicada hasta 1873

Familia

En 1854, tras la Vicalvarada, intentó evitar una detención por parte de la policía refugiándose en Vergara ( Guipúzcoa), que aún conservaba parte de sus antiguos fueros. Allí se dedicó al estudio del País Vasco, reflexiones que finalmente fueron publicadas en el El Museo Universal de Barcelona bajo el título Historias y costumbres del pueblo vasco. En Vergara conoció a Petra Arsuaga Goicoechea, vecina de la localidad y con quien mantuvo un breve noviazgo. Se casaron el 22 de junio de 1854 y fruto de ese enlace nacieron varios hijos, de los cuales solo vivieron tres: 



Francisco que fue varias veces diputado en Cortes tras la muerte de su padre; Joaquín, que trabajó en la edición y conclusión de las obras de su padre; y su hija Dolores. Santamaría (2006).

El hombre político

En 1848 ingresó en el Partido Democrático y en 1854 dejó de ser un hombre de letras para dedicarse a la política. En pocos años se hizo notar en el partido comenzando a ganar popularidad entre sus compañeros y demás políticos del ala izquierda y socialista. Participó directamente en la Revolución de 1854, siendo autor de una proclama radical, que no fue aceptada por la Junta revolucionaria, y del folleto El eco de la revolución, donde se pide el armamento general del pueblo y la convocatoria de Cortes Constituyentes por sufragio universal que estableciesen la libertad de imprenta, la de conciencia, la de enseñanza, la de reunión y la de asociación, entre otras más.
Veamos el llamamiento:

“I. AL PUEBLO.
«Pueblo: Después de once años de esclavitud has roto al fin con noble y fiero orgullo tus cadenas. Este triunfo no lo debes a ningún partido, no lo debes al ejercito, no lo debes al oro ni a las armas de los que tantas veces se han arrogado el título de ser tus defensores y caudillos. Este triunfo lo debes a tus propias fuerzas, a tu patriotismo, a tu arrojo, a ese valor con que desde tus frágiles barricadas has envuelto en un torbellino de fuego las bayonetas, los caballos y los cañones de tus enemigos. Helos allí rotos, avergonzados, encerrados en sus castillos, temiendo justamente que te vengues de su perfidia, de sus traiciones, de su infame alevosía.
Tuyo es el triunfo, pueblo, y tuyos han de ser los frutos de esa revolución, ante la cual quedan oscurecidas las glorias del Siete de Julio y el Dos de Mayo. Sobre ti, y exclusivamente sobre ti, pesan las cargas del Estado; tú eres el que en los alquileres de tus pobres viviendas pagas con usura al propietario la contribución de inmuebles, tú el que en el vino que bebes y en el pan que comes satisfaces la contribución sobre consumos, tú. el que con tus desgraciados hijos llenas las filas de ese ejército destinado por una impía disciplina a combatir contra ti y a derramar tu sangre. ¡Pobre e infortunado pueblo! no sueltes las armas hasta que no se te garantice una reforma completa y radical en el sistema tributario, y sobre todo en el modo de exigir la contribución de sangre, negro borrón de la civilización moderna, que no puede tardar en desaparecer de la superficie de la tierra.
Tú, que eres el que más trabajas, ¿no eres acaso el que más sufres? ¿Qué haría sin ti esa turba de nobles, de propietarios, de parásitos que insultan de continuo tu miseria con sus espléndidos trenes, sus ruidosos festines y sus opíparos banquetes? Ellos son, sin embargo, los que gozan de los beneficios de tu trabajo, ellos los que te miran con desprecio, ellos los que, salvo cuando les inspiran venganzas y odios personales, se muestran siempre dispuestos a remachar los hierros que te oprimen. Para ellos son todos los derechos, para ti todos los deberes; para ellos los honores, para ti las cargas. No puedes manifestar tu opinión por escrito, como ellos, porque no tienes seis mil duros para depositar en el Banco de San Fernando; no puedes elegir los concejales ni los diputados de tu patria, porque no disfrutas, como ellos, de renta, ni pagas una contribución directa que puedas cargar luego sobre otros ciudadanos; eres al fin, por no disponer de capital alguno, un verdadero paria de la sociedad, un verdadero esclavo.
¿Has de continuar así después del glorioso triunfo que acabas de obtener con el solo auxilio de tus propias armas? Tú, que eres el que trabajas; tú, que eres el que haces las revoluciones; tú, que eres el que redimes con tu sangre las libertades patrias; tú, que eres el que cubres todas las atenciones del Estado, ¿no eres por lo menos tan acreedor como el que más a intervenir en el gobierno de la nación, en el gobierno de ti mismo? O proclamas el principio del Sufragio Universal, o conspiras contra tu propia dignidad, cavando desde hoy con tus propias manos la fosa en que han de venir a sepultarse tus conquistadas libertades. Acabas de consignar de una manera tan brillante como sangrienta tu soberanía; y ¿la habías de abdicar momentos después de haberla consignado? Proclama el Sufragio Universal, pide y exige una libertad amplia y completa. Que no haya en adelante traba alguna para el pensamiento, compresión alguna para la conciencia, límite alguno para la libertad de enseñar, de reunirte, de asociarte. Toda traba a esas libertades es un principio de tiranía, una causa de retroceso, un arma terrible para tus constantes o infatigables enemigos. Recuerda cómo se ha ido realizando la reacción por la que has pasado: medidas represivas, que parecían en un principio insignificantes, te han conducido al borde del absolutismo, de una teocracia absurda, de un espantoso precipicio. Afuera toda traba, afuera toda condición; una libertad condicional no es una libertad, es una esclavitud modificada y engañosa.
¿Depende acaso de ti que tengas capitales? ¿Cómo puede ser, pues, el capital base y motivo de derechos que son inherentes a la calidad de hombre, que nacen con el hombre mismo? Todo hombre que tiene uso de razón es, solo por ser tal, elector y elegible; todo hombre que tiene uso de razón es, solo por ser tal, soberano en toda la extensión de la palabra. Puede pensar libremente, escribir libremente, enseñar libremente, hablar libremente de lo humano y lo divino, reunirse libremente; y el que de cualquier modo coarte esta libertad, es un tirano. La libertad no tiene por límite sino la dignidad misma del hombre y los preceptos escritos en tu frente y en tu corazón por el dedo de la naturaleza. Todo otro límite es arbitrario, y como tal, despótico y absurdo.
La fatalidad de las cosas quiere que no podamos aun destruir del todo la tiranía del capital; arranquémosle por de pronto cuando menos esos inicuos privilegios y ese monopolio político con que se presenta armado desde hace tantos años; arranquémosle ese derecho de cargar en cabeza ajena los gravámenes que sobre él imponen, solo aparentemente, los gobiernos. Que no se exija censo para el ejercicio de ninguna libertad, que baste ser hombre para ser completamente libre.
No puedes ser del todo libre mientras estés a merced del capitalista y del empresario, mientras dependa de ellos que trabajes o no trabajes, mientras los productos de tus manos no tengan un valor siempre y en todo tiempo cambiable y aceptable, mientras no encuentres abiertas de continuo cajas de crédito para el libre ejercicio de tu industria; mas esa esclavitud es ahora por de pronto indestructible, esa completa libertad económica es por ahora irrealizable. Ten confianza y espera en la marcha de las ideas: esa libertad ha de llegar, y llegará cuanto antes sin que tengas necesidad de verter de nuevo la sangre con que has regado el árbol de las libertades públicas.
¡Pueblo! Llevas hoy armas y tienes en tu propia mano tus destinos. Asegura de una vez para siempre el triunfo de la libertad, pide para ello garantías. No confíes en esa ni en otra persona; derriba de sus inmerecidos altares a todos tus antiguos ídolos.
Tu primera y más sólida garantía son tus propias armas; exige el armamento universal del pueblo. Tus demás garantías son, no las personas, sino las instituciones; exige la convocación de Cortes Constituyentes elegidas por el voto de todos los ciudadanos sin distinción ninguna, es decir, por el Sufragio Universal. La Constitución del año 37 y la del año 12 son insuficientes para los adelantos de la época; a los hombres del año 34 no les puede convenir sino una Constitución formulada y escrita según las ideas y las opiniones del año en que vivimos. ¿Qué adelantamos con que se nos conceda la libertad de imprenta consignada en la Constitución del 37? Esta libertad está consignada en la Constitución del 37 con sujeción a leyes especiales, que cada gobierno escribe conforme a sus intereses, y a su más o menos embozada tiranía. Esta libertad no se extiende, además, a materias religiosas. ¿Es así la libertad de imprenta una verdad o una mentira?
La libertad de imprenta, como la de conciencia, la de enseñanza, la de reunión, la de asociación y todas las demás libertades, ya os lo hemos dicho, para ser una verdad deben ser amplias, completas, sin trabas de ninguna clase.
¡Vivan, pues, las libertades individuales, pueblo de valientes! ¡Viva la Milicia Nacional! ¡Vivan las Cortes Constituyentes! ¡Viva el Sufragio Universal! ¡Viva la reforma radical del sistema tributario.»
II. AL PUEBLO DE MADRID
«Pueblo de Madrid: Has sido verdaderamente un pueblo de héroes. La España entera te saluda llena de entusiasmo y entreteje coronas para tus banderas. Si hoy se levantaran de sus sepulcros los esforzados varones del Siete de Julio y el Dos de Mayo ¡con qué orgullo diría cada cual: «¡Estos son mis hijos! Habéis oscurecido las glorias de vuestros padres, defensores del Diez y siete y del Diez y ocho.» ¿Qué ejército ha de bastar ya para venceros? ¡Alerta, sin embargo, pueblo! ¡Que no sean infructuosos tus esfuerzos! ¡Que no sea infructuosa la sangre que has vertido! ¡Unión y energía, y sobre todo serenidad! ¡No te dejes cegar por tu propio entusiasmo! ¡No te dejes llevar de nuevo por tus viejos ídolos! ¡En las instituciones, en las cosas debes fijar tu amor, no en las personas, cuyas mejores intenciones tuerce no pocas veces el egoísmo, la preocupación y la ignorancia! ¡Recuerda cuantas veces has sido engañado, villanamente vendido! ¡Mira por tu propia conservación, sé cauto, sé prudente! ?De ti depende en este momento la suerte de toda la nación, destinada tal vez a cambiar la faz de Europa, contribuyendo a romper los hierros de los demás pueblos Un chispazo produce no pocas veces un incendio; ¡qué no podrá producir tu noble y generoso ejemplo!
—Hoy el pueblo prosigue con mayor actividad que nunca la construcción de barricadas. La tropa permanece impasible en sus baluartes y cuarteles. Hay una tregua completa; pero no tranquilidad ni confianza. La actitud del pueblo es como debe ser, imponente. Ir ganando terreno es su deber mientras la tropa no se entregue y fraternice con el pueblo, de que ha salido. ¿Hasta cuándo querrá ensañarse el soldado contra un paisanaje a que ha pertenecido, y a cuyo seno ha de volver más o menos tarde?
Se nos ha hablado de jefes, sobre todo del arma de artillería, que están en favor de las ideas más adelantadas: ¿cómo no se han pasado ya al ejército del pueblo? Hace dos días era excusable su apatía; hoy es ya criminal, sobre todo cuando de su adhesión a la santa causa que se defiende, depende tal vez el término de los sangrientos conflictos que hace dos días tienen lugar entre el ejército y el pueblo.
—Casi en todas las ciudades se han pronunciado a la vez pueblo y ejército: ¿de qué dependerá que no haya sucedido así en esta corte? Una sola palabra de una mujer bastaba para ahorrar centenares de víctimas; esta sola palabra ha sido pronunciada, pero muy tarde. ¿Ha de agradecerla el pueblo? El pueblo no la ha obtenido, la ha arrancado a fuerza de armas y de sangre. El pueblo no debe agradecer nada a nadie. El pueblo se lo debe todo a sí mismo.
—¿Cuándo va a entrar Espartero? ¿Cuándo O'Donnell y Dulce? Espartero no puede entrar a constituir un ministerio sino bajo las condiciones escritas en las banderas de las barricadas. Dulce es progresista, y no puede oponerse, si quiere ser consecuente a sus principios, a la voluntad del pueblo armado; O'Donnell, en una especie de proclama fechada en Manzanares, se ha manifestado dispuesto a secundar los esfuerzos de las entonces futuras juntas de gobierno. ¿Llenarán todos su misión? ¿Cumplirán todos su deber y su palabra? El pueblo debe estar preparado a todas las eventualidades, y no dormir un solo momento sobre sus laureles. ¡Alerta, pueblo de Madrid, alerta!
—Se ha entregado la guardia del Principal; el pueblo ha recibido con entusiasmo a los soldados.
—Siguen aun apoderados de los Consejos los municipales, que están, como nunca, cometiendo asesinatos, disparando alevosamente entre las tablillas de las celosías contra todo paisano armado o desarmado que asoma por la plaza inmediata o por la calle del Sacramento. ¿Será posible que después del triunfo se conserve un solo momento esa infame guardia municipal?
—El general San Miguel ha sido nombrado capitán general de Madrid y ministro de la Guerra. ¿Cómo se concibe que siga aun el fuego en la plazuela de los Consejos?
—Huesca se ha pronunciado y ha constituido una Junta de gobierno, en cuyo programa, abiertamente democrático, viene consignado el principio salvador del Sufragio Universal. Toledo tiene también una Junta de gobierno democrática. ¡Pueblo de Madrid, aprende y obra! »

Considerados como planteamientos demasiado avanzados para la época, tuvo que pasar un tiempo en prisión



Ésta es la portada de 1839 del ambicioso proyecto artístico-literario de once volúmenes titulado Recuerdos y Bellezas de España.
En el mismo año (1854) expuso su doctrina política en La reacción y la revolución, donde ataca la monarquía, la propiedad omnímoda y el cristianismo, Maíz, Ramón; Estudio Introductorio a "Las Nacionalidades", Akal, Madrid, 2009, p. 7. y esboza como solución la revolución democrática de base popular. En ella aparecen nítidamente las definiciones democráticas radicales, superadoras del propio liberalismo y uno de los puntos de partida de futuras definiciones socialistas no burguesas. Aunque la obra ya contenga las doctrinas federalistas que defenderá durante su presidencia, la idea principal que desarrolla es la libertad y la soberanía individual, que puso por encima de la soberanía popular y por lo que ha sido reivindicado por los ácratas en algunas ocasiones.
Veamos un extracto del capítulo dedicado a la Revolución, quizás uno de los textos más interesantes que puedan leerse:



“La revolución. Dogma democrático. La libertad moral y la libertad política. La soberanía del individuo y la del pueblo


He analizado ya la reacción; voy a analizar la revolución. Como he demostrado que aquélla es la guerra, voy a demostrar que ésta es la paz de las naciones. Tarea ardua tal vez a los ojos del lector, no ya a los míos.
¿Qué es la revolución? La revolución es, hoy como siempre, la fórmula de la idea de justicia en la última de sus evoluciones conocidas, la sanción absoluta de todas nuestras libertades, el reconocimiento social de esa soberanía que la ciencia moderna ha reconocido en nosotros al consignar que somos la fuente de toda certidumbre y todo derecho. No es ya una simple negación, es una afirmación completa. Tiene por principio y fin el hombre, por medio el hombre mismo, es decir, la razón, el deber, la libertad; cosas en el fondo idénticas. Su forma es también humana en cuanto cabe. Representa aún el poder, pero tiende a dividirlo; no mata aún la fuerza, pero le clava el puñal hasta donde sabe y puede. Divide el poder cuantitativa, no cualitativamente, como nuestros constitucionales. Está limitada, pero ella no ve límite, porque cree en el progreso indefinido. Es, para condensar mejor mi pensamiento, en religión atea, en política anarquista: anarquista en el sentido de que no considera el poder sino como una necesidad muy pasajera; atea, en el de que no reconoce ninguna religión, por el mero hecho de reconocerlas todas; atea aún, en el de que mira la religión como obra de nuestro yo, como hija espontánea de la razón humana en su época de infancia.
Sé bien que muchos revolucionarios, si no en público, en secreto, han de levantar contra esta explicación una enérgica protesta; mas sus protestas no me espantan; no me obligarán de seguro a borrar ni una palabra. Unas serán inspiradas por la hipocresía, otras por la ignorancia; ninguna por la ciencia. Hay una grave falta en muchos de nuestros revolucionarios, la de que no tienen aún una plena conciencia de la nueva idea. La reacción se lo echa en cara a cada paso, y es preciso confesar que está en lo justo. Divagan casi siempre, suplen casi siempre la escasez de razones con vanos alardes de más o menos sublimes sentimientos. El sentimentalismo, conviene tenerlo muy presente, podrá seducir al pueblo rudo, nunca al pueblo inteligente; y es siempre éste el que decide la suerte de las grandes causas. La doctrina de Jesucristo, antes de triunfar, necesitó de un Orígenes que la racionalizara, poniendo a su servicio la filosofía del antiguo mundo; Proudhon, con su lógica inflexible, ha hecho dar más pasos a la economía que los socialistas juntos con sus arranques de imaginación y de humanitarismo.
Urge abandonar este camino, urge que la revolución busque en la ciencia su baluarte inexpugnable, porque está allí precisamente ese baluarte. La vaguedad disuelve los partidos, la vacilación los mata, y es ya necesario de toda necesidad que los que los representan o dirigen no hayan de retroceder ante ninguna cuestión ni ante ninguna pregunta de sus adversarios. Está la ciencia erizada de dificultades, y algunos, por temor de abordarla, la desprecian; mas esto es propio de entendimientos débiles. Si creen suficiente pensar por sí, sepan que se engañan. Se progresa porque el hombre continúa la obra del hombre, no porque un hombre independientemente de los demás se eleve a la encumbrada región del pensamiento. Siguiendo este sistema, es muy probable que, después de mil largas elucubraciones, o no nos explicásemos las opiniones adquiridas o cayésemos en los errores de hace siglos. En las ciencias esa absoluta independencia es imposible; lo es hasta en la rítmica, aunque no en la simbólica, del arte. En ciencias es tan vituperable hacerse esclavo de la autoridad como dejar de consultar las obras de los grandes maestros. El entendimiento, para proceder a investigaciones ulteriores, necesita de un punto de partida.
Pero me extralimito sin sentirlo. El triste estado de la ciencia en España me obliga, tanto por la ignorancia de muchos revolucionarios, a usar este lenguaje. Veo en prensa, en el parlamento, en la universidad, en todas partes, el vacío. No hay entre nosotros escuelas, no hay crítica, no hay lucha. La voz del más audaz innovador es aquí la verdadera voz del que clama en el desierto. El empirismo lo domina todo; el racionalista apenas se atreve a hablar, por temor de caer en el ridículo. A tal situación nos ha llevado, entre otras causas, la intolerancia religiosa.
Vuelvo ahora a mi asunto. Creo inútil decir que la revolución está hoy representada en los demócratas. Ahora bien, los demócratas han escrito, no uno, sino cien programas; ¿podemos formular por ellos el dogma democrático? Ni veo en su conjunto la razón de que este dogma se desprende, ni orden en sus elementos constitutivos, ni lógica en la clasificación de las libertades individuales. Hablan aún de la libertad de conciencia, que no es más que la de imprenta; de la de enseñanza, que viene incluida en la de reunión o en la del trabajo; de la de asociación política, que confunden a menudo con la social o la económica. No dicen nunca una palabra ni sobre el principio en que ha de descansar la nueva organización del poder público ni sobre su forma de gobierno. Para colmo de desventura, algunos escritores hacen las más injustificables transacciones con la monarquía y la Iglesia; los más de los oradores, si no todos, están siempre en el terreno de las reticencias, que es el peor de los terrenos.
Conviene formular este dogma, y voy a formularlo. – Homo sibi Deus, ha dicho un filósofo alemán: el hombre es para sí su realidad, su derecho, su mundo, su fin, su Dios, su todo. Es la idea eterna, que se encarna y adquiere la conciencia de sí misma; es el ser de los seres, el ley y legislador, monarca y súbdito. ¿Busca un punto de partida para la ciencia? Lo halla en la reflexión y en la abstracción de su entidad pensante. ¿Busca un principio de moralidad? Lo halla en su razón, que aspira a determinar sus actos. ¿Busca el universo? Lo halla en sus ideas. ¿Busca la divinidad? La halla consigo.
Un ser que lo reúne todo en sí es indudablemente soberano. El hombre pues, todos los hombres son ingobernables. Todo poder es un absurdo. Todo hombre que extiende la mano sobre otro hombre es un tirano. Es más: es un sacrílego.
Entre dos soberanos no caben más que pactos. Autoridad y soberanía son contradictorios. A la base social autoridad debe, por lo tanto, sustituirse la base social contrato. Lo manda así la lógica.
La democracia ¡cosa rara! Empieza a admitir la soberanía absoluta del hombre, su única base posible; mas rechaza aún esa anarquía, que es una consecuencia indeclinable. Sacrifica la lógica, como los demás partidos, ante los intereses del momento, o cuando no, considera ilegítima la consecuencia, por no comprender la conservación de la sociedad sin un poder que la gobierne. Este hecho es sumamente doloroso. ¿Se reconocerá pues siempre mi soberanía sólo para declararla irrealizable? ¿No seré nunca soberano sino de nombre? ¿Con qué derecho combatiré entonces a los que combatan mi sistema?
Yo, que no retrocedo ante ninguna consecuencia, digo: El hombre es soberano, he aquí mi principio; el poder es la negación de su soberanía, he aquí mi justificación revolucionaria; debo destruir este poder, he aquí mi objeto. Sé de este modo de dónde parto y adónde voy, y no vacilo.
¿Soy soberano? continúo; soy pues libre. Mi soberanía no consiste sino en la autonomía de mi inteligencia: ¿cuándo la ejerzo positivamente? Sólo cuando dejo de obedecer a toda influencia subjetiva, y arreglo a las determinaciones de la razón todos mis actos. ¿Es otra cosa mi libertad que esa independencia de mis acciones de todo motivo externo?
Mi soberanía, sigo observando, no puede tener límites, porque las ideas de soberanía y limitación son entre sí contradictorias; si mi libertad no es, por lo tanto, más que mi soberanía en ejercicio, mi libertad no puede ser condicionada; es absoluta.
Pero yo, me replico, no vivo aislado del resto de la especie; ¿cómo he de conservar entre mis asociados la plenitud de mi libertad ni la de mi soberanía? ¿Las habré verdaderamente sacrificado en parte a los intereses colectivos? Mas lo absoluto, me contesto, es, sólo por ser tal, indivisible; sacrificios parciales de mi soberanía ni de mi libertad, no cabe siquiera concebirlos. ¿Para qué puedo, además, haberme unido con mis semejantes? Cuando esta libertad y esta soberanía me constituyen hombre, ¿no habrá sido naturalmente para defenderlas contra todo ataque? Entre dos soberanías en lucha, reducidas a sí mismas, era posible un solo árbitro, la fuerza; la sociedad política no pudo ser establecida con otro objeto que con el de impedir la violación de una de las dos soberanías o la de sus contratos, es decir, con el de reemplazar la fuerza por el derecho, por las leyes de la misma razón, por la soberanía misma. Una sociedad entre hombres, es evidente que no pudo ser concebida sobre la base de la destrucción moral del hombre. Mi libertad, por consiguiente, aun dentro de la sociedad es incondicional, irreductible.
¿Ha existido, sin embargo, una sola sociedad que no la haya limitado? Ninguna sociedad ha descansado hasta ahora sobre el derecho; todas han sido a cual más anómalas y, perdóneseme la paradoja, antisociales. Han sentado sobre las ruinas de la soberanía y de la libertad de todos, las de uno, las de muchos, las de las mayorías parlamentarias, las de las mayorías populares; las sientan todavía. Su forma no ha alterado esencialmente su principio, y por esto condeno aún como tiránicos y absurdos todos los sistemas de gobierno, o lo que es igual, todas las sociedades, tales como están actualmente constituidas.
La constitución de una sociedad de seres inteligentes, y por lo mismo soberanos, prosigo, ha de estar forzosamente basada sobre el consentimiento expreso, determinado y permanente de cada uno de sus individuos. Este consentimiento debe ser personal, porque sólo así es consentimiento; recae de un modo exclusivo sobre las relaciones sociales, hijas de la conservación de nuestra personalidad y del cambio de productos, porque implica que recaiga sobre lo absoluto; estar constantemente abierto a modificaciones y reformas, porque nuestra ley es el progreso. Busco si es verdad esta aserción, y encuentro que sin este consentimiento la sociedad es toda fuerza, porque el derecho está en mí, y nadie sino yo puede traducir en ley mi derecho. La sociedad, concluyo por lo tanto, o no es sociedad, o si lo es, lo es en virtud de mi consentimiento.
Mas examino atentamente las condiciones de esta nueva sociedad, y observo que para fundarla, no sólo es necesario acabar con la actual organización política, sino también con la económica; que es indispensable, no ya reformar la nación, sino cambiar la base; que a esto se oponen infinitos intereses creados, una preocupación de siglos que nadie aún combate, una ignorancia casi completa de la forma y fondo de ese mismo contrato individual y social que ha de sustituir la fuerza; que esta oposición, hoy por hoy, hace mi sociedad imposible. No por esto retrocedo; digo: La constitución de una sociedad sin poder es la última de mis aspiraciones revolucionarias; en vista de este objeto final, he de determinar toda clase de reformas.
¿Me conduce a este objeto la creación de un poder fuerte? Si todo poder es en sí tiránico, cuanto menor sea su fuerza, tanto menor será su tiranía. El poder, hoy por hoy, debe estar reducido a su menor expresión posible.
¿Le da fuerza la centralización? Debo descentralizarlo. ¿Se la dan las armas? Debo arrebatárselas. ¿Se la dan el principio religioso y la actual organización económica? Debo destruirlo y transformarla. Entre la monarquía y la república, optaré por la república; entre la república unitaria y la federativa, optaré por la federativa; entre la federativa por provincias o por categorías sociales, optaré por la de las categorías. Ya que no pueda prescindir del sistema de votaciones, universalizaré el sufragio; ya que no pueda prescindir de magistraturas supremas, las declararé en cuanto quepa revocables. Dividiré y subdividiré el poder, lo movilizaré, y lo iré de seguro destruyendo.
¿Sobre qué legisla hoy el poder público? Hoy legisla aún sobre mis derechos naturales; los pondré fuera del alcance de sus leyes. Hoy legisla aún sobre mi propiedad; la anularé sobre los instrumentos de trabajo, y la proclamaré sobre los frutos de mi inteligencia y de mis manos completamente inlegislable. Rebajaré sin cesar su facultad legislativa; con ella, como es natural, la ejecutiva; y no le dejaré al fin con más atribuciones que la de saldar el debe y el haber de los intereses generales.
No creo ya necesario añadir una palabra más sobre este asunto. Este es todo mi dogma, este es, o debe por lo menos ser, el dogma democrático. Admitido el principio de la soberanía individual, y la democracia lo acepta a no dudarlo, no cabe venir a parar sino a estas conclusiones. Las implacables leyes de la dialéctica las imponen terminantemente, y las impondrán más tarde o temprano a la democracia, si no se las han impuesto.

Son, dicen, alarmantes. Es hasta una imprudencia revelarlas. – Mas no admito este argumento. No enseñemos a los pueblos a ser lógicos, y derramarán estérilmente su sangre en otras cien revoluciones. No dirijamos el hacha contra el seno del poder mismo, y consumirán siglos en ir de la monarquía a la república, y de la república a las dictaduras militares. Después de cada triunfo, “queremos –dirán como hasta ahora- un poder fuerte, capaz de arrollar a nuestros enemigos”; y como hasta ahora, se forjarán nuevas cadenas con sus propias manos. Las preocupaciones más arraigadas, lo he dicho ya, son las que más necesitan de rudos y enérgicos ataques; la alarma es, además de inevitable, útil. Llama poderosamente la atención sobre las ideas que han logrado producirla, las siembre en todas las conciencias y en todos los intereses alarmados. ¡Desgraciada de la idea que no alcanza a sublevar contra sí los ánimos! Hará difícilmente prosélitos, morirá olvidada o despreciada. Mas ¿se teme verdaderamente la alarma? Se aspira a ser inmediatamente gobierno: he aquí la causa de la inconsecuencia.

Los argumentos de los reaccionarios contra la teoría son, cuando menos en la apariencia, algo más fuertes. ¿Cómo probáis, nos preguntan, la soberanía del hombre? Si esta es una verdad, ¿en qué consiste la del pueblo? Habéis demostrado la libertad moral; pero la moral y la política ¿son acaso idénticas? – La soberanía individual la dejo ya probada; voy sólo a dar más claridad y más extensión a mis razones. Cogito, ergo sum: este es aún hoy el principio de toda ciencia. Fichte, con su A = A, no ha hecho sino concretarlo, para hacerlo más palpable. Sin reconocer antes mi realidad no hay, en efecto, base para mis conocimientos. O caigo en el empirismo o en el misticismo, ambos igualmente distantes de la ciencia verdadera. El saber deriva pues todo de un hecho de mi inteligencia, del hecho de sentirse. ¿Cómo se desarrolla? Evidentemente por la acción de esa inteligencia misma. Sin ella, toda clasificación, toda generalización, todo descubrimiento de un principio serían imposibles. La experiencia contribuye sin disputa al desenvolvimiento; mas como un simple estímulo de la razón, como la causa determinante de sus actos.
Sólo de mi razón procede también el derecho. Los apetitos pueden mover mi voluntad, pero mis acciones no son rigurosamente morales sino cuando están determinadas por la inteligencia. La inteligencia aspira sin cesar a decidirlas, y ya que no haya podido evitarlas, emite sobre ellas juicios que constituyen los remordimientos. Universalizad el motivo de cada acción moral, y tendréis luego las leyes que han de servir de paradigma a toda ley escrita. Una ley no es más que un juicio, y si es o no este juicio injusto, sólo mi ley moral es capaz de decidirlo. El derecho, por lo tanto, lo mismo que el saber, o no existe o existe dentro de mí mismo.
Lo mismo sucede hasta cierto punto con Dios y el universo. ¿Cómo concibo la existencia de Dios? Adquiriendo la conciencia de mi entidad pensante, observando que por ella entro en los dominios de la ciencia, encontrando en ella su ley y su principio, reconociendo en ella ese mismo espíritu, cuyas evoluciones ha ido registrando la historia de cuarenta siglos. Descubro luego una identidad completa entre el espíritu y el mundo; y elevándome a la fuente de donde pudo manar tanta vida y tanta idea, o abrazándolas en su conjunto majestuoso, he aquí, digo, ese Dios que he buscado en vano en el orden de la naturaleza, en la relación del motor al movimiento, en los filósofos antiguos y en los libros santos. Podrán aún indudablemente ocurrir dudas sobre si ese Dios es el universo mismo; mas no sobre si es también hijo de nuestra inteligencia. Ya que no seamos Dios, ¿no somos por lo menos su conciencia?
¿Y el mundo? Se me dirá tal vez. Mas si Dios es el espíritu universal, y sólo bajo este concepto podemos concebirle, ¿qué es el mundo más que un vasto conjunto de manifestaciones del espíritu? Ahora bien, ese espíritu sólo en el hombre se siente y se conoce. El mundo entero debe pues yacer en estado de idea en el fondo de mi inteligencia, sus impresiones no pueden hacer más que despertar aquella idea. La idea ¿no subsiste acaso en mí independientemente del objeto? ¿No hay ideas categóricas?
Si todo está, por consiguiente, en mí, soy, repito, soberano. Pero quiero dar aún pruebas, si no tan filosóficas, más comprensibles para la generalidad de mis lectores. Dado que no resida la soberanía en el individuo, ¿en quién reside? ¿En la colectividad? ¿en la Iglesia? ¿en los profetas inspirados por Dios mismo? La revelación, las decisiones eclesiásticas, las opiniones de los pueblos, las creencias de la humanidad entera, han caído y caen ante la razón de un solo hombre. En un solo hombre se manifiesta cada una de las infinitas evoluciones del espíritu. Dentro de cada hombre hay un tribunal para juzgar de todo pensamiento que se lanza al mundo. Se me quiere imponer una idea, y no se puede cuando mi inteligencia la rechaza. No bastan ni la autoridad ni las armas. Sólo mi propia razón alcanza a tanto.
¿No se observa acaso lo mismo en el orden de los fenómenos morales? Mi voluntad es incoercible, la noción de mi deber irreformable, a no ser por mi peopia inteligencia. En vano se me enseña una legislación dictada por Dios, adoptada por cien naciones, sancionada por los siglos; mi ley moral la juzga, y pronuncia sobre ella su inapelable fallo. Si la cree injusta, la condena irremisiblemente.
La sociedad y la autoridad, es decir, la fuerza, no puede nada sino en nuestros cuerpos, sujetos, como todo organismo, a la ley de una necesidad inevitable. Adviértase ahora que no hay razón que no recuse el imperio de esa fuerza, y se habrá de convenir, más que no se quiera, en la existencia de mi soberanía. El que la niegue, negará desde entonces la posibilidad de dos cosas importantes: la libertad y el progreso. Si no soy soberano, obedezco a influencias exteriores, no soy libre. Si no soy soberano, he de sujetarme a los juicios de la colectividad; no puede haber progreso. Todo progreso, es un hecho irrecusable, empieza y ha de empezar forzosamente por la negación individual de un pensamiento colectivo. Negad mi derecho para esta negación, y no sabéis de seguro explicarme cómo ha tenido lugar el más insignificante de nuestros adelantos.
El segundo argumento de los reaccionarios presenta ya muchas más dificultades. Se aturdirá tal vez el lector de lo que voy a decir, pero lo creo una consecuencia severamente lógica. La soberanía del pueblo es una pura ficción, no existe. No se la puede admitir como principio, sólo sí como medio, y medio indispensable, para acabar con la mistificación del poder, destruyéndolo hasta en la postrera de sus formas. Oigo ya los alaridos de triunfo de los absolutistas; pero me apresuro a declarar que son aún más infundados que la idea que ahora niego. La de la soberanía del individuo destruye tanto por su base el sistema constitucional como el monárquico.
¡Negar la soberanía nacional!... ¡Qué herejía! Exclamarán hasta muchos de los que se llaman hoy demócratas. Mas no quiero que se recuerde sino hechos de ayer, hechos recientes. La soberanía nacional ha sido puesta a discusión en la Asamblea. Los oradores más notables, los jefes de todos los partidos han hablado. Nadie ha sabido explicarla. Sus impugnadores han aparecido como otros tantos Ayax luchando en las tinieblas. No han dado jamás contra el cuerpo del enemigo, porque combatían en realidad contra un fantasma. ¿Dice acaso poco este hecho?
Próximos ya a terminarse los debates, alzó la voz un joven orador republicano, que considerando aún intacta la cuestión, quiso de nuevo abordarla. La abordó, y dio su solución; mas ¿satisfizo? Esta solución, que por de pronto hubo de disipar la duda en muchos, era precisamente la negación de lo que se defendía. Sólo de nuestra inteligencia, decía el orador, deriva la soberanía de los pueblos; o lo que es lo mismo, sólo en la soberanía individual descansa la soberanía colectiva. Error gravísimo, que no puede menos de quedar destruido con solo probar mi tesis.
La idea de soberanía es absoluta; no tiene su menos ni su más, no es divisible ni cuantitativa ni cualitativamente. ¿Soy soberano? no cabe pues sobre mí otra soberanía, ni cabe concebirla. Admitida, por lo tanto, la soberanía individual, ¿cómo admitir la colectiva? Quiero que se me responda a esta pregunta.
Véase además si los hechos no están en corroboración de mi teoría. Mi inteligencia ¿no se rebela a cada paso contra las determinaciones de esa pretendida soberanía de los pueblos? Si las leyes no me dejan la esperanza de poder renovar pacíficamente estas determinaciones, ¿no apelo acaso a la violencia? Admitida por un momento la posibilidad de las dos soberanías, la colectiva sería lógicamente superior a la del individuo; ¿en virtud de qué principio podría nunca protestar ésta contra la acción de aquélla?
Mas hasta la hipótesis es terriblemente absurda; la soberanía nacional no necesita otra estocada; dejémonos de luchar contra un cadáver.
¿Cuál es entonces vuestra base? se me dice. Pero ¿se ha olvidado ya que he escrito que entre soberanos no caben más que pactos? El contrato, y no la soberanía del pueblo, debe ser la base de nuestras sociedades.
He declarado, sin embargo, que hoy esta base es imposible. ¿En qué, podrá preguntárseme, descansará, mañana que triunfe la revolución, el gobierno del Estado? Filosóficamente hablando, en lo que hoy, en la nada; descendiendo al terreno de los hechos, en la misma ficción de la soberanía. Ficción, como llevo indicado, necesaria. Necesaria, porque hay todavía intereses individuales y sociales; necesaria, porque se considera aún tal la existencia de una institución que atienda a los de la masa general del pueblo. Si hay intereses colectivos, parece cuando menos evidente que la colectividad ha de resolver acerca de ellos. Si no hay poder más natural ni más legítimo, natural y legítimo parece que se la reconozca soberana. De no, ¿quién osará erigirse, y con qué derecho, en árbitro supremo de aquellos intereses? ¿El individuo, cuya soberanía está probada? Mas ¿qué individuo? Está además probado que es, no soberano de la sociedad, sino soberano de sí mismo. ¿Habrá alguno que pueda presentar para el ejercicio del poder un título capaz de imponer por sí solo a todo un pueblo?
Es triste deber aceptar una ficción; mas quiero que si hay otro medio, me lo revelen, ya mis correligionarios, ya mis enemigos. El poder, como la religión y la propiedad, no deriva de la voluntad de nadie; existe por sí y ante sí, obra constantemente obedeciendo a las condiciones fatales de su propia vida. Nuestra inteligencia lo niega, y ¿no se atreve aún a condenarlo? Debe pues, a pesar suyo, basarlo sobre ficciones, y no sobre principios. Como, empero, las ficciones no tienen sino la fuerza convencional que se les presta; como la lógica, por otra parte, las resiste; como fuera de ésta no caben sino contradicciones, que tarde o temprano han de sentirse; esas ficciones caducan sin remedio, mueren para dar a otras la existencia, debilitan la causa que sostienen, acaban al fin con ella. Son por esto tan necesarias en sí como necesarias por sus resultados”.





Durante el Bienio Progresista, el pueblo de Barcelona propuso a Pi i Margall como candidato a diputado en las Cortes de ese año ( 1854), mas no saldrá elegido. En la segunda vuelta, por pocos votos de diferencia, fue derrotado por el general Prim, miembro del Partido Progresista. Sus diferencias con los progresistas y con un amplio sector de su partido se fueron acentuando. Conforme iba aumentando su actividad política y su prestigio, fue recibiendo ataques de «inflexible» o «doctrinario», lo que minó su capacidad de influencia política. El exotismo de su pensamiento se hacía cada día mas evidente, ya que por aquel entonces su discurso era muy crítico con el centralismo y la situación social.
Pero en 1854 entró de lleno en política activa con su libro La reacción y la revolución, que se anticipó, en cierto modo, a la obra de Proudhon Du principe fédératif. Pi procedía de la amplia corriente liberal, que -como apunta Antoni Jutglar- se fue diversificando con el tiempo. Pi no se quedó en el primer estadio del liberalismo, que es el liberalismo económico, sino que -como otros intelectuales demócratas- defendió también el liberalismo cultural y el político. Una defensa que proyectó, de entrada, en la que entonces se llamaba la cuestión social, y que se encuentra, en cierta medida, en la génesis del pensamiento socialista. 
Y fue este mismo liberalismo cultural y político el que impulsó Pi a denunciar-en palabras de Pere Anguera-"la vertebración deficiente de España". Son también de 1854 estas ideas de Pi: "La paz es en España ¡Cuidado más inasequible, Cuando que apenas hay un sistema de administración, de economía, de hacienda, que no lastime Los intereses y las opiniones de una localidad [...] . Muchas de las antiguas provincias conservan Todavía un carácter y una lengua que las distingue de las demas del reino [...].Continua empeñándose en sujetarlas Todas a un solo tipo, y dejá en pié Otro motivo de discordia. Aumentáis el antagonismo queriendo disminuirlo ". En el mismo libro, Pi ofrecía la solución, consistente en la revolución, "que salva también estos escollos", ya que "ama la unidad y aspira a ver realizada la unidad de toda la familia humana, mas Quiere la unidad en la VARIEDAD ". Para Pi, la unidad en la variedad es la ley del mundo, una ley que sólo puede hacerse efectiva en España mediante una organización federal: "La reclaman imperiosamente el Mismo estado actual de las provincias que ayer Fueron naciones, la topografía del país [...]. Dejemos por consiguiente a las provincias que se GOBIERNen como quieran ". Dicho esto, hay que añadir que no se conoce ningún contacto ni vinculación de Pi con el catalanismo, y que, como escribe Moliné Brass -citado por Anguera-, Pi se mantuvo siempre "de espaldas a la tierra que lo vio nacer ". Lo que, valga la paradoja, da aún más fuerza a su alegato federalista.





En 1856 fundó la revista La Razón, pero la reacción moderada propició la caída de la publicación, tras lo cual se retiró a vivir a Vergara, de donde regresó para trabajar en La discusión ( 1857), periódico del que acabó siendo director en 1864. En él redactó artículos pioneros sobre la cuestión social española, como «Las clases jornaleras», «El socialismo» o «La democracia y el trabajo». Pi i Margall había establecido contactos con organizaciones obreras, daba conferencias y redactaba documentos, comenzado a dar lecciones de política y economía en una habitación de la calle Desengaño donde había establecido un bufete de abogado en 1859. La afluencia de jóvenes de todas clases, de obreros y de intelectuales se fue haciendo en poco tiempo tan numerosa que llenaban pasillos y escalera. En estas lecciones y en estas conferencias, hasta que el gobierno las prohibió, comenzaron a exponerse las bases republicanas. Trías, Juan; Pi i Margall: El pensamiento social, Ciencia Nueva, Madrid, 1968.
De esa época data su polémica con Castelar sobre la concepción individualista o socialista de la democracia —manteniendo él la segunda— provocando que la mayoría del partido encabezado por José María Orense negara públicamente que los socialistas fueran demócratas. Pi i Margall replicó con la denominada Declaración de los Treinta, cuyos treinta firmantes del partido calificaban de demócratas a ambas tendencias, y finalmente renunció a su puesto de director a los seis meses.

El exilio. Huida a Francia





Desde 1864 Pi i Margall conspiró en contra de la monarquía. Los sucesivos fracasos de las insurrecciones promovidas por Prim para obligar a Isabel II a llamar al gobierno a los progresistas, culminaron en la sublevación del cuartel de San Gil y el fusilamiento de decenas de sargentos de ese cuartel. Narváez, desde el gobierno, desató la consiguiente represión generalizada. La mayoría de los demócratas y de los progresistas tuvieron que escapar a Francia para sentirse a salvo. En la noche del día 2 de agosto la policía asaltaba la vivienda de Pi i Margall. Afortunadamente, alguien le había avisado poco antes y tuvo tiempo para escapar y evitar su detención. Permaneció escondido unos días hasta que pudo iniciar la huida a Francia y llegar a París, lo que le impidió participar en la Revolución de 1868.

Un tiempo de reflexión




La estancia en París le permitió profundizar en el conocimiento de Proudhon, de quien ya conocía su Filosofía de la miseria, lo que ejerció una notable influencia en su pensamiento llegando a traducir al español El principio federativo y La filosofía del progreso, afirmándole en sus convicciones federalistas y fomentando de este modo indirectamente el naciente anarquismo hispano. Mientras se dedicaba a la abogacía, Pi i Margall aprovechó este periodo para ponerse en contacto con los núcleos positivistas liderados por Auguste Comte, lo que le ayudó a matizar su hegelianismo inicial y madurar su ideología revolucionaria, basada en la destrucción de la autoridad para sustituirla por el libre pacto constitutivo de la federación.

“Proclamóse en aquella época (1812) como principio la soberanía del hombre ¿se podía ya impedir su desarrollo con envolverle bajo un manto de rey y entre los vapores del incienso y de la mirra? Dejad que cada español vaya meditando sobre el principio y no necesitáis más para que rompa el yugo de la autoridad humana y de la divina. Los sucesos no tardarán ya en venir a socorrerle para la realización de su pensamiento y su deseo: la autoridad misma, presa en las redes de la contradicción, se presentará absurda y vacilante; los sacerdotes comprometerán a su dios, queriendo defenderle; las reacciones darán cada vez más fuerza y vigor al principio combatido.
Debéis a la violencia el poder que tenéis o habéis tenido; os proponéis atajarla y la provocáis con vuestras propias leyes. En justicia, no podéis castigar ni al que halléis con las armas en la mano”.


Situación en España

En septiembre de 1868, el almirante Topete sublevó a la escuadra en CádizPrim se incorporó desde Gibraltar y llegaron para adherirse los generales confinados en Canarias. Las guarniciones se fueron sumando a la sublevación y Prim, a bordo de la fragata Zaragoza, iba ganando para la revolución, una tras otra, todas las capitales costeras del litoral mediterráneo. Dimitió el dictador González Bravo y la reina Isabel II nombró presidente del gobierno al general José Gutiérrez de la Concha



El ejército realista que mandaba el general Pavía fue derrotado en la batalla del puente de Alcolea por las fuerzas a las órdenes del general Serrano. El 30 de septiembre Isabel II y su corte salieron de San Sebastián y cruzaron la frontera francesa. Sin embargo, Pi i Margall no regresó a España y prolongó voluntariamente su exilio en París. Desconfiaba de los generales y pensaba que el nuevo régimen tampoco iba a acometer las reformas fundamentales que el país necesitaba.

La revolución democrática.





Con la revolución de La Gloriosa, Pi i Margall se decidió a regresar de su exilio en París. El Gobierno provisional estableció las libertades fundamentales y el 18 de diciembre de 1868, por primera vez en España, se celebraron unas elecciones municipales por sufragio universal. Luego, en enero, se celebrarían las elecciones a Cortes. El Partido Democrático se dividió en dos: los partidarios de la monarquía democrática y los partidarios del régimen republicano y federal. Pi i Margall, sin haber participado en la campaña electoral, fue uno de los 85 republicanos que obtuvo el acta de diputado. Con la división del partido apareció el Partido Republicano Democrático Federal en el que Pi i Margall iría destacando entre la minoría republicana. Pi i Margall nunca quiso servir de apoyo a los monárquicos ni ayudarles, de ahí su oposición a la Constitución de 1869, pero con 214 votos a favor y 55 en contra, la constitución de carácter monárquico-democrático se aprobó en las Cortes y se estipuló la búsqueda de un nuevo rey para España. Los republicanos, detractores de la monarquía viajaron por toda España predicando en su contra y deleitando al pueblo con los nuevos planteamientos de una república federal para España. Pi i Margall se convirtió poco a poco en el referente político e intelectual del republicanismo español. Los republicanos empezaban a molestar al general Prim —encargado de encontrar nuevo rey— por ello ofreció a Castelar y a Pi i Margall los cargos de ministros de Hacienda y Fomento, pero fue un vano intento de controlar al movimiento republicano, el cual ya no tenía marcha atrás. Mientras tanto, Pi i Margall había conseguido grandiosa popularidad en su partido, lo que le llevó a dirigirlo a partir de 1870, lo cual no era una posición fácil, ya que había una gran fragmentación dentro del republicanismo, así como sectores más intransigentes y otros más benévolos, partidarios de colaborar con la nueva situación. Sin embargo, el programa de Pi i Margall estaba claro y se podía resumir en los siguientes puntos: Maíz (2009), p. 10.

* La república federal como forma de gobierno, frente a cualquier forma de monarquía o república unitaria.
* Programa de reformas sociales basados en un socialismo reformista y democrático.
* Defensa de la vía legal y rechazo de la insurreción, lo que le enfrentó al cantonalismo.
* Organización del partido republicano única para toda España, con un programa único y una disciplina en el trabajo político. 



Tras el rechazo de Pi i Margall al nombramiento de Amadeo de Saboya, comenzó para su partido una época inestable ya que sus partidarios debían situarse políticamente en una posición centralista que el Partido Republicano Democrático Federal no pudo ocupar por definición.
En ésta época Pi i Margall salió en defensa de la Asociación Internacional de Trabajadores (1ª Internacional) y de los exiliados de la Comuna de París que vinieron a refugiarse en nuestro país:




“El poder y la propiedad contraen una unión indisoluble: la propiedad lleva anejo el poder: el poder lleva aneja la propiedad. Ésta y no otra cosa fue el feudalismo, la consolidación del poder y de la propiedad. Pero esa consolidación fue una inmensa tiranía para las clases subalternas, y produjo más tarde el movimiento de las municipalidades de los siglos XII y XIII, movimiento que no ha sido consumado sino por vosotros. Vosotros sois los que habéis coronado la obra empezada por las municipalidades de la Edad Media.
¿Qué era la propiedad antes de la revolución? La tierra estaba en su mayor parte en manos de la nobleza y el clero. En manos de la nobleza estaba amayorazgada, en manos del clero amortizada, en unas y otras manos, fuera de la general circulación. Como quedaban todavía restos del antiguo feudalismo, sucedía que la propiedad, ora estuviere en manos del clero y ora en las de la nobleza, llevaba en muchas provincias aneja la jurisdición y el cobro de tributos, así reales como personales, a pueblos enteros.
¿Qué hicisteis vosotros, es decir, qué ha hecho la revolución? Por un decreto devolvió al Estado la jurisdicción que había sido entregada a los antiguos señores feudales, y declaró abolidos los derechos señoriales; pero otro declaró libre la mitad de los bienes amayorazgados en manos de los que entonces los poseían, y la otra mitad en manos de sus inmediatos sucesores.
Después de haber ahuyentado con la tea en la mano las comunidades religiosas, declaró por otro decreto nacionales los bienes de esas comunidades, y no satisfecha con esto se fue apoderando sucesivamente de los bienes del clero secular, de los de beneficencia e instrucción pública, de los de los municipios y las provincias.
¿Y cómo habéis hecho esto? Para abolir los señoríos habéis rasgado las prerrogativas y las cartas selladas de los antiguos reyes, sin tener para nada en cuenta que muchos de los hombres que los cobraban eran los descendientes de los antiguos héroes de la reconquista del suelo patrio contra los árabes; o los descendientes de los otros que habían ido a llevar por todos los ámbitos del mundo nuestra lengua y nuestras leyes.
Para desmayorazgar los bienes de los nobles habéis rasgado las cartas de fundación que habían otorgado sus fundadores, las cédulas por las que los reyes las habían confirmado, las leyes seculares a cuya sombra se habían establecido.
Para apoderarse de los bienes del clero secular y regular habéis violado la santidad de contrato, por lo menos tan legítimo como los vuestros, habéis destruido una propiedad que las leyes declaraban poco menos que sagrada, puesto que la consideraban exenta del pago del tributo, inenajenable e imprescripstible.
¿Qué principio habéis proclamado para hacer esas grandes reformas? La conveniencia pública, el interés social. Y vosotros que eso habéis hecho en materia de propiedad, cosa que yo de todo corazón aplaudo, ¿os espantáis ahora que vengan clases inferiores a la vuestra a reclamaros la mayor generalización de la propiedad? Porque en último resultado La Internacional no pide sino que la propiedad se generalice más de lo que la habéis generalizado vosotros, que la propiedad se universalice. ¿No es acaso esa tendencia lo que la propiedad viene teniendo? Si la examináis a través de la historia, ¿no encontráis que la propiedad está hoy más generalizada de lo que nunca estuvo? Lejos de considerar inmoral la aspiración de la clase jornalera a la propiedad, ¿cómo no advertís que vosotros mismos, por la definición que de ella dáis y por las circunstancias y el poder que le atribuís no hacéis más que encender en el alma de las clases proletarias el deseo de adquirir, no sólo la de la tierra, sino también la de los demás instrumentos de trabajo? ¿No estáis diciendo aquí a todas horas que la propiedad es el complemento de la personalidad humana, que es la base "sine qua non" de la independencia de la familia, que es el lazo de unión de las generaciones presentes y las generaciones futuras? Es natural que la clase proletaria diga: si la propiedad es el complemento de la personalidad humana, yo, que siento en mí una personalidad tan alta como la de los hombres de las clases medias, necesito de la propiedad para complementarla. Si la propiedad es la "conditio sine qua non" de la independencia, para la independencia de la familia necesito de la propiedad. Si la propiedad es el lazo que une la generación presente con las generaciones venideras, necesito de la propiedad para constituir ese lazo entre yo y mis hijos...
Ya sé yo, señores diputados, que después de las grandes reformas efectuadas por la revolución, no ha faltado entre vosotros quien haya creído que la propiedad es sagrada e inviolable; pero harto comprenderéis también que esto es complemente absurdo...
Pues que la tierra, que es nuestra común morada, que es nuestra cuna y más tarde nuestro sepulcro, que contiene todos nuestros elementos de vida y de trabajo, que entraña todas las fuerzas de que disponemos para dominar el mundo, ¿había de ser poseída de una manera tan absoluta por el individuo que la personalidad social no tuviera derecho de someterla a las condiciones que exigen sus grandes intereses? ¿Por dónde venís, pues, a decir que es inmoral la aspiración de las clases jornaleras? Ya sé lo que vais a contestarme: lo que tenemos por inmoral, diréis, no es que las clases jornaleras deseen la propiedad individual, sino que quieran la propiedad colectiva. ¿Y esto es inmoral para vosotros? ¿No ha existido antes la propiedad corporativa, que en el fondo venía a ser la propiedad colectiva? ¿No es propiedad colectiva la del Estado? ¿No existe hoy mismo en el oriente de Rusia? Todos vosotros conoceréis probablemente la organización de la propiedad en los pueblos esclavos, donde el municipio es el propietario de todas las tierras del término. Esto no quiere decir sin embargo, que los pueblos esclavos vivan en común, ni siquiera que cultiven en común la tierra. No: el municipio lo que hace es repartir las tierras del término entre las diversas familias que constituyen la municipalidad, y cada trece años practica un nuevo reparto, si es que las dos terceras partes de los vecinos no lo decretan antes.
La propiedad es allí colectiva sin que haya un verdadero comunismo: cada familia tiene allí su hogar; cada familia tiene tierras que cultiva por su cuenta.

Y qué, ¿creéis que los pueblos esclavos son pueblos que cuentan corto número de habitantes? Los pueblos esclavos los cuentan por millones”.


Pi i Margall Ministro de la Gobernación



El 11 de febrero de 1873, tras hacerse pública la abdicación de Amadeo de Saboya del trono de España mediante el Discurso de renuncia al Trono español de Amadeo, la Asamblea Nacional proclamó la Primera República. Durante el primer gobierno de la República lo dirigió Estanislao Figueras, y este le encomendó a Pi i Margall que se ocupara del ministerio de Gobernación en el gabinete, desde donde frustró un intento de golpe de Estado contra el presidente. Durante su mandato también tuvo que organizar las elecciones que convocó el presidente Figueras por el enfrentamiento político y la parálisis parlamentaria en que vivía la nación. Pi i Margall organizó desde su ministerio unas elecciones excepcionalmente limpias. Maíz (2009), p. 10. 
Además, en medio de los mil y un conflictos que aquejaban a España, Pi i Margall no abandonó sus procupaciones sociales. En un discurso a las Cortes el 13 de junio de 1873, el ministro presentó un programa de reformas que incluían: restricción del trabajo de niños y mujeres, jurados mixtos y venta de bienes estatales en favor de las clases trabajadoras. Estas medidas fueron muy criticadas por los bakuninistas de la I Internacional, pero alabadas por Friederich Engels. Maíz (2009), p. 10.
El primer gobierno republicano, muy débil, duró muy poco tiempo ( 12 de febrero a 11 de junio). El presidente Figueras, al no poder hacer frente a los problemas de España, se exilió a Francia y renunció al cargo.

Presidente de la República.




Con la dimisión de Figueras, las Cortes Constituyentes eligieron al nuevo gobierno, en el que Francesc Pi i Margall fue nombrado Presidente del Poder Ejecutivo.Durante su presidencia impulsó el proyecto de Constitución de 1873, que nunca llegó a entrar en vigor. No obstante, el nuevo Presidente recogió un programa amplio de reformas entre las que destacaron: reparto de tierras entre colonos y arrendatarios, restablecimiento del uso del ejército como medida de disciplina, separación entre la Iglesia y el Estado, abolición de la esclavitud, enseñanza obligatoria y gratuita, limitación del trabajo infantil, ampliación de los derechos de asociación, favorable a las nuevas asociaciones obreras y reducción de la jornada de trabajo. Francesc Pi i Margall, 1873, Presidente de la República: Comunicado sobre la reducción de las horas de trabajo:

“Piden, hoy los jornaleros que se les reduzca las horas de trabajo. Quieren que se les fijen en ocho al día. No nos parecen exageradas sus pretensiones. No se trabaja más en buen número de industrias. Tampoco en las oficinas del Estado. Sobre que, según laboriosos estudios, no permite más el desgaste de fuerzas que el trabajo ocasiona. Mas ¿es el Estado el que ha de satisfacer estas pretensiones? En la individualista Inglaterra empezó por limitar el trabajo de los niños y las mujeres y acabó por limitar el de los adultos. Dio primero la ley de las diez horas, más tarde la de las nueve. No a tontas ni a locas, sino después de largos y borrascosos debates en la prensa y el Parlamento. Siguió en Francia el ejemplo apenas estalló la revolución de 1848. El trabajo es la vida de las naciones. No vemos por qué no ha de poder librarlo de los vicios interiores que lo debiliten o lo perturben el que lo escudó por sus aranceles contra la concurrencia de los extranjeros. ¿No es acaso de interés general que excesivos trabajos no agoten prematuramente las fuerzas del obrero? ¿No lo es evitar esas cada día más frecuentes y numerosas huelgas que paralizan la producción, cuando no dan margen a sangrientos conflictos? Ni acertamos a explicarnos por qué se ha de tener reparo en fijar las horas de trabajo para los adultos y no fijarlas para las mujeres y los niños. Se las fija para los niños y mujeres pasando por encima de la potestad del padre y la autoridad del marido; y ¿no se las ha de poder fijar para los adultos pasando por encima del bien o mal entendido interés del propietario? Dadas las condiciones industriales bajo las que vivimos, el adulto no necesita de menos protección que la mujer y el niño. Es en la lucha con el capital lo que la caña al ciclón, la arista al viento. El Estado, aun considerándose incompetente para la determinación de las horas de trabajo, podría hacer mucho en pro de los obreros con sólo establecer el máximun de las ocho horas en cuantos servicios y obras de él dependen. Tarde o temprano habrían de aceptar la reforma los dueños de minas, de campos, de talleres, de fábricas. Falta ahora decir que esta reforma exige otras no menos importantes. Si de las diez y seis horas de ocio no invirtiese algunas el jornalero en su educación y cultura, se degradaría y envilecería en vez de dignificarse y elevarse. Se entregaría fácilmente a vicios que desgastarían sus fuerzas con mayor intensidad y rapidez que el trabajo. Para impedirlo es necesario crear en todas partes escuelas de adultos, sobre todo, escuelas donde oral y experimentalmente se explique las ciencias de inmediata aplicación a las artes y los fenómenos de la Naturaleza que más contribuyen a mantener la superstición y el fanatismo; escuelas que podrían ya existir hoy si empleásemos en lo útil lo que gastamos en lo superfluo. La educación y la enseñanza de las clases trabajadoras deberían haber sido hace tiempo la preferente atención, no sólo del Estado, sino también de las Diputaciones de provincia y los Ayuntamientos. De esa educación y de esa enseñanza depende que sea regular o anómalo el curso de la revolución que ahora se inicia por la modesta solicitud de que se reduzca las horas de trabajo. Podrán venir días tristes para la Nación, como no nos apresuremos a llevar luz a la inteligencia de esos hombres y no les abramos los fáciles senderos por donde puedan llegar sin dolorosas catástrofes al logro de sus más lejanas aspiraciones y sus más recónditos deseos. ¿Nos creéis, entonces, se nos dirá, próximos a una revolución social de la que no es sino un proemio la pretensión de que se límite las horas de trabajo? Ciego ha de ser el que no lo vea. En todos los monumentos de la vecina Francia, inclusas las iglesias está esculpida en grandes caracteres la trinidad moderna, algo más inteligible que la de Platón y los teólogos: libertad, igualdad, fraternidad. Conseguida la libertad, empieza la revolución por la igualdad y hace sentir ya del uno al otro confín de Europa la alterada voz de sus muchedumbres y el rumor de sus armas. ¿Hará esta revolución pasar a los pueblos por las mismas convulsiones que la política?”


Pi i Margall defendió la Constitución federal de 1873 y su programa de reformas contra viento y marea, sin embargo, el proyecto federalista que quería impulsar prefirió hacerlo de arriba-abajo en vez de abajo-arriba, como había defendido siempre: «La Federación de abajo arriba era entonces imposible: no cabía sino que la determinasen, en caso de adoptarla, las futuras Cortes (...) El procedimiento, no hay que ocultarlo, era abiertamente contrario al anterior: el resultado podía ser el mismo.» Maíz (2009), p. 11. 
Frente a la federación de cantones, Pi i Margall defendía una república federal proclamada por ambas cámaras de las Cortes Constituyentes.

Dimisión

Pi i Margall se ve desbordado por el federalismo, representado en figuras infantiles ataviadas con los distintos trajes regionales.
A pesar de todas las reformas promulgadas y la propuesta de Constitución, los acontecimientos sobrepasaron a Pi i Margall. En algunas comunidades, viendo que el trámite legal de las medidas propuestas a favor del federalismo era muy lento, se declararon independientes adoptando su propia política, su propia policía, su propia emisión de moneda, levantando nuevas fronteras, leyes particulares, etc. Así surge el cantonalismo que se dio principalmente en la zona del Levante y Andalucía y causó un gran problema a la República. Su política desde el Gobierno le acarreará, no solo las críticas de la derecha por ser el padre intelectual del cantonalismo, sino también de los republicanos unitarios y de parte de la izquierda, que le consideró un legalista pacato que no supo proclamar la república federal por decreto sin esperar a las Cortes Constituyentes. Ante este panorama, sumado a la guerra de independencia cubana, la guerra carlista y los intentos de sus opositores por vincular a Pi i Margall como líder del movimiento cantonal, este dimitió de su cargo el 18 de julio de 1873, tras largas e inútiles negociaciones, para no tener que utilizar la represión gubernamental contra los insurrectos cantonalistas. 




Situación española en 1873-[[1874. En rojo, la Tercera Guerra Carlista. En amarillo, la Revolución cantonal.]]
Tiempo después, en su escrito La República de 1873, realizó un balance autocrítico retrospectivo de su gestión pública, reconociendo haber sido presa de un purismo legalista contrario a sus convicciones que le hizo titubear en el ejercicio del poder al servicio de la consolidación de la República. Azorín dijo de él: «En 1873 siendo ministro de Gobernación, pudo haber instaurado la república federal, con ocasión de las insurreciones de SevillaBarcelona y Cartagena. Y este hombre que desde 1854 venía predicando la federación y consagrando a ella todas sus energías, ¡permaneció inerte!».Maíz (2009), p. 12. 
Acorralado por la oposición unitaria y por los federalistas intransigentes que habían promovido la insurreción cantonal, Pi i Margall presentó su dimisión con motivo del cantón de Cartagena.

Fin de la República






Tras su dimisión, las Cortes Constituyentes nombraron presidente a Nicolás Salmerón, teniendo como ministros de confianza a los mismos que tuvo Pi i Margall durante el anterior gobierno. Se pudo comprobar durante este gobierno el gran trabajo que Pi i Margall había realizado anteriormente como ministro de Gobernación. Al haber llevado una política austera sin realizar muchos gastos, la República contaba con grandes recursos. Sin embargo, el proyecto republicano y federalista fue aparcado tanto por Salmerón como por su sucesor Castelar. Ante la negativa del presidente, alegando problemas de conciencia, a firmar ocho sentencias de muerte, este dimitió el 5 de septiembre. En las nuevas elecciones Emilio Castelar resultó ganador, por encima de Pi i Margall, candidato a presidente de nuevo. Con el fin de solucionar los problemas del país, Emilio Castelar consiguió atribuciones especiales temporales —hasta el 2 de enero de 1874— que le permitieron suspender las garantías constitucionales y la disolución de las Cortes hasta enero. Sin embargo, estas medidas excepcionales acabarían facilitando el final de la Primera República. A grandes rasgos los gobiernos de la República se caracterizaron por tres problemas: el carlismo, la guerra de independencia cubana y el cantonalismo, además de la cantidad de conflictos internos entre los partidos.

Restauración de la Monarquía.Golpe de Estado

Después de su dimisión como presidente, Pi i Margall intentó rehacer la alianza centro-izquierda, pero el golpe del Estado a manos del general Pavía frustró la iniciativa. 





general Pavía en el Congreso de los Diputados el 3 de enero de 1874. Grabado aparecido en La Ilustración Española y Americana.]]
En la madrugada del día 3 de enero de 1874 estaban las Cortes reunidas votando un nuevo presidente que sustituyera a Castelar.
Dio entonces el golpe de estado del general Pavía, que en un primer momento ofreció la presidencia del gobierno al dimitido Castelar, que la rechazó sin contemplaciones. Formó gobierno el general Serrano provisionalmente hasta que la monarquía fue restaurada nombrando como rey a Alfonso XII de la dinastía Borbón. Acontecidos los hechos, Pi i Margall tuvo que abandonar forzosamente la política activa y volvió a su trabajo de abogado. También dedicó su tiempo a la redacción de un libro en el que quedase recogida la ideología republicana y las ideas principales de su breve pero intensa gestión en la República, titulado La República de 1873, que sería prohibido por las autoridades. En mayo de 1874, fue víctima de un atentado en su propia casa, del que afortunadamente salió sano y salvo. Poco se sabe de la represión que siguió al golpe de Pavía y de la que tuvo lugar en los primeros años de la restauración. El propio Pi i Margall fue detenido y conducido a una prisión andaluza, donde permaneció un tiempo.

Restauración borbónica

Reinstaurada la monarquía, Pi i Margall continuó su labor periodística reanudando el cultivo de las letras pero permaneciendo fiel a sus convicciones democráticas, republicanas y federales. En 1876 terminó de escribir Joyas literarias y el primer tomo de una Historia general de América. En 1877 publicó Las nacionalidades, obra de síntesis de su pensamiento político donde desarrolló empíricamente la idea de pacto entre los pueblos como principio federativo. Al reorganizarse el Partido Federal en 1880, ocupó su jefatura indiscutible hasta su muerte; fue el autor del proyecto constitucional federal en 1883 y del Programa del Partido Federal de1894, escritos ambos de propaganda política. A pesar de que Pi i Margall continuó gozando de un gran respeto y reconocimiento, su partido no logró recuperar muchos adeptos.  






En 1881, se separó del republicano catalán Valentí Almirall y del catalanismo; y en 1890 funda el periódico semanario El nuevo régimen desde donde continuó su actividad política, periodística y literaria. Pi i Margall consideraba su propia tendencia política como federalismo heterodoxo y la defendió en Madrid desde las Cortes, siendo elegido diputado por Figueras en 188118861891 (año del establecimiento del sufragio universal masculino), 1893 y 1901, año de su muerte. 






Ese mismo año también presidió los Juegos Florales de Barcelona. En esta última etapa de su vida destaca la campaña que, tanto desde las Cortes como desde El nuevo régimen, emprendió a favor de la independencia cubana y en oposición a la guerra contra los Estados Unidos, que consideraba modelo de democracia republicana y federal. Después de una vida política muy activa e importante en el siglo XIX, Francesc Pi i Margall, de setenta y siete años de edad, murió en su casa de Madrid, a las seis de la tarde del 29 de noviembre de 1901.









Fracasado, con la I República el movimiento federalista, nadie en España se volvió a ocupar de la federación. Tan sólo quedaron federalistas en Catalunya, pero éstos se dividieron. Unos, con Valentí Almirall, dudando de la voluntad autonomista de las otras regiones de España, se dedicaron sólo a reclamarla para Cataluña; estos son los que crearon el Centro Catalán, de tendencias democráticas y republicanas. El resto del partido federal perseveró con su antiguo programa: la creación de un Estado catalán que sirviera de núcleo a una hipotética federación futura. Ahora bien, con toda la trayectoria de los federalistas quedó claro, desde el primer momento, que la cuestión catalana estaba ligada a la lucha por la libertad y la reforma social. Resultan por eso mismo muy ajustadas estas palabras de Ramon Trias Fargas: "Cataluña ha sobrevivido porque ha unido su causa a la causa eterna de la libertad ... Y porque ha sabido defender la libertad e identificarse con ella, con sacrificios enormes, aún existe y forma parte, modesta pero dignamente, del concierto de las naciones." Tomado de JUAN JOSÉ LÓPEZ BURNIOL


Repercusión histórica

Avanzada la segunda mitad del siglo XIX, el viejo tronco del liberalismo, en sus ramas moderada y progresista, había ya fracasado en su intento de construir un Estado moderno. Las burguesías hispanas eran débiles frente a las poderosas fuerzas del Antiguo Régimen; por otra parte, el movimiento obrero era una realidad amenazante para el despegue capitalista. En plena época jalonada de guerras, pronunciamientos y levantamientos populares surgió una generación de intelectuales cuya obra consistió en la demolición ideológica de los viejos conceptos que sustentaban a un Estado caduco y en crisis. Reaccionan así contra el Estado absolutista y confesionalmente católicocentralista y manejado a su antojo por oligarquías. No obstante, este tema dista de ser en sus obras objeto de frías consideraciones jurídicas para convertirse en algo vivo y polémico, llegando los ecos de su discurso y su actividad hasta los comienzos de la Segunda República. Francesc Pi i Margall es el pensador político de aquella generación que ha ejercido una influencia más profunda y duradera. 








Destacó como historiadorperiodista, crítico de arte, filósofojurista y economista. En su obra está presente la tradición hispana de Francisco Suárez y los ilustrados de finales del siglo XVIII, los enciclopedistas franceses, el romanticismo en su vertiente política y el socialismo utópico de Proudhon. Profundo conocedor de la historia y la literatura de los pueblos peninsulares, en todos sus escritos late un profundo conocimiento de su psicología colectiva y de su realidad política y social. Pi i Margall defendió siempre su ideología republicana federalista contra todos los problemas que se derivaran de ello; y cuando sobrevino el desastre de 1898, en medio de un patrioterismo desaforado, su voz resonó clara: libre autodeterminación de los pueblos, no a las aventuras coloniales y regeneración ciudadana mediante la educación, la cultura y el trabajo. Su doctrina denota la influencia de HegelRousseau y Proudhon; aunque la influencia proudhoniana no intervino en la elaboración del federalismo pactista de Pi i Margall, ya que la obra de éste es anterior en este punto a la de Proudhon. 








El pensamiento de Pi i Margall fue uno de los más revolucionarios del siglo XIX español y, desde el punto de vista del anarquismo, únicamente fue superado por los bakuninistas. Se sitúa en el cruce de demócratas y socialistas de la época, cuya doble vertiente anticapitalista y popularista atraería a los principales dirigentes del movimiento obrero anteriores a la difusión de la Primera Internacional. El propio Pi i Margall tendría una vinculación directa con el movimiento obrero durante el bienio progresista. La influencia de Pi i Margall, que alcanzó en vida a las pequeñas burguesías republicanas y sectores del movimiento obrero, se extendió a las filas republicanas de izquierda en el primer tercio de siglo XX. Como político y como intelectual fue de una honradez a toda prueba, incluso elogiada por su enemigos. De su honestidad y progresismo políticos dan fe testimonios de autores tan distantes ideológicamente como K. Marx y F. Engels. Revolución en España. Barcelona, 1960. Sabino Arana Sabino Arana.De acá y de allá. El Correo Vasco, núm. 68. Bilbao, 1899. y Federica Montseny. Federica Montseny. Anselmo Lorenzo: El hombre y la obra. Barcelona, 1938.





La complejidad y cohesión del pensamiento de Pi i Margall ha ocasionado que diferentes corrientes políticas —federalistasanarquistas Rudolf Rocker (1947), en Anarcosindicalismo (teoría y práctica) nos dice: Este primer movimiento de los obreros españoles estaba grandemente influido por las ideas de Pi y Margall, jefe de los federales y discípulo de Proudhon. Pi y Margall era uno de los pensadores de su tiempo y ejerció poderosa influencia en el desarrollo de las ideas libertarias en España. Sus ideas políticas ofrecen semejanza con las de Ricardo Price, José Priestley, Thomas Paine, Jefferson y otros representantes de la primera época del liberalismo angloamericano. Deseaba limitar al mínimo el poder del Estado y sustituir esa institución gradualmente por un orden de economía socialista”catalanistas de izquierda— lo utilizaran como bandera propia, dando a conocer aquellos puntos de la doctrina de Pi i Margall que se avenían a sus propios principios.

Obras de Pi i Margall

La España Pintoresca, 1841.
* Historia de la Pintura, 1851.
* Estudios de la Edad Media, 1851. Publicado por primera vez en 1873.
* El eco de la revolución, 1854.
* La reacción y la revolución, 1855.
* Declaración de los treinta, 1864.
* La República de 1873, 1874.
* Joyas literarias, 1876.
* Las nacionalidades, 1877.
* Historia General de América, 1878.
* La Federación, 1880.
* Constitución federal, 1883.
* Observaciones sobre el carácter de Don Juan Tenorio, 1884.
* Las luchas de nuestros días, 1884.
* Primeros diálogos, sin datar.
* Amadeo de Saboya, sin datar.
* Programa del Partido Federal, 1894.

Opiniones del movimiento libertario sobre Pi i Margall




Llegamos así al núcleo de nuestro trabajo actual, la aproximación del movimiento libertario a la figura de Pi i Margall. Para poder hacerlo, recurriré a  algunos de los testimonios que ellos mismos nos han legado.








Francesc Pi i Margall (1824-1901), teórico del republicanismo federal. Uno de los nuestros.
A la memoria de Gumersindo Trujillo, maestro y amigo, entre los mejores pioneros del estudio sobre el federalismo español, al que tanto queríamos. "Hay sobradas razones para que la izquierda española de hoy rinda homenaje a la figura de Francesc Pi i Margall (1824-1901), e incluso para que se le tenga con honor por uno de sus referentes pretéritos. La honradez y la consecuencia fueron notas muy distintivas en el curriculum del primer ideólogo y mentor del federalismo patrio, valores ambos que merecen rescatarse del arroyo en los tiempos que corren. Desde 1848 hasta su muerte, el polifacético personaje transitó por las agitadas aguas de nuestra vida pública sin renunciar a sus principios ni acomodarse a las situaciones, a pesar de los múltiples tributos (económicos o de cualquier otra índole) que hubo de rendir en aras de semejante rectitud. La minoría de sus leales admiró siempre esa acrisolada coherencia y de estos encomios participaron asimismo otras formaciones mucho más numerosas del espectro político o social, sobre todo hasta 1939. Y entre sus múltiples detractores, ya de adscripción monárquica o republicana, pudo deplorarse la rigidez, la inflexibilidad del supuesto erudito de gabinete, aunque acabó imperando al menos una cortés reverencia ante el hombre austero y cabal, que nunca congenió con los oportunismos de abolengo hispánico ni claudicó en las adversidades. Era efectivamente, en feliz expresión de Hennessy, «el incorruptible en una sociedad corrompida».
Una cosa es la admiración o el respeto hacia la persona y otra bien distinta la actitud ante sus ideas. Aquí procede reconocer que el propio Pi se labró una suerte bastante infortunada. Si muchos de cuantos fueron sus correligionarios (no sería aventurado referirse a la mayoría), jamás entendieron todas las claves de aquel complejo federalismo integral, a la hora de criticarlo desde ópticas monárquicas o republicanas impusieron su ley los tópicos más absurdos o las simplificaciones más grotescas. No resulta extraño, pues, que una fuerte dosis de equívocos campe a sus anchas todavía al hablar del pensamiento pimargalliano; la confusión asuela buena parte de nuestra «clase política» actualmente y penetra aún en los cenáculos de «la academia», a pesar de los notables esfuerzos de clarificación que desde hace unos nueve lustros emprendieron varios estudiosos (A. Eiras Roel, C.A.M. Hennessy, G. Trujillo, A. Jutglar, I. Molas, C. Martí, J. Solé-Tura, J. Trías Bejarano, etc.).








Cada vez que se plantea el tema del federalismo en España, y en la última década han crecido sobremanera los pronunciamientos dispares relativos al asunto, la imagen de este español de Barcelona reaparece por activa o por pasiva como un fantasma que congrega en el fondo pocas invocaciones y demasiados exorcismos. A no ser que cultivemos las perlas más anacrónicas, es obvio que el teorizador de un hipotético modelo de revolución burguesa, profundamente democrático y transformador, pertenece a otro mundo y tiene muy pocas cosas que decir en órdenes prácticos a las generaciones presentes y futuras. Existen sin embargo en la praxis intelectual de Pi varios ingredientes que pudieran servir de estímulos teóricos en esta era de imperialismo globalizante. No se trata sólo de que la tradición anarquista haya entrado en el siglo XXI con más vigor que la marxista, lo cual supone ya de por sí un buen argumento para reflexionar sobre la vida y la obra de quien llegó a ser mucho más que un simple traductor de Proudhon. La actualidad de ciertas formulaciones pimargallianas, haciendo abstracción de cientifismos y doctrinarismos de la época, deriva fundamentalmente, a nuestro humilde entender, de una cierta propensión a la síntesis entre los legados ácrata y socialdemócrata, apuesta sin duda rebosante de contradicciones, pero que anima ahora un debate nunca extinguido y al que no cabe tildar de estéril por lo que estamos viendo casi a diario entre ciertas franjas de los movimientos antisistémicos.
Empecemos por una precisión capital. El federalismo de Pi es normativamente republicano desde su génesis y no cabe en absoluto su asociación con cualquiera de las formas de gobierno monárquicas. La acérrima defensa de la igualdad ante la ley estaba radicalmente reñida con un sistema de privilegios (máxime si derivaba de los vínculos de la sangre), y por ello la monarquía era la negación del derecho y la libertad de todos, según las proposiciones ya dispuestas en La Reacción y la Revolución (1854). El énfasis sobre la soberanía individual sirve también para repeler los fundamentos teóricos del régimen monárquico, fuera absoluto o constitucional, en cuanto poder sustraído a la legitimidad democrática. No gobierna el pueblo allí donde existe una sola autoridad que no es hija de su libre arbitrio. Al margen de si España es ya un Estado federal al que se ha accedido gradualmente tras la aprobación de los Estatutos de Autonomía, o de que sean necesarios nuevos avances a partir de la Constitución de 1978 para alcanzar esa meta, lo cierto es que ésta nunca responderá a los patrones elementales del federalismo pimargalliano mientras conserve la institución monárquica y sitúe a un rey en la cúspide de la estructura estatal. Un Pi condescendiente con la Corona resulta tan anómalo y extravagante como un Cánovas paladín de la República y el socialismo.
Los que apostamos por una cosa y la otra tenemos en aquél a un pensador y a un dirigente al que apreciar en la distancia, aunque conviene precisar que no estamos tan lejos de sus pretensiones en señaladas materias. Igual que combatió a la primera Restauración, la que arrancó en 1875, es legítimo presuponer la beligerancia de Pi frente a la segunda, cuyos módulos empezaron a ejecutarse cien años después, de acuerdo con los mandatos de la Coalición de la Guerra Fría y bajo los atentos controles de la Comisión Trilateral. Jamás hubiera sido indulgente con el trágala que impuso al pueblo español la Monarquía sin previo referéndum sobre la forma de Estado, como el de Italia en 1946 o el de Grecia en 1974. Su espacio natural estaba con cuantos quedaron inicialmente fuera del juego por sostener sin concesiones la ruptura democrática, ya que nada tenía en común con el posibilismo de Castelar y los suyos. No entraba dentro de sus concepciones autodeterministas reconocer la unidad sagrada de la Patria, y mucho menos admitir un texto constitucional donde son prácticamente ilimitadas las cesiones de soberanía y se abre un cauce formal a eventuales intervenciones militares. El patriotismo republicano iba por otros derroteros y exigía la auténtica recuperación del significado democrático de la Nación, perdido en 1939. La frontal oposición a la Carta española también tendría otra razón de peso en la constitucionalización del sistema capitalista, paralizando cualquier veleidad socializante o simplemente nacionalizadora del gobierno central o de los autonómicos, por no mentar el proceso de configuración del propio Estado de las Autonomías, en los antípodas de sus planteamientos. Nada, pues, de Federación sin República, pero tampoco sin más el recetario en viceversa, porque la República unitaria no era más que una de las fases de la Monarquía, «simple sustitución de un poder hereditario por un poder electivo».






El federalismo de La Reacción y la Revolución, el que más valoraron las corrientes anarquistas, fue como éstas una amalgama entre el racionalismo francés y el idealismo alemán, donde se llevó la soberanía individual hasta sus últimas consecuencias. Todo poder era tiránico en sí mismo, y por ello «cuanto menor sea su fuerza, tanto menor será su tiranía». El «objetivo final» de Pi en este texto, la última de sus «aspiraciones revolucionarias» y la que determinaba «toda clase de reformas», tenía por norte «la constitución de una sociedad sin poder» que armonizara Estado y sociedad civil en «un organismo idéntico». Los gobiernos, fruto «de un principio de autoridad», negaban al hombre soberano y procedía sustituir esa raíz autoritaria «por la base social contrato». Ese proceso pasaba necesariamente en su curso inicial por reducir el poder «a su menor expresión posible», dividiéndolo y subdividiéndolo hasta hacerle perder su carácter de instrumento de dominación política. Por la imposibilidad de abolirlo de un plumazo, lo entiende como «una necesidad pasajera» y asume esa atomización que reduce paulatinamente los atributos centralizadores.
La sociedad según Pi ha de fundarse «en el consentimiento expreso, determinado y permanente de cada uno de los individuos». Sin este asenso personal sólo imperan los elementos coercitivos («nadie sino yo puede traducir en ley mi derecho»). Hablando por boca de Leoncio frente al conservador Rodrigo, repetirá en esos diálogos de sabor platónico a los que tituló Las Luchas de Nuestros Días (1887), que el origen de los gobiernos y de las leyes reside exclusivamente en los asociados. La conciliación entre orden y libertad, eje de las convicciones federales de Pi, no admite concesión alguna a fórmulas autoritarias. El liberalismo radical de tonos libertarios impugna la absorción del individuos por las entidades colectivas y entiende que «entre dos soberanos no caben más que pactos». Quien primero analizó en sus justos términos las filiaciones proudhonianas de este federalismo, el profesor Trujillo, calificó a su mejor instructor como «un anarquista reformista». En tratados posteriores a la obra ya madura de 1854, no se propugna con nitidez esa lejana destrucción del poder político y el énfasis pasa al repudio de cualquier restricción a los derechos individuales, mas siempre quedó un rescoldo de estas inclinaciones ácratas que pueden vislumbrarse en Las Luchas... Nunca desapareció del todo ese pensamiento ateo en religión y anarquista en política que bosquejó el militante del Partido Demócrata al criticar las vacilaciones y contemporizaciones de sus afines.
A semejanza de Proudhon, encontró Pi en las autonomías municipal y provincial los mejores avales para el desarrollo de la República. La teorización sobre «las cuatro personalidades coexistentes en toda sociedad constituida» (la del individuo, la del municipio, la de la provincia-región y la de la nación), arranca del primado de la voluntad para la legitimación democrática de las colectividades y se desenvuelve de manera concéntrica a través de la dinámica pactista. Lo que Jutglar denominó «constitucionalismo revolucionario» de Pi descansa efectivamente sobre el alambicado concepto de pacto sinalagmático, conmutativo y bilateral, de estirpe proudhoniana, el único mecanismo legitimador e integrador de las sociedades políticas y la formulación más acabada que el radicalismo burgués ofreció por aquí del derecho de autodeterminación. El concepto específico de la democracia pimargalliana emerge de la confusión práctica del Estado con la sociedad e implica la participación real y constante de todos los ciudadanos en la gestión de la cosa pública. A fin de garantizar plenamente dicho concurso se aportó la noción de pacto, convertida en zócalo y argamasa de una Federación española que era al unísono un paradigma de organización de la vida social y una forma de estructuración de los poderes territoriales.




La espontaneidad juntista revelaba desde 1808 que la nación española estaba compuesta por provincias (regiones) que fueron otrora reinos independientes y que ofrecían un panorama diferenciador en leyes y costumbres. Una y otra vez, la respuesta de «las nacionalidades» ante las sacudidas que jalonaron el ochocientos había sido refugiarse en esos espacios autónomos y recuperar parte de las atribuciones arrancadas por el centralismo del Estado-nación. Si la concepción pimargalliana de la revolución política brota de la experiencia histórica del movimiento juntero en sus estadios iniciales, de ella se aparta al entrar en escena el pactismo que culmina en la Federación, síntesis de sus proposiciones sobre la unidad en la variedad y antídoto frente a las tentativas desmembradoras de España a que daba pie el unitarismo absorbente. Los pactos federales suscritos entre mayo y julio de 1869, encaminados a preparar el terreno para la prevista República federal, respondieron a estas directrices.
El replanteamiento de la organización de España que propone el republicanismo pimargalliano pasa por la reconstrucción de las catorce antiguas «provincias», que habían sido «naciones durante siglos» casi todas ellas y a las que descuartizó el real decreto de Javier de Burgos de 30 de noviembre de 1833. La autonomía individual se resuelve en la municipal y son los municipios, las «naciones primitivas» o «de primer grado» al decir del exégeta Aniceto Llorente, quienes delimitan el poder de las regiones, hasta derivar de éstas el del Estado. «Los pueblos han de constituir la provincia y las provincias la nación; éste es el sistema», escribió Pi en Las Nacionalidades (1877), donde el pacto español pasó a definirse como «el espontáneo y solemne consentimiento de nuestras regiones o provincias en confederarse para todos los fines comunes bajo las condiciones estipuladas y escritas en una constitución federal». Y ya que tal era «el verdadero lazo jurídico de las naciones», advertirá a los disidentes orgánicos de Estanislao Figueras, en el extenso prólogo a la tercera edición de esta monografía, que negar el pactismo entrañaba reconocer «en la nación la fuente de todos los poderes», es decir, acatar «el principio unitario» y convertirse en un mero descentralizador.
La armonía del «constitucionalismo revolucionario», levantado de abajo a arriba por el desenvolvimiento natural de los «seres colectivos», negaba al Estado el derecho a intervenir en el régimen interior de las regiones y de los pueblos. Pi se distanció claramente de los «federales no pactistas», de aquellos que deseaban constituir la Nación por medio de las Cortes, y asimismo lo hizo de quienes se autoproclamaban «republicanos autonomistas», limitados a promover una descentralización administrativa otorgada y condicionada por el centro. La Constitución federal venía determinada por las Constituciones regionales, que a su vez derivaban de las municipales; la atribución de las competencias corresponde a los federantes escalonadamente y no es una prerrogativa del Estado nacional. Insistimos: por encima del Estado figura la autonomía de las regiones y sobre la región la autonomía de los municipios, libérrimos en la configuración de éstas. El principio de revisión permanente de la misma realidad constitucional entraña otra de las implicaciones sobresalientes del constitucionalismo pactista, porque no es estático sino dinámico y sus únicos límites proceden de la libre determinación de las cuatro soberanías.






Se apunta por lo común que Pi evolucionó desde el federalismo idealista de La Reacción y la Revolución al de naturaleza positivista de Las Nacionalidades, inspirado ante todo en los modelos suizo y estadounidense. El protagonismo del pacto discurriría así del individuo soberano a las colectividades naturales conformadas por la historia, aunque todavía en la primera parte del último volumen prevalecen los criterios racionales y sólo en la segunda y en la tercera se anteponen los históricos, que avalaban el federalismo regionalista que demandó Valentí Almirall. Los sujetos de la autonomía en el particularismo de éste no eran otros que el Estado federal y las entidades regionales, arrumbándose por completo a los municipios en la distribución de soberanías mediante el contrato pactado. La colisión del individualismo racionalista con el irracionalismo nacionalista sembró de equívocos el ideario de Pi mientras forjaba un partido político de fuerte impronta personal, y de semejantes contradicciones jamás resueltas con nitidez emanaron escisiones permanentes. En Las Luchas de Nuestros Días se volvió a insistir sobre una de las dimensiones del pactismo, la federación territorial de los pueblos, aunque el intento de conjugar el municipalismo con el regionalismo historicista distó de esclarecer cabalmente los términos de la controversia.
Un Pi acoplado al socialismo romántico o premarxista, y sobre todo al que conocemos por antiautoritario en tiempos de la Primera Internacional, dio un cierto margen de maniobra a aquellos de sus incondicionales que proponían una lectura anarquizante de la Federación. Durante la Segunda República llegó a hablarse de un «federalismo comunal» en el seno de una neointransigencia que miraba hacia el cantonalismo de 1873, sacralizando las plenas soberanías individuales y municipales. A despecho del vago e incongruente federalismo cenetista, entre naturalista y orgánico, persiguieron a toda costa la identificación con los anarcosindicalistas al esgrimir una República federal según la libre voluntad de los municipios. La asamblea nacional celebrada en Barcelona en junio de 1936 por esta fracción asumió a escala programática las supuestas afinidades con el comunismo libertario. Y sin entrar aquí en las notorias diferencias que separaron a Pi de las utopías del anarquismo, ni en los argumentos de quienes hicieron abstracción interesada de las mismas, es evidente que la aspiración de construir una sociedad libertaria hoy en día puede sustentarse también en las enseñanzas de aquel hombre que recibió el título de Maestro no sólo de sus seguidores. Las réplicas a la vieja política centralista y autoritaria, la creación de plataformas donde los ciudadanos puedan decidir autónomamente y el fomento de la democracia local participativa, desde la cual instituir un nuevo poder frente al Estado centralizado, son ingredientes de una cultura que no es ajena en absoluto a la cosmovisión pimargalliana.






El proyecto revolucionario que Pi diseñó para España no fue simplemente político. Desde 1854 consideró indispensable «cambiar la base» de la sociedad y acometer transformaciones económicas que afrontaran la emancipación de las clases jornaleras. A raíz de las célebres polémicas de 1854 argumentará que el socialismo era el complemento necesario de la democracia, y sus ideas sociales se irían perfilando en las tres décadas siguientes. Es verdad que las inquietudes de esta índole decrecieron en Las Nacionalidades y en Las Luchas... al prevalecer las reflexiones sobre el pacto y los principios federativos, si bien los correligionarios de Pi tuvieron siempre otros protocolos en los que apoyar sus alternativas. Las Bases adoptadas por el republicanismo en febrero de 1872 y el Proyecto de Constitución Federal de 1873 compendiaron algunas de las miras pimargallianas, que tras la Restauración pudieron recogerse mejor en los dictámenes aprobados por la asamblea nacional de Zaragoza en 1883 y, sobre todo, en el Programa del 22 de junio de 1894. Este corpus, que para Romero Maura entrañó las Tablas de la Ley que Pi legara a sus discípulos, sólo incorporará antes de 1935-1936 las breves adiciones «en el orden social» que ratificó el cónclave de 1919 a propósito del «federalismo sindicalista».
Aunque La Federal representara según Jover el último mito burgués aceptado por la clase obrera, la influencia del reformismo pimargalliano entre las capas populares del campo y la ciudad traspasó las fronteras del Sexenio y logró mantenerse hasta después de morir su fundador, participando en determinados lugares de la modernización republicana que tuvo lugar antes de la Gran Guerra. El hecho de encarnar los federales de Pi el ala izquierda del republicanismo hasta el reinado de Alfonso XIII, sin perder incluso esta adscripción al sufrir las mermas de catalanistas o lerrouxistas de un lado y de anarcosindicalistas o socialistas de otro, no debe explicarse atentiendo exclusivamente a las invocaciones próximas al anarquismo. Antes bien, fueron los mensajes emparentados con la socialdemocracia los que permitieron la continuidad de la audiencia del campesinado o de las menestralías urbanas. Al menos así ocurrió en varios de sus principales enclaves, como el de Las Palmas entre 1903-1920.
No hubo en la ideología federal trasiego alguno desde postulados de inspiración ácrata a otros de corte socialdemócrata. Será el liberalismo radical el que promueva ambas orientaciones en paralelo, merced a esa «disponibilidad colectivista» de Pi que estudió Jutglar. El federalismo no ofreció a los jornaleros o arrendatarios rurales y al cuarto estado más que reformas dentro de un horizonte capitalista, y entre los sucesores de Pi en la dirección de su partido imperó tras la crisis de 1917 el propósito de afirmar las diferencias con el sindicalismo revolucionario y el marxismo. De todas maneras, el decurso de la minúscula parcialidad vino a poner de manifiesto los puntos de convergencia con los objetivos minimalistas que terminaron por sobresalir en el socialismo español. Los federales pimargallianos y los socialdemócratas pablistas estaban en condiciones de compartir en la práctica muchas más cosas de la que admitían oficialmente.






Una de las temáticas en que cabe situar la vigencia de Pi tiene que ver con el resguardo del intervencionismo estatal en la economía, presente desde los artículos polémicos de 1864, para corregir las peores lacras del capitalismo y promover la justicia. La defensa de la intervención reguladora del Estado, encaminada a terminar con las monstruosas desigualdades originadas por el egoísmo de los patronos, le opuso a los «individualistas» de entonces y actualmente le enfrentaría a los neoliberales, neoconservadores, nueva derecha, libertaristas y demás tribus que santifican las virtudes del mercado libre como única institución central de la sociedad y retornan a la pureza del laissez-faire. Pi anticipa algunas de las tesis del liberalismo socialdemócrata y del compromiso macroeconómico keynesiano que el Estado social reportaba para la pacificación del conflicto de clases. El Programa de 1894 recogía la nacionalización de las minas, las aguas y los ferrocarriles, más el control estatal del crédito. Un esbozo de la sobrecarga del complejo entramado del Welfare State, por pequeña que fuese, estaba aparentemente reñido con la reducción de los poderes públicos «a su menor expresión posible» y la edificación de «una sociedad sin poder», pero téngase en cuenta la noción más económica que política y preceptivamente desintegrada que el pimargallianismo tuvo de la estatalidad (son «estados» también las regiones y hasta los municipios), así como su repugnancia a la estatalización absoluta de los medios de producción.
Los servicios y las obras públicas eran entregados por los federales de Pi a asociaciones obreras con financiación gubernativa, mientras se fomentaba la participación de los trabajadores en la gestión de fábricas y talleres y se estimulaba fiscalmente «la transformación del salario en participación de los beneficios». El respaldo al cooperativismo y el apremio a la conversión de los asalariados en accionistas, con fidelidad a la máxima de «elevar al proletario a propietario», recuerda algunas de las contiguas observaciones de Eduard Bernstein. Código de Trabajo y jurados mixtos debían proteger a la clase obrera y dignificar las relaciones laborales. A la manera de los fabianos, hace gala Pi de un notorio gradualismo y aspira a impedir la excesiva concentración de la propiedad y la riqueza. Una fiscalidad por el sistema progresivo, con un impuesto único sobre los capitales, tenía el complemento de la descentralización de las cargas tributarias en beneficio de las regiones.
Es claro que Pi asimiló la utopía pequeño-burguesa de los productores libres y quiso extender la propiedad «a las últimas clases sociales», reformando la legislación civil. No obstante, el primado de la cuestión agraria a la hora de quebrar la dominación de la oligarquía terrateniente, conforme a los certeros análisis de Jutglar y de Trías, le condujo en sus últimos escritos a distanciarse de las deudas proudhonianas y a incorporar formas colectivas de explotación de la tierra. El citado Programa de 1894 subordinaba el disfrute de la misma, «como propia de todos los hombres, a los intereses generales», adjudicando a «comunidades obreras» los terrenos de titularidad pública, los incultos por más de un quinquenio y cuantos conviniera expropiar; algo que aplaudirían en el presente los militantes andaluces del Sindicato Obrero del Campo. La transformación del contrato de arrendamiento en censo redimible y la consideración de los foros y de la rabassa morta como enfiteusis perpetuas también liberables, iban encaminadas a universalizar la legión de los parcelistas. Crítico implacable de la desamortización y el latifundismo, Pi anunció a Costa en varios diagnósticos y terapias y otras veces fue solidario con sus opiniones.






La Historia, ya se sabe, está preñada de paradojas. Hace unas décadas, al mentarse al Pi socialista, lo habitual era insistir en las amplias acepciones que el término presentaba en el segundo tercio del XIX, recrearse en las contradicciones de una perspectiva ajena a Marx y en el idealismo de la armonización superadora de la lucha de clases. Ahora, en la época del socialismo liberal y de la Tercera Vía, ya no parecen necesarias esas cautelas. Después de tantas claudicaciones y de tantos viajes al centro político, el temple de Pi está hoy más a la izquierda que el de muchos neoconversos a la posmodernidad y desde luego es bastante más «socialista», si por tal entendemos el duro laborar de cuantos persiguen el fin de la explotación del hombre por el hombre y el ejercicio pleno de la democracia. Por desgracia abundan por ahí quienes, so pretexto de abrirse al siglo XXI, terminan por parecer criaturas más extrañas que ciertas gentes del Ochocientos.
Al pimargallianismo se le tachó de antigualla con demasiada frecuencia dentro del propio orbe republicano. El Programa de 1894 estaba ya obsoleto en señalados puntos cuando le fueron agregadas las coletillas de 1919 sobre «la federación profesional de las clases sociales», que el promotor Llorente tomó del «federalismo sindicalista» y del «sindicalismo funcionarial» de León Duguit. El aditamento no reportó muchas novedades (la representación de sindicatos y de sus federaciones en los consejos municipales, en los regionales y en el parlamento nacional), mas por encima de las panaceas corporativistas del federalismo integral, otras agrupaciones republicanas siguieron nutriéndose del prontuario de Pi a su manera. El Programa Político y Social que abrazó en 1931 el Partido de Unión Republicana Autonomista de Valencia era en buena parte una copia literal o con ligeros retoques de la exposición federal de 1894, de la que se habían abrogado algunos elementos sustantivos; por ejemplo, la legislación civil y penal entre las incumbencias de los Estado regionales o la abolición de la pena de muerte, una de las más queridas reivindicaciones del Maestro. Y no fueron los radicales valencianos de esas fechas, evidentemente, los exclusivos y supremos valedores de este último.
Las reformas programáticas en amplitud no llegaron hasta las principales hijuelas pactistas sino muy tarde. Los neobenevolentes de la Izquierda Federal encararon en mayo de 1935 un Proyecto de Manifiesto que incorporaba un mayor intervencionismo estatal y un fortalecimiento del sector público (municipal, regional y nacional). Al estipular sin ambages una economía mixta, la nacionalización de los seguros y la gratuidad de la enseñanza, fueron más lejos que sus colegas hegemónicos de Izquierda Republicana y Unión Republicana, entre cuyos planes gubernativos no figuró tampoco la supresión de la pena capital y la derogación de las jurisdicciones especiales. En cuanto a los neointransigentes del Partido Democrático Federal, ya referimos cómo su congreso de Barcelona en junio de 1936 hizo cuanto pudo para sintonizar con el homónimo cenetista clausurado poco antes en Zaragoza. El patrocinio de algunas de las características del Estado Gerencial (tutela de las contrataciones laborales, retiros e indemnizaciones y salario familiar), se conectó con pertrechos relativamente cercanos a los confederales (gestión administrativa de los trabajadores en la industria, adjudicación de obras públicas a comunidades de oficio, socialización de la producción agraria e intangilibidad de los sindicatos). Aquel anhelado expurgo contenía pocas nacionalizaciones y abundaba en una fiscalidad georgista, aunque las limitaciones al derecho de herencia o las mejoras jurídico-penitenciarias daban a los retoques un aire de modernidad y radicalidad, contrastando a lo sumo con las mordientes decimonónicas: el rígido anticlericalismo y el municipalismo ordinario.
El profundo moralismo que marca la independencia de criterio de Pi, sostén de «una insobornable lealtad con las propias convicciones» al decir del profesor Seco Serrano, encierra no pocos patrones de conducta para las gentes de izquierdas en estos días. En unos artículos de 1858 para La Discusión, abordando la cuestión mexicana, realizó una enérgica denuncia de la política imperialista de los Estados Unidos en Hispanoamérica y arremetió contra la proyectada expedición española. El repudio al uso de la fuerza en las relaciones internacionales y las apelaciones al derecho universal a la libertad presidieron sus condenas dirigidas al colonialismo, de las cuales hay diversos exponentes en sus póstumas Cartas íntimas y en algunos editoriales del semanario El Nuevo Régimen a partir de su fundación en 1890. Era una línea que venía de atrás. Los pueblos habrían de ser «señores de ellos mismos», sin que valieran el derecho de conquista o la prescripción de los siglos frente a la libre determinación de todos los hombres. Por eso resulta enormemente contradictorio que el Programa de 1894 admitiera «la colonización pacífica» para civilizar a los «pueblos incultos».






La apuesta federal sobre las colonias hispanas, al margen de las formulaciones suscritas durante el Sexenio, quedó expuesta por Pi en la carta circular de septiembre de 1876 y entrañaba la conversión de los territorios implicados en otras tantas provincias. Ante la crisis cubana se adoptó, en apariencia, la misma disyuntiva autonómica patrocinada por otros partidos y líderes democráticos, aunque la solución pimargalliana llegaba evidentemente a través de la autonomía en la Federación y por lo tanto implicaba reconocer a las posesiones de Ultramar igual status que a las demás regiones (con su gobierno, sus cámaras, sus leyes, su administración, su hacienda, sus milicias); en la asamblea nacional del Partido Republicano Federal de 1888 hubo una delegación cubana que rubricó los enunciados del Manifiesto de enero de 1881. El consecuente antimilitarismo y la enemiga hacia la guerra de las Antillas apartaron al pacifista Pi del resto de las formaciones republicanas entre 1895-1898, cuando su valeroso amparo de la independencia de Cuba lo convirtió en blanco capital de la patriotería más ramplona. Desde una soledad apenas compartida por Pablo Iglesias y los suyos u otros pocos círculos, el patriota español demandó la liquidación del imperio por coherencia con sus proposiciones anticolonialistas y atendiendo a la salud de los intereses nacionales. Sometido como siempre al tribunal de apelación de su propia conciencia, mantuvo una y otra vez que las naciones no tienen «otra base racional que el libre consentimiento de los grupos que la forman». En consonancia con esta posición, sus cofrades se manifestarán de forma resuelta en pro del abandono de Marruecos y recusarán el chauvinismo del señor Lerroux.
De todas las familias del republicanismo histórico español, la decana y minoritaria de Pi es la que en el presente aporta más sugerencias para la izquierda plural, revolucionaria o transformadora. Es aquella de la que podemos extraer las enseñanzas mejores y los mayores alientos, bien de sus luces o de sus sombras, gracias en primerísimo término a la personalidad de su gran ideólogo y líder aún después de la muerte. Bueno será que continúe la exaltación de Azaña y del azañismo, pero no a costa de preterir o desfigurar a muchos de sus predecesores o coetáneos en la brega republicana, y en particular al que nunca podrán digerir los corifeos de todas las derechas habidas y por haber. A veces son los adversarios (los enemigos de clase) quienes evidencian una lucidez que falta entre nosotros en no pocas ocasiones. El historiador conservador Jesús Pabón sentenció que el revolucionario hispano «encontró y encontrará siempre en Pi i Margall la justificación doctrinal de sus aspiraciones radicales». Que así sea.
Tomado de “Kaos en la red”




“Fui su discípulo. Niño aun, en el agitado periodo del 73, mi buen padre, federal enragé, dábame a leer todos los periódicos, revistas y libros que entonces prodigaba el triunfante federalismo. Después, puede decirse que se moldeo mi cerebro con las doctrinas de Pí y con sus traducciones de varias obras de Proudhon.
No fui federal mucho tiempo, pero siempre guardé y guardare respeta admiración para el hombre y sus ideas. Creo que ha sido en España el cerebro de la revolución, de las ideas genuinamente progresivas. A un lado sus peculiares puntos de vista, Pí tenia tan amplias concepciones, tan claras y precisas formas de pensamiento, tan cerrada y firme lógica, que ningún hombre sinceramente revolucionario podía reconocer su justicia, su probidad, su noble y severa y tranquila grandeza. Quiérase que no, su influencia traspasa los linderos del partido. Era Pí y Margall un verdadero genio de la revolución. Así ha tenido y tiene el aplauso de todos los revolucionarios; y los que no lo son doblan humillados la cabeza y se hacen lenguas de las cualidades personales del hombre, ya que no puedan, por un resto de pudor, reverenciar sus ideas.
Pero ¿a que ponderar lo que esta fuera de discusión?
Fue su muerte tan modesta como su vida. Si Bonafoux, con verdadero dolor, no hallo en la prensa de Paris respecto de Pí lo que se prodigó a Canovas, ¿qué importa? Con todas estas galeradas de menuda letras que duran un día, Canovas, todos los que deben al éxito gubernamental un renombre, pasaran, pasaran pronto, olvidados del mundo. Pí y Margall quedara como una luz que nunca se apaga. Son las condiciones de un Pí, su labor tranquila pero porfiada, su lucha tenaz por los ideales, sin vanidades, sin ruidos, sin aparato, las que enseñan a los pueblos y los adiestran en el dificilísimo arte de ser dignos de si mismos.
Sus ideas filosóficas, más que políticas, perduraran en el pueblo español como verbo de la revolución venidera. Sin los compromisos de partido, Pí hubiera sido el hombre de todos los revolucionarios.
Su muerte producirá en el seno de la política española una gran descomposición. No se apaga en vano la voz del justo.
Mantenía Pí con su ejemplo, con su firmeza, con su sencillo y diáfano razonar, con su gran consecuencia y su tenaz carácter, al partido federal virgen de las concupiscencias políticas. Manteníalo a la altura digna de él, única esperanza, en lo político, de redención para el país.
Pero, y perdónenme los federales sinceros, ¿continuara el partido las tradiciones de aquel grande hombre?
A muchos de aquellos he oído distintas veces afirmar que la muerte de Pí seria la muerte del partido federal.
Creo que, en efecto, el federalismo no será ya en España lo que fue. Hay demasiadas concomitancias políticas alrededor de la idea federal, y demasiada confusión en el campo de la democracia, del autonomismo, del regionalismo, para que el ideal filosófico por excelencia se conserve puro en las alturas a que lo llevara el que acaba de morir. Hay, además, pocos hombres de valer y de la fe y de la perseverancia de Pí y Margall, poco de ese gran espíritu de justicia que le animaba para que el federalismo continúe ofreciéndose como el paladín de lo venidero.
Creo más; creo que la muerte de Pí influirá así mismo en los demás partidos avanzados, incluso el socialismo y el anarquismo. Se ha roto una fortísima anilla de la cadena revolucionaria. Pí tenía ideas socialistas y anarquistas. Pese a los buscadores de nimiedades, a los espíritus cortos de entendederas o raquíticos de horizonte, Pí no hacia obra de partido, menos obra de sectario. Y si su ideal no cristalizo en una forma cerrada de las varias que sirven de comodín para ahorrarse el trabajo de estudiar y pensar por cuenta propia, tendió, en cambio, sus vigorosas raíces por todo el campo del revolucionarismo. He aquí porque era el verbo y la sustancia de las ideas nuevas aun no comulgando en ellas, con el debido encasillamiento.
¿Qué era el jefe de un partido y que como tal procedía? En mil ocasiones no fue jefe ni hombre de partido. Sus obras mejores son obras de filosofía puramente revolucionaria, sin dogmas, sin convencionalismos, de una sinceridad verdaderamente ejemplar.
Sin que piense yo que ningún hombre es indispensable, no puedo ni quiero prescindir de la consideración de que son los hombres instrumentos cuando menos, actores muchas veces, en el desenvolvimeinto de la evolución humana. Producto del mundo en el que viven, son, al propio tiempo, factores del mundo que viene. El dogmatismo del medio ambiente me es tan repulsivo como cualquier otro.
He aquí porque creo que la muerte de Pí y Margall alterará la situación política del país afectando a los partidos mas avanzados.
La disgregación del partido federal es fatal a la corta o a la larga. De él se nutrieron antes las filas del socialismo y del anarquismo. De él se nutrirán ahora por que quedará de Pí su obra filosófica y perecerá su obra de partido. Los federales sinceros, los que aprendieron del jefe las ideas generosas de redención humana, se desprenderán del federalismo político como se desprende del árbol la fruta madura. Los federales políticos, los que llevan del federalismo no más que las formas exteriores y el pensamiento mecánico de su funcionalismo, irán a formar tal vez nuevos grupos con sus afines los demócratas descentralizadores y los regionalistas. Aburguesaran el partido, y tendremos un núcleo mas de aspirantes a hacernos dichosos por medio de la panacea legislativa y gubernamental.
Hace tiempo que esta descomposición viene hincada en el partido federal. Solo la gran autoridad moral de Pí ha podido contenerla. Ahora saldrá a la superficie sin que nada ni nadie pueda contenerla.
La consecuencia no será dañosa para las ideas revolucionarias. Las afinidades de antiguo reveladas entre ciertos elementos federalistas y los anarquistas, reforzaran ahora la tendencia más radical del socialismo. Bien venidos sean los que, inspirándose en el maestro vengan a nosotros con sinceridad, con nobleza, perseverantes para la lucha.
De Pí y Margall han aprendido muchos, aprenderán, deberán aprender no pocos a ser dignamente revolucionarios, espíritus sobre todo justos, sin soberbia, sin aparato, sin vanidad. Y esto en todos los partidos de la revolución, socialistas o anarquistas. Porque de estas condiciones, que apenas dan nombre, que no ocupan ni un tercio de una columna de periódico, que no ensordecen a la gente con la alabanza sin medida y el aplauso sin tasa, que no atormentan a las generaciones con la logorrea fastidiosa y cansina de la elocuencia de plazuela, de esas condiciones, digo, son los hombres que en verdad consagran su existencia al bienestar de sus semejantes.
RICARDO MELLA. (Extraído de la Revista Blanca nº84 del 15 de diciembre de 1901




“Los políticos de oficio, blancos y negros, ministeriales y de oposición, reunido en el local (las Cortes) donde el Estado los convoca para que atendiendo a sus intereses y a los de sus representados y colegas burgueses impongan la ley al trabajador, han tributado elogios al difunto Francisco Pi y Margall por virtudes que atribuían al muerto y de que más o menos tácitamente se sentían despojados; la prensa burguesa ha agotado la colección de los adjetivos laudatorios a favor del mismo y ha dado cuantos informes biográficos podían interesar al vulgo menudo, aquel a quien más que conocer un pensamiento le importa saber detalles insignificantes de la vida del que alcanza la categoría de personaje. Nosotros, dejando las tareas que recuerdan las de las lloronas de la antigüedad a los que por iniciativa y voluntad propias muestran aptitud para ellas, y considerando que el Pi y Margall que han enterrado ahora murió al dejar de ser lisa y llanamente un publicista, para ejercer de político, peor aún de jefe de partido político, contrarrestaremos el efecto de tan vana palabrería, ofreciendo a nuestros lectores el siguiente ramillete de pensamientos del finado, especie de evangelio anarquista que admiramos y suscribimos y que, no aceptarán de seguro como  aspiración y norma de conducta, ninguno de sus actuales panegiristas” “La Huelga General. Periódico Libertario” nº 3, 5 de diciembre de 1901.


Algunas de las florecillas del ramillete


Aparecidas en los siguientes números de La Huelga General.






*Mi voluntad es  incoercible, la noción de mi deber, irreformable, a no ser por mi propia inteligencia. En vano se me enseña una legislación dictada por Dios, adoptada por cien naciones, sancionada por los siglos: mi ley moral la juzga y pronuncia sobre ella su inapelable fallo. Si la cree injusta, la condena irremisiblemente.

*No enseñemos a los pueblos a ser lógicos y derramarán estérilmente su sangre en otras cien revoluciones. No dirijamos el hacha contra el seno del poder mismo y consumirán siglos en ir de la monarquía a la república y de la república a las dictaduras militares. Después de cada triunfo dirán: “queremos, como hasta ahora, un poder fuerte que arrolle a nuestros enemigos” y como hasta ahora, se forjarán nuevas cadenas con sus propias manos. Las preocupaciones más arraigadas son las que necesitan de rudos y enérgicos ataques; la alarma es,  además de inevitable útil. Llama poderosamente la atención sobre las ideas que han logrado producirla, las siembra en todas las consciencias y en todos los intereses alarmados. ¡Desgraciada la idea que no alcanza a sublevar contra sí los ánimos! Hará difícilmente prosélitos, morirá olvidada o despreciada. Más ¿se teme verdaderamente la alarma? Se aspira a ser inmediatamente gobierno: he aquí la causa de la inconsecuencia.

*El hombre no está condenado a sufrir eternamente los males que le afligen. Su inteligencia disipa de dia en dia las nieblas que le oscurecen y confunden. Su voluntad está mejor determinada, su libertad se educa. Vendrá, a no dudarlo, un tiempo en que, conocida ya la ley de la humanidad, sus relaciones marcharán perfectamente de acuerdo con los destinos de su raza. La libertad y la fatalidad serán entonces idénticas, no habrá motivos de lucha y una aureola inextinguible de paz, circundará ya la frente del niño al saltar del seno de su madre.

*Para mi la república es aún poder y tiranía. Si la idea del contrato social estuviese bien determinada, no sólo no dejaría en pie a las monarquías, no dejaría en pie ni la república.

*Tomo la pluma para demostrar que la revolución es la paz, la reacción la guerra. Examinaré para esto qué piden hoy los reaccionarios, qué los revolucionarios; estudiaré la situación de unos y otros.

*Soy demócrata; pero el espíritu de partido no prevalecerá nunca en mí sobre la voz de la verdad. Diré con la mano en el corazón todo lo que siento acerca de los hombres y las cosas. Las iras del poder no me amedrentan; la idea de que voy a comprometer mi porvenir no pesa un solo adarme en la balanza de mis juicios.


*Hace dos años quise publicar bajo el título de ¿Qué es la economía política? ¿qué debe ser? mis estudios sobre las causas orgánicas de los males que afligen a los pueblos. La autoridad fiscal trató de imponerme condiciones; y antes de aceptarlas me condené al silencio. Hoy va a quedar aquella obra refundida en ésta.


*Nuestra revolución no es puramente política; es social. Moderados y progresistas lo confiesan, hechos verdaderamente alarmantes lo confirman; para no verlo sería preciso cerrar los ojos a la luz. Mis estudios sociales pueden pues, y deben, tener un lugar en este libro.

*Se me ha dirigido no pocas veces el cargo de que escribo con virulencia, y hasta amigos y correligionarios me han aconsejado que temple algún tanto la ruda energía de mis formas; mas confieso que no está en mi mano. La fuerza de mi lenguaje y será siempre proporcionada a la fuerza de mi idea. Témplela el lector, si sabe y puede.
Mas ¿influye acaso tanto la forma? Muy desgraciado ha de ser el que se asuste de palabras y no de pensamientos. Para hombres tales no escribo.

*Es inútil empeñarse en detener el progreso. La guerra misma difunde las ideas. Brotan éstas del pie del cadalso y de la hoguera. En vano el sacerdote pretende hacer de la ciencia un misterio para el pueblo; la ciencia salta los muros del templo y halla siempre un Sócrates que la presente llena de pureza y majestad a los ojos de la profana muchedumbre. Después de Brahmanes que la oscurezca da con un Budha que la aclare y purifique; después de fariseos que la corrompan, da con un Jesucristo que la espiritualice y la ennoblezca. Gime un día bajo un poder teocrático que se ha propuesto apagar su voz con el tormento, y viene la prensa a emanciparla. Guttemberg abre paso a la reforma de Lutero. ¿Qué no podría deciros de la constante marcha de esa ciencia? Abandonada por la Francia, se echa en brazos de la joven Alemania y allá, en alas de genios que hoy asombran, rompe todas las cadenas de la tradición cristiana, y reduce a nada las fantásticas visiones creadas en un cielo imaginario. Se generaliza después, baja en todas las naciones sus miradas desde la idea al hecho, y penetra los más íntimos secretos del mundo de los sentidos, cuyas fuerzas pone a discreción del hombre.

*¡Ah, pobre pueblo! ¿Dónde están ya tus jefes? Tiende una mirada a tu alrededor: estás casi aislado, solo. Tus ídolos se han postrado a los pies de otra divinidad: el oro.

*¿Quién eres tu para impedir el uso de mis derechos de hombre?. Sociedad pérfida y tiránica, te he creado para que los defiendas y no para que los coartes: ve y vuelve a los abismo de tu origen, a los abismo de la nada.

*la humanidad no ha creído siempre lo mismo, y observadlo bien, no ha adjurado nunca una sola de sus creencias sin que haya venido antes un individuo a atraerse su maldición universal negándolas.

*Pero lo sé. Os apoyáis también en la necesidad del orden. ¡Maldito sea este orden ¡ Decretad pues el estacionamiento perpetuo si podéis y tanto teméis que el orden se perturbe. Declaraos francamente absolutistas, y decid como los reyes: orden y libertad se excluyen, que la víctima sea la libertad. Porque no exagero, aún estáis en esto. Explicadme sino de una vez que es lo que entendéis por orden. La idea de orden es para mi, y creo que para todo hombre que razone, contraria a la de coacción, de fuerza. Orden supone disposición, harmonía, convergencia de todos los elementos individuales y sociales; orden rechaza todo anonadamiento, todo sacrificio. ¿Es orden esa paz ficticia que lográis cortando con la espada todo lo que no sabéis combinar con vuestra escasa inteligencia? El verdadero orden, permitidme que os lo diga, no ha existido nunca, ni será posible que exista mientras vosotros os empeñéis en procurarlo; porque el verdadero orden supone cohesión, pero no una cohesión motivada por causas exteriores, sino una cohesión íntima y espontánea que impedís con vuestras restricciones; que podríais, no alcanzar, pero acelerar, sino os opusieseis al desarrollo libre y completo de todas las fuerzas libres encerradas en el seno de la humanidad y el hombre. ¡El orden! Os lo repito, vosotros sois quien lo matáis  .

*Dejad, dejad que la iglesia se levante en pie contra el progreso; cuanto mayor sea su resistencia, tanto mayor será el empuje de los pueblos, tanto más pronto se sentarán, armados y vencedores, sobre las ruinas de los templos.

*Se engañan muchos si creen que la cuestión social lo es sólo para el liberalismo. La cuestión social está sobre todas las cuestiones, sobre todos los principios políticos, sobre todas las escuelas. Es el enigma de nuestros días aún descifrable, lo mismo para la religión que para la filosofía, lo mismo para ala libertad que para el absolutismo. Sabemos ya cual es la Esfinge, estamos lejos de saber quién será el Edipo.

*La soberanía del pueblo es una pura ficción, no existe. La idea de soberanía es absoluta; no tiene ni su menos ni su más, no es divisible ni cuantitativa ni cualitativamente. ¿Soy soberano? No cabe sobre mí otra soberanía, ni cabe concebirla.

Bueno, como siempre espero que os haya sido útil e interesante, y que podamos comprender porqué Pi i Margall ha sido considerado como: "El primer anarquista español". 

1 comentari:

terraxaman ha dit...

Anònim ha dit:

In my opinion, you are not right.

-Traduït: "En la meva opinió, no tenen raó"

Evidentment, totes les qüestions sempre son opinables, és totalment lícit, desestimar l'opinió del moviment anarquista sobre Pi i Margall, el meu mestre, l'Antoni Jutglar, no ho compartia, en Leandre Colomer tampoc. Personalment... crec que en el text hi ha prou proves de la proximitat de Pi i Margall a l'anarquisme, tot i que ell mateix, mai ho hauria acceptat d'una manera absoluta, encara que llavors com podria interpretar-se aquest paràgraf:
"Yo, que no retrocedo ante ninguna consecuencia, digo: El hombre es soberano, he aquí mi principio; el poder es la negación de su soberanía, he aquí mi justificación revolucionaria; debo destruir este poder, he aquí mi objeto. Sé de este modo de dónde parto y adónde voy, y no vacilo.
¿Soy soberano? continúo; soy pues libre. Mi soberanía no consiste sino en la autonomía de mi inteligencia: ¿cuándo la ejerzo positivamente? Sólo cuando dejo de obedecer a toda influencia subjetiva, y arreglo a las determinaciones de la razón todos mis actos. ¿Es otra cosa mi libertad que esa independencia de mis acciones de todo motivo externo?
Mi soberanía, sigo observando, no puede tener límites, porque las ideas de soberanía y limitación son entre sí contradictorias; si mi libertad no es, por lo tanto, más que mi soberanía en ejercicio, mi libertad no puede ser condicionada; es absoluta."

Jutgeu, jutgeu.